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Viernes, 15 de diciembre de 2006
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Nota de tapa

Las incorrecciones de la señora Heker

A Liliana Heker se la suele distinguir tanto por su precocidad –escribe desde los 16, desde antes incluso de saber que ése sería su oficio– y por desafiar ese cauce recto que impone el consenso sobre temas incómodos. “La literatura –dice la escritora– es un lugar fascinante para lo ambiguo”, que es, en definitiva, desde donde parten las mejores preguntas.

Por Liliana Viola

En una de las tantas paredes del Centro Cultural Recoleta se despliega un álbum de fotos personales. Ella está en casi todas las imágenes, posando o distraída, contribuyendo desde muy joven y sin saberlo a esta reconstrucción casi fantástica de una vida entera en relación con la literatura.

No se trata de una exposición de fotografías, hay muchos objetos más ordenados como en un museo viviente, incluidos los textos fragmentarios que conforman algo así como una biografía. Manuscritos, correspondencia, recuerdos dispuestos especialmente por alguien que podemos llamar con objetividad “la curadora de la muestra” –en este caso, Manuela Lecuona–- pero que bien podemos imaginar como un personaje de ficción guiado por intenciones extrañas. Construir un espacio literario en torno de Liliana Heker por el que se pueda caminar, mirar, sentarse a escuchar uno de sus cuentos narrado por su propia voz, verla responder a un cuestionario sobre la cocina de su escritura, y hasta quedarse horas leyendo sus libros. Están todos. Desde el primero, Los que vieron la zarza, que publicó a los 23 años y que contiene cuentos que empezó a escribir a los 16, hasta libros donde expone su posición crítica, como Las hermanas de Shakespeare. Los paseantes se van a topar también con tapas y algunos ejemplares de El escarabajo de oro y El ornitorrinco, dos revistas literarias que marcaron tres décadas del circuito literario argentino y que resulta imposible no asociar con su nombre.

Una de las características que siempre se destacan al hablar de Liliana Heker es su precocidad. Empezó a escribir siendo una adolescente, aunque ella dice que por entonces no soñaba con convertirse en escritora. “Di el ingreso para Física mientras hacía el ultimo año de la escuela Normal. Así es que con 16 años ya había ingresado a la Facultad de Ciencias Exactas. Por ese entonces, ya escribía. Me pasaba algo y yo enseguida tenía que ponerme a escribir, pero ni conocía a escritores, ni había leído mucho ni pensaba en la escritura como oficio.” Otro rasgo fundamental de esta escritora que abandonó su carrera de física cuando ya estaba cursando su cuarto año es su pertenencia a la generación de los jóvenes del sesenta, los iluminados por Sartre, por los conceptos de elección y de compromiso, por la confianza en la palabra y la convicción de que el mundo merecía y podía ser cambiado.

Fotos: Juana Ghersa

“Teníamos esa necesidad de ser parte de algo, movilizarte por algo. En ese momento estaba en el aire la idea de ser adolescente y como tal querer participar. Cuando estudiábamos en el Normal –que por entonces fue muy movilizado por la discusión sobre la educación laica o religiosa– nos parecía imposible estudiar magisterio y no cambiar el mundo. Todo tenía como destino un cambio social, producir una revolución en el ámbito que fuera.”

Si no tenías el plan de ser escritora, ¿cómo se te ocurrió buscar trabajo en una revista literaria?

–Eso es bastante curioso y a su vez se trata de un hecho puntual. Me acuerdo de que tenía 16 años y que estaba con unas amigas en el hall del teatro La Máscara. Estábamos conversando sobre de qué íbamos a trabajar, ya que se acercaba el fin del colegio y cuando me tocó el turno a mí, yo dije: “Voy a trabajar en una revista literaria”. Fue muy curioso, porque yo nunca había leído una revista literaria y tampoco estaba muy segura de que existiera alguna. Y fue ahí que me di cuenta: lo dije. Y si lo dije, lo hago. Siempre quise ser coherente con mis afirmaciones. Así que fue ahí que me puse a buscar entre las revistas que había entonces, que entre paréntesis me parecieron muy aburridas, hasta que encontré El grillo de papel. Leí el editorial, me entusiasmó que se pronunciara como revista de izquierda y sobre todo la afirmación de que si había algo que decir sobre la realidad actual, si algo ocurría en el mundo que merecía ser comentado, la gente de la revista no iba a esperar a que se le ocurriera un cuento o un poema para hacerlo.

La carta robada

Cuenta la leyenda que luego de aquella declaración de destino, Liliana Heker escribió una carta a los responsables de El grillo de papel escudando su honor en el hecho de que ellos habían hecho una convocatoria a todos los escritores que quisieran participar. Explicó sus intenciones de colaborar en la revista y adjuntó un poema de su autoría. Al poco tiempo recibió la respuesta de Abelardo Castillo, que en una sola frase le daba una mala noticia y una buena: “El poema es pésimo, pero por la carta se nota que sos una escritora”. Fue entonces cuando Liliana Heker entró a trabajar en aquella revista literaria. Dicha carta no aparece entre los objetos mágicos que integran esta muestra y tampoco se ha divulgado jamás su contenido.

¿Qué decía esa misteriosa carta?

–No es que sea misteriosa, lo que pasa es que se perdió, estaba entre la correspondencia de la revista que en un momento pedimos que se transcribiera y en el trayecto se traspapeló. Lo que sí conservo es aquel primer poema y puedo decir que de verdad era malo, no tan malo para una chica de 16 años, pero bastante pretencioso y presumido, no daba muestras de que hubiera ningún talento allí. Pero puedo acordarme de lo que decía la carta: yo explicaba que no conocía el mundo de los escritores pero que aún así me resultaba un mundo cada vez más necesario. Por otro lado, yo tenía 16 años y tenía conciencia de que no podía comenzar la carta diciendo “Hola, tengo 16 años”. Pero sabía que ese dato iba a llamar la atención. Así es que después de decir todo lo que quería, agregué al final unos datos personales donde hacía constar la edad. Y sé que eso tuvo una influencia, no fue nada inocente de mi parte.

¿Qué creés que contenía esa carta como para señalarte como escritora?

–Creo que lo más importante es que explicaba con claridad lo que de verdad quería; no haber sido inocente también es importante. Lo que puse lo puse sabiendo qué reacciones buscaba. Y lo que buscaba era que me dieran bolilla. Luego, cuando ya dentro de las revistas vi la cantidad increíble de cartas que llegan y que sin duda no se les puede dar respuesta, confirmé que mi acierto había estado en conseguir atraer la atención.

Entraste en un círculo eminentemente masculino. ¿Te trajo problemas el hecho de ser mujer?

–Nunca. A pesar de que es cierto que era una generación de una fuerte presencia masculina. Cuando empecé a ir, las reuniones se formaban con los escritores, las novias de los escritores, y yo. Pero nunca sentí nada especial, ni dificultad, ni nada que me hiciera pensar en diferencias.

¿Qué lugar tuvieron en tu formación los escritores que fuiste conociendo?

–Yo recuerdo que tenía unos 17 años, estaba ya trabajando en la revista y había terminado un cuento. Se lo mostré a Humberto Costantini, que al rato me lo devolvió y me dijo con esa manera de hablar que él tenía, con esa boca medio torcida y su tono arrabalero: “Sí, Liliana, está bien escrito. Pero a esta altura del partido, lo menos que se puede esperar de nosotros es que un cuento esté bien escrito”. Las críticas en ese momento eran lapidarias. Así como también que viniera Humberto y te elogiara era algo importantísimo. Yo aprendí mucho de los cuentistas que pasaban por la revista. Cierto magisterio que busqué y encontré en Abelardo Castillo fue fundamental para mí. Estoy segura de que la revista aceleró ciertos procesos en mí. Yo que estudié física sé lo que es un catalizador. Estos escritores actuaron como un catalizador para mí.

¿Los talleres literarios pueden cargar con la ausencia de estos espacios de discusión?

–De ninguna manera. Una revista implica muchas cosas: la gente se expresa, polemiza, elige textos de otros, publica textos de no ficción, se hace crítica literaria. Una revista dialoga con el presente, con sus contemporáneos. La autoridad era más natural y compartida, además de circunstancial. Se daba por tener un libro publicado, por saber más de tal cosa o de otra. En un taller hay una sola autoridad. En cuanto al proceso de aprendizaje, yo trato en mi taller de repetir lo que a mí me formó. Así es que en la crítica soy implacable y fomento la exigencia en la lectura y en la corrección. Creo que si un cuento necesita ser reescrito veinte veces para que salga, hay que hacerlo.

Actualmente, como lectora y coordinadora de talleres, ¿sos capaz de detectar escritores en potencia?

–Sí y me ha pasado muchas veces. Se puede encontrar incluso un escritor en un cuento que es malo. Pero tal vez en una frase, en un punto de vista, en el modo en que trata a sus personajes, algo se ve. Siempre hay que trabajar mucho, pero cuando alguien puede escribir, en alguna parte del texto eso se nota. A su vez, puede haber un cuento correctamente escrito y sin embargo no tener por eso la presencia de un escritor detrás.

La mujer incorrecta

Su última novela, El fin de la historia, despertó una gran polémica apenas apareció en la década del ’90 porque se lanzaba a contar la historia de una traición, una relación ambigua entre una militante y un represor en el contexto de la última dictadura militar. No era el primer episodio en que la autora salía a defender su punto de vista y sobre todo la libertad de expresarlo.

En este espacio literario se puede encontrar este libro, así como también la polémica famosa que sostuvo en 1980 desde las páginas del El ornitorrinco con Julio Cortázar sobre el concepto de exilio como estética y compromiso.

No parece interesarte mucho lo políticamente correcto en literatura...

–Lo políticamente correcto me resulta abominable. Es algo que da lugar a decir lo que no hace falta decir. Esa necesidad de coincidir con lo consensuado me parece un mal camino. Si hablamos específicamente sobre literatura, creo que lo interesante es tocar ciertas verdades no consensuadas, aquellos conflictos que no tienen una sola respuesta, interrogantes que tal vez la gente no se atreve ni a plantearse. Creo que la literatura es un espacio fascinante para lo ambiguo. No en vano me puse tan contenta cuando encontré el título Los bordes de lo real para la recopilación de mis cuentos, porque creo que es por ahí por donde va mi literatura.

En algún momento, tarde o temprano todos tus personajes recuerdan o regresan a su infancia. ¿Qué importancia le das a esa etapa de la vida en la construcción de tus historias?

–Creo que en la infancia se dan todas las pasiones y se dan en crudo. No hay todavía una coraza cultural para defenderse. Eso de la infancia como la edad dorada y feliz me parece una profunda estupidez. Un niño puede ser generoso, especulador, perverso, malo, triste. Creo que lo que después vemos como bueno y malo en el adulto, ya se da en la infancia sin atenuantes. Elijo ese regreso a la infancia porque me da una posibilidad de mostrar conflictos en estado puro y de ofrecer un gesto revelador del personaje. Justamente en El fin de la historia la infancia es fundamental porque esa ambigüedad de la militante que traiciona, Leonora Ordaz, ese no saber nunca del todo por qué actúa como actúa también está presente en las escenas de su infancia. Esa capacidad para ser protagonista, de congraciarse con el poder, es uno de los interrogantes más fuertes del libro. ¿Por qué actúa como actúa? ¿Por la situación violenta, por la tortura, por cinismo, o porque ella siempre fue así? Yo no doy la respuesta en el libro, pero esa predisposición a actuar políticamente ya está presente en la escuela primaria con la maestra de labores.

Melodrama o crueldad. ¿Un poco de las dos?

–Yo creo que a veces la gente se comporta melodramáticamente, que nadie puede sustraerse de eso. Y es algo que me fascina en mis personajes. En mi primer libro hay un cuento que se llama Casi un melodrama, una relación entre un escritor y su mujer, en que parece que va venir un final feliz hasta que la mujer de pronto rompe brutalmente esa posibilidad. La crueldad también está presente. De hecho mi último libro se llama La crueldad de la vida y el último cuento trata justamente de eso. Yo quiero mucho ese texto que es fuertemente autobiográfico; en realidad el origen somos mi hermana y yo paradas en la puerta de un geriátrico abominable donde jamás llegamos a dejar a mamá, nunca la llevamos. Habíamos ido las dos pensando en la posibilidad y salimos matándonos de risa imaginando en qué iba a hacer nuestra madre en ese lugar. Nos reíamos como cuando éramos chicas y estábamos en realidad prácticamente frente a la muerte. Y entonces yo pensé: ésta es la crueldad de la vida, que seguíamos siendo las mismas. Una nunca se va de sí misma. Uno es siempre unionismo.

¿En esta muestra hay algún adelanto de lo que estás escribiendo ahora?

–Sobre lo que estoy haciendo ahora, no hay nada. Tengo un proyecto de novela pero no querría que hubiera ningún adelanto porque está todo muy confuso. Más que confuso, difuso. Desde la publicación de mi último libro, en 2001, ha pasado mucho tiempo sin que pudiera terminar nada. Hace poco comencé a escribir de nuevo, he terminado algunos cuentos, uno de ellos va a salir publicado en Casa de las Américas en estos días.

¿Esos estados no son muy comunes en la vida de los escritores?

–Sí, claro. Son estados que pasan pero son muy inquietantes. Cuando algo está confuso, yo vivo en un tembladeral. La experiencia me sirve para teorizar y saber que son cosas que pasan. Pero la angustia no me la quita nadie.

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