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Viernes, 15 de diciembre de 2006
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Caso Nora Dalmasso

Las partes y el todo

La muerte de Nora Dalmasso, o cómo construir escenas con unos pocos atributos

Por Soledad Vallejos
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Marcelo Macarron, el viudo de Nora Dalmasso.

Que el show mediático de la miseria ajena causa un morbo difícil de controlar no es novedad para nadie, pero que la invención de la escena muestre todas las hilachas con impudor es poco habitual. Por lo menos, con la intensidad que se está exhibiendo desde que el asesinato de Nora Dalmasso mapeó a Río Cuarto en el elenco estable de la tele, las revistas y los diarios. En el origen había poco: la supuesta filtración policial que llevó luz a una investigación supuestamente discreta, el cuerpo desnudo de una mujer en la habitación de su hija, y una foto de esa mujer en medio de un marco festivo. Ahí empezó el mecanismo: cuando todo lo que había era el recuerdo fugaz de un cuerpo, la identidad sólo podía ser (re)construida a partir de esa imagen y los relatos que quisieran acompañarla.

Como si la muerte no alcanzara, el castigo venía cifrado en el cuerpo: es lo que fue encontrado desnudo y transgrediendo el límite de lo esperable con su presencia en el lugar menos esperado. Es lo que, aun antes de que una autopsia pusiera palabras oficiales a las dudas, fue leído en términos de escena S/M: tan fuerte era el deseo de leer esa muerte desde Hollywood, que en las marcas de dedos en la garganta se leyó placer antes que violencia. Tanto el fervor por confirmar que sí, existen consecuencias morales de los actos públicamente inmorales, que enseguida sucedió lo demás. Ese resto es la evidencia de una vida que ahora todos construyen y reconstruyen como si fuera el juego del momento. Pero como eso duraba poco, también hubo más. Las crónicas y los off the record de fuentes judiciales y no tanto, los testimonios de conocidas y conocidos (anonimato o no mediante) también se encargaron de dejar bien en claro que Nora llamaba la atención todo el tiempo por ese cuerpo que era. Que era muy coqueta y agradable, que aparentaba menos edad de la que tenía y lo aprovechaba, que también ponía esmero (mucho) en vestirlo con lo adecuado para marcar status (sólo ropa de marca, sólo lo que la mostrara espléndida). Que en las fiestas llamaba la atención por lo divina y porque “nunca paraba de bailar. Tenía la sonrisa siempre dispuesta. Jamás se deprimía”. Y también: “se obsesionaba por su cuerpo y se la veía caminar o correr por la calle de su barrio con una pesa en la mano haciendo ejercicio. Aparentaba menos edad de la que tenía”.

Aparecer muerta, puro cuerpo yaciendo en plena vulnerabilidad (qué otra cosa es la desnudez frente a una mirada no buscada, como la de un vecino que encuentra por azar a una mujer muerta) no es suficiente para que los atributos de una feminidad construida en base a lo socialmente prescripto para ser deseable se vuelva bendición. De movida, y durante los primeros días, mientras estallaba la cuestión, se habilitó el diminutivo capaz de referenciar lo juguetón: no se habló de Nora, sino de Norita (con los días, y prestando algo de atención, se descubrirá que a medida que afloraron datos judiciales precisos que hablaron de un asesinato, repentinamente, la confianza se desvaneció). Todo lo que hizo de ND una mujer bien mirada en vida se vuelve rasgo negativo tras la muerte, y es que si no todo, al menos gran parte pareciera ser producto de una cuestión de timing: qué se dice cuándo, antes y después de qué otra cosa. Con la hipótesis del asesinato fortalecida, salió de la nada una prostituta: en un solo día dijo que ND la contrataba para orgías, y luego se desdijo. Nadie preguntó de dónde salió.

Que uno de los primeros datos mediáticos haya sido el de un frasco de vaselina en las cercanías del cuerpo no es casual (¿qué dirían si hubiera aparecido, digamos, una corona de laurel?, ¿que se creía Julio César?). Que las instantáneas de la vida privada de Nora que alguien (¿la familia?, ¿amigos de la familia?, ¿enemigos de la familia?) entrega a la prensa ayuden a fortalecer ese perfil no debería pasar inadvertido. Pero la liviandad a la hora de construir retratos, acusar y consolidar telenovelas informativas se ha instalado con tal fuerza que opera, prácticamente, como norma. Lo que es peor: nos hemos acostumbrado. Cuando María Marta García Belsunce apareció muerta, la primera culpable fue ella misma: era muy torpe, dijo su viudo. Cuando se mostró que la torpeza había sido dejarse meter un par de balas, se habló del pituto, y cuando eso fue insostenible, salió de la galera una aventura lésbica. En cualquier caso, la responsabilidad seguía estando en la muerta, que total no podría salir a desmentir. Todavía no se sabe nada; veremos qué pasa cuando finalmente se realice el juicio oral. (¿Apuestas?)

Decía David Le Breton en el erudito, exhaustivo y delicioso Antropología del cuerpo y modernidad que hay un más allá de la valoración social inequívoca de la juventud que rige nuestra cultura y toda identidad de géneros. El imaginario que nos dimos como colectivo, para tranquilizarnos y darnos una conciencia como sociedad, afirma en el varón “un sujeto activo cuya apreciación social está basada menos en la apariencia que en un cierto tono en la relación que establece con el mundo”, tanto como ve en la mujer “un objeto maravilloso que se degrada con el correr del tiempo”. El estatuto de objeto decorativo adorado por una mente misógina debería comprender además que en ese deseo de eternidad, de moralidad, de belleza y sumisión que alimenta y quiere vivir, anida también otra condena. “Un ardid de la modernidad –decía también Le Breton– hace pasar por liberación de los cuerpos lo que sólo es elogio del cuerpo joven, sano, esbelto, higiénico. La forma, las formas, la salud, se imponen como preocupación e inducen a otro tipo de relación con uno mismo, a la fidelidad a una autoridad difusa pero eficaz. Los valores cardinales de la modernidad, los que la publicidad antepone, son los de la salud, de la juventud, de la seducción, de la suavidad, de la higiene. Son las piedras angulares del relato moderno sobre el sujeto y su obligada relación con el cuerpo.”

Nora Dalmasso, esa muerte que la convirtió en un cuerpo cuya vida se ha convertido en un rompecabezas que todos juegan a armar (hasta el sistema judicial, interesado en una “autopsia psicológica” que todos los diarios se dieron el gusto de anunciar), es un enigma que todos –medios y consumidores de medios– dibujan y desdibujan con impunidad.

Más allá de la bonanza económica que podría diferenciar a Nora y su familia de una del montón, la figura de ND es la de una mujer común que hizo todas las tareas que manda la corrección social: no envejecer, ser bella, ser deseable, trabajar, ser exitosa y ser madre.

El mandato no perdona nada. Como decir: si hay belleza, hay riesgo; si hay desenfado, hay liviandad; sólo podría ser para saciar placeres ajenos, y si lo hace para saciar placeres propios, sólo podrían ser contra natura. Un atributo suyo bastará para inventar a Salomé; si no es evidencia no importa, si apenas tiene la mínima fuerza para sugerirla, se la dará por realizada. ¿Alguien lo pondrá en duda?

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