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Viernes, 23 de agosto de 2002
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Sociedad

Manos de padres desocupados

En el barrio 9 de Julio, de José León Suárez, partido de San Martín, se lleva a cabo una experiencia que afortunadamente no está aislada: padres y madres desocupados trabajan la tierra (en una de las 450 mil huertas comunitarias que ya hay en el país), hacen pan y crearon un comedor para los chicos y las embarazadas. Vale la pena asomarse a estas historias para comprender la enorme fuerza que brota cuando los débiles no se resignan.

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POR SANDRA CHAHER

Hace frío en el barrio 9 de julio, y es una bendición. Si el mercurio inflamara el termómetro no se podría estar en los patios ni en la calle, el olor a podrido de la basura del Ceamse y del inmutable arroyo Reconquista espantarían hasta a las moscas.
Pero hace frío, los rayos de sol convocan, y las mujeres se juntan en corrillo en el patio. A pocos metros está la huerta, y detrás de la casa el horno de barro, el primogénito de los emprendimientos de un grupo de madres, padres y abuelos que ante la tierra yerma de oportunidades laborales se propusieron “hacer para los demás”. Quieren generar proyectos productivos para salir del vicio inerte de esperar las dádivas de Planes Trabajar o Planes para Jefes y Jefas de Hogar, pero mientras eso llega, y aun si ese momento nunca llegara, lo que los moviliza es poder hacer algo por ese barrio y esa gente con la que conviven. Muy pocos de los que participan de la siembra de la huerta, en las tareas del comedor y del taller de costura tienen algún ingreso económico, la mayoría son mujeres desempleadas, solas o con maridos también sin trabajo estable. Cuando empezaron a remover la tierra de la huerta, hace dos meses, algunas no tenían ni para la leche de los chicos. Hoy tienen proyectos, esperanza, energía, y como prueba del deseo hecho voluntad los primeros retoños verdes que asoman sobre el gris seco de la tierra escurrida por el sol.
La huerta y el horno comunitarios se hicieron en lo de Hebe González. En el terreno rectangular al frente de la casa antes había una pequeña huerta de la misma Hebe y algunas plantas. Algo rudimentario, que ella ni imaginaba como el lugar donde se concretarían sus sueños. Empezaron a remover la tierra solas, alrededor de diez mujeres y un hombre, José Attianese. Cada uno aportaba algún saber que había escuchado, que había visto de chico. Un saber autodidacta guiado por la intuición de que tanta tierra tenía que ser útil. Al fin y al cabo, ése es el gran misterio argentino: tenemos tierra y hambre a la vez. Hasta que se enteraron que en la salita de primeros auxilios del barrio una ingeniera del INTA, del Programa Pro-Huerta, estaba dando cursos para gente como ellos. Ahí también se dieron cuenta de cuántos eran. No sólo un vecino acá y otro allá. Hay más de 450 mil huertas y 60 mil granjas en el país: la mayoría familiares, y el resto escolares y comunitarias, como la de ellos.
Tres o cuatro empezaron a ir a las reuniones y recibieron el kit familiar con las semillas de estación: arvejas, habas, zanahorias, lechuga, acelga, rabanitos, remolacha, achicoria. “Y ajo porro. Uy no, ajo puerro, me equivoqué, no vayas a poner lo que dije”, dice Eudelia Espíndola riendo. Todavía no hay nada para comer, hace poco hicieron el trasplante desde los almácigos y ahora hay que esperar. Mientras tanto, todos los días las mujeres salen por el barrio a pedir donaciones de loscomerciantes para darles de comer a los 70 chicos del comedor al que llamaron Las manos de los padres desocupados. La idea del comedor se les ocurrió casi junto con el de la huerta, pero recién pudieron concretarlo hace diez días, cuando el pastor de la iglesia Príncipe de Paz les cedió una parte del templo donde tres veces a la semana los chicos se sientan a comer y dos días van a buscar una porción de comida que se llevan a sus casas.


“Todo empezó con el censo que hizo el Frenapo el año pasado para saber cuántos desocupados había, cuando hicieron la encuesta para proponer el subsidio de desempleo. José, que tiene hijos que van al mismo colegio que los míos, la escuela Juana Manso, acá enfrente, trajo el censo. Ahí nos conocimos. Después se cortó todo porque vino lo de diciembre, y en marzo, abril, empezamos a reunirnos de nuevo. Todos queríamos hacer algo, algo más que estar en casa. Yo siempre quise ayudar, sentirme útil –dice Hebe, 34 años, madre de cuatro varones escalonados de 4 a 12 años–. Desde que me casé siempre quise tener un hogar para chicos y para mí fue bárbaro cuando surgió esto.” Hebe es el centro de luz de estos proyectos, y su casa es como la plaza del barrio, el centro de reuniones. “Ella tiene algo que atrae, que convoca –dice Eudelia con reconocimiento y admiración–. Lo mismo pasó cuando la llamaron para ser manzanera.” “Fue increíble -recuerda Hebe–. No tenía ni para darle leche a los chicos y me llaman. Sigo siendo manzanera, es gratis, claro.” Es flaca, fibrosa, chaqueña, hija de familia numerosa, y la única mujer de su propio hogar. “Mi familia me apoyó siempre con la huerta. Mis hijos colaboran con el riego y ahora están armando la suya propia. Como ves, acá todo es comunitario. Y el horno de barro lo hicimos con mi mamá, cuando vino de Chaco. Allá teníamos y ella sabía bien cómo hacerlo.” El horno es de barro pero sin estiércol. “¿Dónde vas a encontrar una vaca por acá? –se ríe José–, por eso se lava con las lluvias y ahora tenemos que hacerle un techito”, dice acariciando las fauces oscuras y riendo pícaro cuando saca la mano tibia y negra de hollín: “Acaban de usarlo”.
Suponían que el horno iba a ser la niña mimada de los emprendimientos, el pan que saldría de ahí daría para que comieran los chicos en el comedor, las familias del grupo, y se vendería el resto para recaudar. “Pero aumentó mucho la harina y está todo medio parado. Estamos viendo si conseguimos que alguien nos done harina. Y ahora surgió la idea de que cada papá se comprometa a vender 5 kg de pan por día. Con eso aliviaríamos un poco.” Hasta el momento, con el horno semiparado y la huerta aún sin dar a luz, el comedor se sostiene con la ayuda de comerciantes de la zona y el ingenio del maestro cocinero, Juan Carlos. Los frigoríficos Moreira y El Pueblo siempre que pueden les dan algo, y el corralón de materiales de la zona les cedió en comodato un terreno donde ya está funcionando la segunda huerta, de la que se ocupa otro grupo de papás. Pero la recorrida diaria de las mujeres pidiendo comida no siempre deja suficiente para todos. Hace unos días fueron hasta el Mercado Central de San Martín y por llegar media hora tarde ya se habían llevado todo. Ahora intentarán de nuevo pero a las 5 de la mañana. “¿Es que sabés la gente que está pidiendo? Todo el mundo –dice Eudelia–. Y en el mercado no tienen tanta producción para poder donar. Además algunos de ellos también tienen comedores comunitarios.”


Los papás del barrio 9 de Julio, en José León Suárez, están organizados en tres grupos, aunque algunos participan en más de una tarea: está el equipo de huerta, el del comedor y el del taller de costura. En la huerta se trabaja todos los días entre las 9 y las 11 y media de la mañana. A las 3 de la tarde arrancan los que cocinan en el templo, a las 6 se sirve la comida y después viene el equipo de limpieza.Y otras cinco mujeres, con Bety Erjford, una abuela de 65 años, a la cabeza, se ocupa del taller de costura, que se reúne día por medio y pretende ser el primer emprendimiento cooperativo de los que están armando. Y los sábados se dedica a la reunión de la “asamblea”. No es barrial sino grupal, de los papás que están trabajando juntos.
“En esas reuniones salió que lo más importante era conseguir comida –cuenta Hebe–. Muchos nos habíamos anotado en el Plan para Jefes y Jefas de Hogar Desocupados y no salimos, y justo las maestras de la Manso nos cuentan que los chicos cuando llegaban a la mañana se desmayaban porque, además de la vianda de la escuela, no comían nada en todo el día. Por eso hicimos el comedor vespertino. Tampoco podíamos hacerlo a las 9 de la noche porque muchos papás tienen miedo. Así que los chicos empiezan a llegar a eso de las cinco y media, seis, y se quedan hasta las siete.”
El templo Príncipe de Paz está del otro lado del arroyo Reconquista, detrás de la casa de Hebe. Son las cuatro y media de la tarde y las rejas todavía están cerradas. Es chiquito, humilde, con el típico estrado con batería para las celebraciones. En pocos minutos, los bancos se transforman en sillas distribuidos alrededor de tablones de madera y taburetes, y el templo se hizo comedor. Por ahora es así. En poco tiempo más los papás terminarán de techar y acondicionar un pequeño patio detrás del templo donde ahora sólo cocinan. Así empezaron hace quince días, con una cocinita en un cuarto sin puerta y la imaginación para transformar el patio. Hoy se quedaron sin gas y tuvieron que improvisar una parrilla con leña. Por los bordes de una olla gigante se pierde en el aire frío de la tarde el humito de un guiso de fideos. El cocinero descansa. Alrededor, papás, mamás y chicos esperan el horario de servir y limpiar. El menú es una sorpresa diaria, pero están tranquilos porque cada noche esos chicos van a tener la panza calentita y ocupada. “Tuvimos que parar en 70 porque no nos daba para más. Había 120, y entonces pusimos como límite los 12 años y también vienen las mamás embarazadas”, dice José.
José es el movilizador social y político del grupo. Tiene 45 años y está formalmente desocupado desde el año ‘93, cuando cerró el taller de carpintería que había tenido durante 17 años. Desde entonces tuvo algunos trabajos más o menos estables, y ahora hace esporádicos viajes de mensajería en moto, “pero salen pocos, porque como no hay empresas, no hay qué decir”. Tiene 5 hijos, de 7 a 25 años, con una mujer que es docente, “por eso no pude aplicar a los planes para Jefes de Hogar”. Pero no le importa demasiado. Está compenetrado con las posibilidades que se les están abriendo: emprendimientos solidarios, cooperativas, nuevas formas de organización. El fue el que llevó a la escuela el censo del Frenapo y participa del Movimiento Territorial Liberación (MTL). “En el grupo tratamos de organizarnos de acuerdo a los principios de participación de los vecinos y solución de los problemas barriales inmediatos. Pero nuestra idea es ir más allá y recuperar la dignidad del trabajo. Por eso una vez por mes nos están dando clases de cooperativismo en el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos de San Martín, y queremos que el taller de costura se transforme en el primer emprendimiento cooperativo del grupo. Después tenemos otras ideas para seguir. Es difícil cambiar la mentalidad de la gente, que dejen de pensar como capitalistas y empiecen a hacerlo desde una óptica cooperativista. Pero si te fijás, después del 20 de diciembre la gente cambió. Se recuperó la memoria, la dignidad, y la solidaridad. Ahora no te dan lo que les sobra, sino que comparten lo que tienen. Para el Día del Niño fuimos a un súper a pedir comida y nos preguntaron qué necesitábamos. Les dijimos que queríamos festejar y nos dieron 15 litros de leche. A ellos no les sobraba. Pero nosotros con eso hicimos una fiesta impresionante.” A Hebe se le iluminan los ojos con el recuerdo: “Nosotros teníamos la leche, y otra señora, por su cuenta, sehabía puesto a hacer muñequitos de trapo, uno más lindo que otro. Y cortamos la calle y vinieron grupos que actuaron. Fue bárbaro.”


Bety llegó al encuentro con su cuadernito. Una abuela suave, robusta, con una prole de un hijo, cuatro nietos y una bisnieta crecida en una panza adolescente. Ella es peluquera y costurera. Tuvo una Academia de Peluquería en San Martín que cerró hace ya muchos años y desde entonces trabajó en talleres de costura hasta que dejaron de pagarle y además se enfermó por trabajar 13 horas. Esto pasó apenas hace meses y todavía está en tratamiento. En su casa no hay ingresos fijos, salvo alguna que otra changa de su marido o su hijo, que hasta hace poco era chofer de El Tata. “Yo empecé a venir a la huerta y le consulté a Hebe qué le parecía armar un taller de costura, porque nos llegaba ropa en mal estado que nosotras podíamos reciclar para la gente del barrio. Por ahora somos cinco, una es modista, y la que no sabe nada aunque sea viene a pegar botones –dice sonriente–. Al principio habíamos puesto unas mesas acá en la puerta de lo de Hebe y vendíamos las prendas como en una feria. Vender es una forma de decir, porque pedíamos una colaboración de uno o dos pesos para el comedor. Pero ahora estamos viendo qué hacer, sólo les estamos dando a los que están dentro del grupo. Hay cosas que las remendamos, otras las achicamos, y otras las transformamos.” “La otra vez tenían unos buzos de algodón, los cortaron e hicieron pantaloncitos para los nenes”, dice Hebe con la cara iluminada. Por ahora trabajan con dos máquinas hogareñas, pero quieren emular un exitoso proyecto cooperativista de Ezpeleta y para eso estudian, sobre todo porque Soraya, otra de las costureras, tiene experiencia en cooperativismo.
Saliendo del barrio, sobre la Avenida 9 de Julio, hay un cartel grande con la foto de Evita y la frase “Donde hay una necesidad, hay un derecho”. Lanzone, 9 de Julio, Libertador, son barrios donde la necesidad abunda. No son villas, los asentamientos están alrededor de ellos. Ahí todavía hay casitas de material y alguna calle asfaltada. No hay pasillos laberínticos y en cada cuadra aparece algún comercio chiquito. Es un barrio abierto, claro, lindante con una zona residencial y arbolada. Pero hace tiempo que el trabajo se esfumó de esta zona que paradójicamente se llama Loma Hermosa. Cuando hicieron el censo para Jefes y Jefas de Hogar, se acuerda Juan, se encontraron con que “había un 70 por ciento de familias ‘desavenidas’, así las llamaron. Son familias con mujeres e hijos, los hombres no están, desaparecieron. No sé dónde están los hombres”. En la voz de Juan se percibe el resentimiento y la bronca hacia los congéneres que ante la inclemencia abandonaron hembras y cría. Por eso la mayoría de los que trabajan en la huerta y el comedor son mujeres. “En la otra huerta, que está en un barrio de clase media que recién está cayendo, la mayoría de los que trabajan la tierra son hombres. Ahí todavía las familias están enteras porque recién ahora les falta el trabajo”, agrega. Eudelia es una de las mujeres “solas” del barrio. Tiene 60 años, hace 16 que se divorció y tiene dos hijos que no viven con ella. “No tengo pareja porque no hay pares”, dice con una media sonrisa tímida, y dice despacito “les cuesta mucho...” pensando en hombres dispuestos a armar pareja. Eudelia es promotora de salud de la salita de primeros auxilios, un trabajo que hace ad honorem desde hace 10 años. Hasta marzo del 2000 cobraba el Plan Trabajar, y después, durante un par de años, sus compañeras que seguían cobrándolo hacían una vaquita para que pudiera vivir. Pero desde marzo anda como los demás: sin un peso en el bolsillo.
Son las cinco y cuarto y las calles luminosas se llenan de chicos que salen de la Manso. Muchos cruzan el arroyo hacia el otro lado del barrio. 9 de Julio es un barrio con necesidades que parte de su gente está tratando de transformar en derechos: a la comida, a la vivienda, a la protección, a la salud, a la vida cívica (las manos de los papás se estánocupando ahora también de llevar a documentar a los vecinos, sobre todo a los chicos, porque casi ninguno tiene su DNI). “Hay gente que está quedada y no se mueve de sus casas”, dice José. “Es cierto, se encierran –dice Hebe–. Pero lo más importante que nosotros aprendimos desde que nos juntamos es que en medio de la desesperación siempre hay una oportunidad.”

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