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Viernes, 9 de febrero de 2007
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teatro

Del barrio cerrado al juicio abierto

Autora de un best seller de largo aliento, editado en 2005 y reactualizado por el crimen (sin resolver) de Villa Golf, Claudia Piñeiro –anteriormente guionista de TV– se ha volcado a la escritura teatral: acaba de reestrenarse Un mismo árbol verde, una pieza que establece una dolorosa correspondencia entre el genocidio armenio y la represión de la dictadura militar.

Por Moira Soto
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1- Noemi Frenkel y Martha Bianchi.

2- Claudia Piñeiro.

Mientras que su premiada novela Las viudas de los jueves (Alfaguara) va por la décima segunda reimpresión (cerca de 100 mil ejemplares vendidos), y su pieza Un mismo árbol verde llena las funciones del Payró los sábados a las 21 y los domingos a las 20.30, Claudia Piñeiro se prepara para un nuevo estreno teatral en marzo, Verona (el tercero, puesto que en 2004 presentó la tragicomedia Cuánto vale una heladera en Teatro x la Identidad) y aguarda el rodaje de Las viudas..., que se hará en coproducción con España. C.P. –una mujer que declara su fecha de nacimiento, 1960, en solapas y programas de mano– es también autora de relatos para chicos y, sobre todo, de una incisivamente divertida novela negra, Tuya (Colihue), acerca de una mujer corta de miras, esposa conformista y madre desamorada, que se vuelve asesina por despecho.

“La gente llora mucho durante Un mismo árbol verde”, dice Piñeiro. “Y a mí no me parece mal, al contrario, pero sé que hay dramaturgos jóvenes que se molestan cuando un actor hace llorar. Creo que el teatro está también para eso. Opté por esta relación madre-hija porque, para arriba y para abajo, suele ser una de las más difíciles. Y donde hay conflicto, hay material interesante para trabajar desde la dramaturgia, la literatura, Además, lo que se cuenta en esta pieza tiene que ver con las historias de inmigrantes, en las que se destaca mucho la fortaleza de las mujeres. A mi abuela, por ejemplo, la mandaron con su hermana, dos chicas de 8, 10 años, a encontrarse con sus padres aquí. Apenas las recomendaron a otros viajeros, pero viajaron solas en barco, se cruzaron todo el Atlántico. Me imagino a mi hija de 10 en semejante situación y se me pone piel de gallina... Mi abuela había perdido a un hijo ya grande, de 50 y pico, y cuando ella se estaba muriendo después de una operación, mirá lo que decía: se me murió un hijo y el barco es muy grande...”

Uno de los aspectos más reveladores de Las viudas... es la descripción de la relación que se da entre las señoras del barrio cerrado y sus empleadas domésticas, desde una distancia que deja ver lo naturalizadas que están la inferiorización, la desigualdad, la indiferencia.

–A mí me interesa mostrar ciertas cosas y que el otro, el lector, saque sus propias conclusiones. A veces la vida nos pasa al lado y ni siquiera vemos ciertas situaciones que en teoría deberían preocuparnos. Entonces, hay cosas que podés ver cuando alguien te las cambia de lugar, como el mingitorio de Duchamp, que lo mirás por primera vez... Lo que yo intento es: detengámonos un minuto para ver esto que está sucediendo. Me parece que la escritura puede operar un poco de esta manera. Por supuesto que yo podría haber elegido mostrar otras cosas en la novela, pero me incliné, por ejemplo, por las que señalás, porque me interesa ese recorte. Pero observo que la gente saca conclusiones muy diferentes y me impresiona mucho cómo respecto de algo que yo tengo claro lo que pienso, lo que opino, se puedan hacer interpretaciones tan opuestas. En cuanto al tema de las mucamas, uno de los capítulos que me parece más fuerte es el de la remera que la empleada piensa que va a ser para su hija si la señora ya no la quiere más. Muchas personas me lo marcan así, pero no ha faltado quien me dijera: “Qué bien que está, porque viste que siempre te están mirando la ropa, te están envidiando...”.

¿Identificadas con la dueña veleidosa de la remera?

–Exactamente. Y yo pienso: qué loco que alguien lo pueda leer así. Por más que yo socialmente esté más cerca de la dueña que de la empleada, creo que la identificación en un nivel humano opera por una cuestión de valores. Hasta me han llegado a decir de los personajes masculinos: “Qué hombres éstos, lo que se han sacrificado por sus familias”. Y yo trago con dificultad, con la duda de si vale la pena aclarar algo. Inclusive, cuando se produce una discusión en torno del final del libro, advierto que mucha gente no toma en cuenta que hubo un asesinato, lo pasa por alto, pese a que esa información está clarísima. Me preguntan: “¿Un asesinato o un suicidio?”. Creo que hay un mecanismo de negación que a algunos lectores los protege de asumir ciertas cosas.

Es realmente sorprendente porque en tu novela hay una mirada sutilmente clínica, de discernimiento moral, además teñida de una ironía que no debería dejar lugar a dudas.

–Sí, yo creo que el tema de la ironía es algo muy serio. Pirandello tiene un ensayo donde dice que, para él, el humor que vale la pena, el humor verdadero, es el del artista que hace que en el mismo momento en que te estás empezando a reír, a la vez te inquietes: ¿pero cómo me puedo estar riendo de esta barbaridad? Ese es el humor que te hace reflexionar, que tiene un contenido. Y la ironía, una de las formas del humor, tiene eso: primero lo tomás como un chiste, una gracia, pero casi simultáneamente te clava un puñal. Es una buena estrategia para dirigirse a la inteligencia, al pensamiento del otro. Porque si lo decís en forma muy directa, no lo va a escuchar.

Dentro de los grados que puede tener la ironía, vos la manejás con una contención que casi roza la ambigüedad: nunca un chiste evidente, un efecto ingenioso para tu lucimiento personal.

–Quizá por eso hay mucha gente que no percibe esa ironía, según he comprobado. Creo que hay dos maneras de leer el libro: quedándose con la anécdota y que te parezca entretenido, o ir más profundamente y ver estas cosas que me marcás y que yo, efectivamente, quise mostrar. Hay quien me dice “qué libro tan divertido”, y quien me comenta: “no me divertí nada, me pareció durísimo, un panorama terrible”.

Hace falta mucha negación para no reconocer ese cuadro de un estado de cosas tan verosímil, de tanta actualidad...

–A mí lo de la actualidad me preocupa, porque la novela transcurre en los ’90, termina en 2001. Lo que se cuenta responde a un modelo de vida lamentable, que exhibe un montón de falencias, de grietas. Mi sensación era que ese modelo tenía que agotarse, que parte de la sociedad iba a buscar otras maneras de protegerse, si hacía falta, que no fueran el aislamiento, el cortarse del mundo real. Y me pasa que cuando empiezo a recorrer la Argentina y países limítrofes –Chile, Perú, Uruguay– observo que el proceso de aislamiento urbano por temor de determinados riesgos –a veces reales, a veces no tanto– recién empieza. Y es un proceso mundial.

Sí, encapsularse y desentenderse: condice con otros comportamientos inherentes al neocapitalismo. Otra faceta inquietante de Las viudas... es ver cómo se reproducen estereotipados roles femeninos y masculinos en ese micromundo. Apenas aparecen señales de rebelión en dos personajes muy jóvenes.

–Bueno, en este sentido el título del libro –que no estaba desde el principio– es una señal. Porque cuando elegís un título, también estás eligiendo una manera de leer la novela. En este caso, tiene que ver con las mujeres, que no son las protagonistas entre comillas de la historia, porque los protagonistas son los maridos. Mauricio Kartun, al trabajar una pieza de teatro, te pregunta: “¿En el cuerpo de quién pasa la obra, de qué personaje?”. Y a mí me parece que en esta novela pasa por el cuerpo de las mujeres. Aunque en un mundo regido por la economía, el poder esté generalmente en manos de los hombres.

Al trabajar los lineamientos del libro ¿te propusiste desarrollar estos roles de género impuestos culturalmente?

–Creo que en lo que yo escribo hay una cosa de género: en mi primera novela, Tuya, en Las viudas..., en Un mismo árbol verde, está muy presente. También creo que no es patrimonio de las mujeres este enfoque: en Ensayo de la ceguera, de Saramago, hay un episodio donde una mujer se deja violar para proteger su vida y la de otras personas. Al leerlo me hizo llorar, pero no tanto por lo que le pasaba a ese personaje sino por la emoción de constatar que un hombre había sido capaz de escribir un texto de esta manera tan femenina. Cuando encuentro esa mirada, esa comprensión del universo femenino por parte de los hombres en el cine, el teatro, la TV, me conmuevo mucho. Me gustaría a mi vez tener esa mirada del universo masculino.

Sin embargo, en Las viudas... hay retratos masculinos de mucho relieve del Tano, Gustavo, Alfredo y compañía...

–Es una galería acotada, creo que hay mucho más en el mundo masculino. En ciertas situaciones me obligué a mí misma a entrar en la cabeza de un personaje masculino, por ejemplo, en el capítulo de Carla, la mujer golpeada, cuando el marido va y recorre las ropas de su mujer. María Inés Andrés, guionista y directora de TV, con quien estudié, decía que hay que querer a todos los personajes, hasta al más malo. En cuanto al Tano Scaglia, la gente lo ve muy corpóreo. Para muchos, es el protagonista; para otros, la dueña de la inmobiliaria. Yo creo que el protagonismo lo tiene ese pueblo cerrado, y que el ámbito que han diseñado para vivir los define. Entre los personajes femeninos, está el de Carmen, la mujer abandonada que termina bebiendo y luego retoma su relación con la fiel empleada que el marido hizo echar. En este caso, me impacta que la gente me pida la confirmación de si ellas llegan o no a tener una relación homosexual, que es lo que se rumorea en el pueblo. Para mí, ese dato no tiene la menor importancia. Lo que me interesaba era esta idea de que la mujer que se ha quedado totalmente sola, abismada, recupere a alguien con quien puede contar, que la ve como persona, comprende su sufrimiento.

Se sabe que las mujeres van más al teatro que los hombres, que compran más libros, ¿tenés idea de la proporción de lectoras de Las viudas..?

–Una cosa que me llama la atención cuando voy a presentar el libro –hace poco estuve en la costa para dar una charla– es que el 90 por ciento son mujeres. Y algunos hombres me dicen: “No pensaba leerlo, porque con ese título pensé que no era un libro para mí, pero mi mujer insistió”. Porque está muy presente el prejuicio con la mujer, con lo femenino. Yo lo vengo padeciendo desde hace mucho: cuando trabajaba de contadora, el año que entré al estudio era apenas el segundo año en que podían entrar mujeres. Y pudimos hacerlo porque era un estudio norteamericano y en los Estados Unidos había una ley que decía que por tal cantidad de personas tenía que haber tres judíos, tres negros, tres mujeres. Los judíos ya estaban, negros acá no hay, entonces entramos tres mujeres.

Pasemos a Un mismo árbol verde, pieza teatral que protagonizan Martha Bianchi y Noemí Frenkel, bajo la dirección de Manuel Iedvabni, que fue inspirada por una amiga tuya que murió muy joven y que trató de hacer algo concreto para mejorar el mundo, Luisa Hairabedian.

–Luisa era un ser de verdad excepcional, no se trata de idealizar a una persona querida fallecida: yo sé que cualquier persona que la conoció te diría lo mismo. A Luisa se la extraña permanentemente: una mujer graciosa, inteligente, sensible, generosa, que siempre estaba atenta a todo lo que te pasaba, lo bueno y lo malo. Fue una suerte haber sido amiga de ella, muy gratificante, compartíamos muchas cosas. Ella era abogada, hija de armenios, e hizo ese Juicio por la Verdad sobre el Genocidio del Pueblo Armenio, patrocinando a su padre Gregorio. Lo presentó ante el juez Oyarbide, que lo aceptó. Se despacharon los oficios al Vaticano y otros lados. Veremos cómo sigue, pero lo importante es que ella dejó sentado un precedente muy fuerte. Como en otras comunidades que pasaron por genocidios, está la necesidad de contar lo que sucedió para que no se pierda, para que no se repita. Más en el caso de la masacre del pueblo armenio a manos de los turcos, que no ha sido reconocida oficialmente. Luisa me contó muchas cosas no sólo como amiga que cuenta la historia de su familia, porque ella era una militante del reconocimiento del genocidio armenio. Ella pensaba en la posibilidad de una película, de una obra de teatro para difundir estos hechos atroces. Quería que otras personas además de los armenios se involucraran. Luisa murió en un accidente de auto y quedaron esas tareas pendientes y el deseo de las personas que la queríamos de completar esos pasos.

En la obra, además, está el paralelo trágico con los desaparecidos, torturados y asesinados durante el Proceso, a través de dos monólogos paralelos, dichos por una madre y una hija, que a veces se tocan.

–Sí, cada una se expresa por su lado, aunque en algún momento se dude sobre si se produce el diálogo. Madre e hija sólo se ven a la mañana siguiente, al cierre, después de una noche en vela, de trabajo una, de insomnio la otra. Hay otros dos personajes femeninos, ausentes pero muy presentes, la abuela y la otra hija secuestrada y desaparecida que la madre no puede nombrar. A Martha Bianchi le toca ese relato lleno de imágenes tan vívidas, a Noemí Frenkel la parte más dura del texto, que tiene que ver con el juicio, las fórmulas legales. Pero era necesario que fuera así, porque en un punto es teatro político. Digan lo que digan acerca de que no hay que bajar línea, el teatro político no se puede disfrazar de otra cosa. Es así, para mí se terminó la discusión.

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