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Viernes, 13 de abril de 2007
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Nota de tapa

El angel devastado

Annemarie Schwarzenbach, escritora de particular lirismo, poeta, viajera tenaz, fotógrafa y también incansable buscadora de paraísos artificiales –como los que ofrecen algunas drogas–, ha sido capaz de sembrar amores a su paso y también de cosecharlos sin perder nunca su compromiso político ni el deseo de aventura con el que se topó su vida, justo en el fin, a los 34 años. He aquí un homenaje a esta mujer a la que ahora, merced a la editorial Anagrama, puede leerse en castellano.

Por Moira Soto
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En su casa, 1942

Ella tenía un rostro muy hermoso que, lo supe enseguida, me perseguiría hasta el fin de mi vida con su aire de indefinible tristeza... Frente a semejante esplendor, no pude dejar de pensar en el encuentro entre Mushkine y Nastasia en El idiota, cuando él experimenta terror, piedad, amor. Ella vestía lo más sobrio de la moda de ese verano, pero hasta yo misma me di cuenta del sello de un gran couturier parisiense. Me pidió enseguida que la llamara Annemarie y nos convertimos inmediatamente en amigas. A su pedido, la volví a ver al día siguiente.” Así describió Carson McCullers su encuentro en octubre de 1940 con la suiza Annemarie Schwarzenbach, escritora, periodista, fotógrafa, arqueóloga, cuya vida y obra comenzaron a ser recuperadas, investigadas y exaltadas en los –’90, más de cincuenta años después de su muerte acaecida en 1942, a los 34.

La genial escritora norteamericana, de 23, acababa de llegar a Nueva York gracias al suceso de su primera novela, El corazón es un cazador solitario. El hecho de que Carson estuviera con su marido no impidió que la joven se enamorase locamente de la bella y seductora Annemarie, de 32. Pero la suiza mantenía por ese entonces un tormentoso affaire con la exiliada alemana Margot von Opel, también casada (con el riquísimo industrial del mismo apellido), y no pudo corresponder a la pasión de Carson McCullers, aunque se encariñó mucho y apreció, además de su novela, las afinidades que las acercaban: ambas habían publicado su primer libro a los 23, habían dejado una prometedora carrera de pianistas y sufrido la dominación de madres autoritarias y posesivas, ambas escribían sobre la soledad y el ansia desesperada de amor. A Annemarie, en contra de toda forma de discriminación desde muy joven, la conmovió el espíritu sensible y democrático de Carson, capaz de “poner en escena a personajes negros con la misma precisión y sencillez, y en el mismo plano que a los personajes blancos”.

Corresponsal en los Estados Unidos de varios periódicos suizos, AS envió pronto su elogioso artículo sobre la autora de El corazón..., en cuya primera versión, no publicada, incluía parte de una carta que le enviara CM hablándole de sus búsquedas y metas literarias. Poco después, tiene lugar la separación de las dos amigas, y entonces Annemarie le escribe a Klaus Mann, su amigo del alma: “Pensé que estaba manejando este asunto con prudencia y tacto, pero ella está tan convencida de que soy su destino... Y ahora su marido la ha dejado a causa de esta situación. Margot tiene razón al pensar que una no es del todo irresponsable cuando suceden episodios como éste”. En realidad, fue Carson McCullers la que dejó a su esposo Reeves y se fue sola a Vermont, a un importante encuentro de escritores. A su regreso, intentó vanamente reencontrarse con Annemarie, quien le confió su preocupación por carta al editor Robert Linscott: “Me apena no estar en condiciones de hacer algo por Carson. La quiero profundamente, desearía que el mundo le resultara más fácil de afrontar, que nunca nadie le hiciera daño. Pero ella es una candidata segura a no poder admitir ciertas realidades”. Ciertamente, AS sabía muy bien, en carne propia, de qué estaba hablando.

Sin rencores, Carson McCullers le dedicaría su segunda, magnífica novela Reflejos en un ojo dorado (1941) para júbilo de Annemarie (“Que un talento tan grande como el tuyo exista, que un libro como éste sea leído, Carson querida, será una compensación para mí”, le escribió desde el Africa. “Acuérdate de los momentos en que nos comprendimos, cuánto nos quisimos. No olvides nunca esta terrible obligación de escribir, no te dejes estar y cuídate mucho”). Años después, en un ensayo, Carson McCullers anotaría refiriéndose nuevamente al aspecto de su amada, ya muerta: “Su cara era un Donatello, su fino pelo como el de un muchacho, su mirada azul oscuro te examinaba lentamente, su boca era infantil y dulce”. Y Annemarie evocaría de Carson “su rostro pálido de niña, sus grandes ojos grises soñadores, su expresión inteligente e inocente, a la vez triste y llena de osadía”.

El año próximo se cumple el centenario del nacimiento de Annemarie Schwarzenbach, nacida el 23 de mayo de 1908 en Zurich, hija de un poderoso industrial textil de la seda, Alfred Schwarzenbach, y de Renée Wille (hija del general Ulrico Wille y de Clara von Bismarck, parienta del canciller). Tercera entre cinco hijos e hijas, Annemarie recibió instrucción primaria a domicilio, en la suntuosa propiedad rural de Bocken. También aprendió a tocar el piano y equitación. A partir de 1923, estuvo un par de años en una escuela privada secundaria y empezó a escribir para la revista del movimiento Wandervogel. Luego estudió dos años en el instituto para mujeres de Fetan donde obtuvo el título de bachiller. En 1928 logró viajar a París y hacer varios cursos en la Sorbona. A los 21, publicó la nouvelle Erik en el diario Neue Zürcher Zeitung, de Zurich, donde al año siguiente le aceptaron un ensayo sobre la juventud. En 1930 conoce a personas que tendrán mucho peso en su vida como Claude Bourdet y Erika Mann –hija del escritor Thomas Mann–, de quien se enamora sin reciprocidad, aunque ambas mujeres mantienen una amistad con altibajos a lo largo de los años. En ese mismo año escribe la nouvelle Ruth y se encuentra con Klaus Mann, hermano de Erika. En 1931, termina su doctorado de historia y aparece su primera novela, Los amigos de Bernhard, mientras prepara otra obra de ficción, hoy perdida. Comienza a trabajar en periodismo y a viajar asiduamente.

A los 25, las cartas de la vida de Annemarie Schwarzenbach están echadas: asumido el compromiso antifascista, iniciada en el consumo de morfina, estrechados los lazos de amistad con los hermanos Mann con quienes comparte la actuación contra el nazismo, amistades amorosas con varias mujeres, crisis de salud agravadas por su dependencia de las drogas y el alcohol, viajes en todas direcciones, vocación indeclinable por la literatura, gusto por la investigación periodística desde los más diversos enfoques, relación muy conflictiva con esa madre tremenda que pretende modelarla como un objeto artístico a su antojo, y que no soporta que la chica (que está de acuerdo con ella en el entusiasmo por los caballos y la música) se le escurra de las manos a través de largos viajes a países exóticos y lejanos, y –sobre todo– por medio de la literatura, ese territorio donde Annemarie empieza a revelar secretos que la “generala”, deseosa de salvar la fachada aristocrática de cualquier escándalo, preferiría guardar celosamente. De hecho, buena parte de los diarios íntimos y otros textos de la escritora, muerta a los 34 por causa de una caída de la bicicleta, fueron hechos desaparecer por su madre y su abuela, dos guardianas de la compostura exterior.

En los ’90, pues, Annemarie Schwarzenbach comienza a ser redescubierta y valorada, aparece una serie de biografías, entre las cuales la de Vinciane Moescheler (2000) y la de Dominique Laure Miermont (2004) publicada por Payot, editorial francesa que ha dado a conocer varios libros de AS. Asimismo se consigue en castellano la historia de vida novelada Ella, tan amada, editada en España por Anagrama (2006), de Melania G. Mazzucco, basada en datos verídicos pero escrita en una especie de trance mediúmnico. Uno de los viajes de AS a Oriente inspiró el film The Journey to the Kafiristan (2001), de Fosco Dubini.

El torbellino de una vida

Una de las fotos más misteriosas y turbadoras de Annemarie Schwarzenbach –tan fotogénica ella sin una brizna de maquillaje– es la que le tomó Marianne Breslauer, discípula de Man Ray, en Berlín, 1932. Look de efebo a lo Tadzio (el adolescente de Muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann filmada por Luchino Visconti), poquitos años después de cruzarse con Gustav von Aschenbach: el pelo corto al desgaire, la mirada triste puesta en otra parte, la mitad del rostro en sombra. “Ella me hizo el mismo efecto que a todo el mundo con su extraña mezcla de hombre y mujer”, declaró Breslauer en 2001, poco antes de morir. “Para mí, Annemarie correspondía a la imagen del arcángel Gabriel en el Paraíso... No del todo un ser vivo sino una obra de arte.”

Es precisamente la foto que Annemarie le envía a fines de 1934 a Claude Acchille Clarac, el diplomático francés con quien se casará en Teherán, 1935, un matrimonio que convenía a ambos en esa época –a él le gustaban los hombres, quizá menos que a ella las mujeres– y le aseguraba a Annemarie la nacionalidad francesa, un posible recurso frente al ascendente nazismo. En la dedicatoria, después de señalarle que su madre Renée detestaba esa imagen debido a su apariencia un poco mórbida, pregunta maliciosa: “¿Acaso tú, querido, soportarás esa mirada? Es mi lado tenebroso...”

La poeta Catherine Pozzi, uno de los amores de Paul Valéry, conoció a AS al año siguiente de haber sido hecha esa extraordinaria foto y le escribió a su hijo Claude Bourdet (quien poco después caería flechado por la rubia fatalmente ambigua): “Cuánta gracia en ese rostro serio, aunque su mirada irradia inquietud, como solicitada por invisibles penas... Cerca de ella se tiene un curioso sentimiento de inestabilidad, como si trasmitiera el mal de Europa”. Obviamente, la poeta percibió en ella el reflejo de los conflictos crecientes que agitaban Europa.

La belleza enigmática, equívoca de la suiza viajera con sed de infinito fascinaba a su paso, provocaba comentarios de admiración, asociaciones con lo angélico pese a su conducta escandalosa, a sus amores cambiantes, a su afición a las drogas y el alcohol. El poeta Roger Martin du Gard la vio como “un ángel inconsolable” y, para no ser menos, Thomas Mann –que tenía debilidad por ella y la nombra varias veces en su diario– la describió como “un ángel devastado”.

Entre los múltiples talentos de Annemarie figuraba su destreza para tocar el piano, desarrollada desde muy chica bajo la mirada exigente de su madre, melómana fervorosa que se desvivía por las óperas de Wagner, y también por una mezzo alemana que las interpretaba, Emma Krüger, a quien había conocido en 1910 haciendo Lohengrin. Renée se rindió ante su voz y su calidad interpretativa y mantuvo con la cantante una intensa amistad ante la tolerancia de papá Alfred. Emma disponía en Bocker del mejor de los cuartos de huéspedes, que sólo ella (y el personal de limpieza) pisaba, incluida la sala de baño con grifería de plata. A casa de Annemarie caían compositores (Richard Strauss, Arthur Honegger), pianistas (Wilhem Backhaus), directores de orquesta (Arturo Toscanini, Bruno Walter). Criada en ese ambiente propicio, con excelentes maestros y muy dotada como intérprete, no extraña que la chica haya debutado adolescente en Zurich, tocando el concierto de Schumann. Su precoz virtuosismo llamó la atención de los entendidos y una prometedora carrera pareció abrirse.

Tapa de la revista “Sie und er”. Noviembre, 1942. Con Erika Mann. Venezia, 1932.

Pero en esta etapa también aparece el interés de Annemarie por la escultura (a la escritura ya se dedicaba desde niña) para fastidio de mamá Renée, quien –según le contó AS a Carson McCullers– llegó a golpearla porque contradecía sus planes, lo que la reafirmó en su deseo de soltarse de esa tutela sofocante. En el liceo, la inquieta jovencita adhiere al Wandervogel, movimiento juvenil neorromántico pro retorno a la naturaleza, de tendencias pacifistas y socialistas, que cuestiona el papel del Estado, la Iglesia, la familia, la escuela. Annemarie escribe varios artículos en la revista del movimiento, entre los cuales uno titulado El problema de las muchachas: en tono provocativo y reivindicatorio, critica la pasividad de las chicas en las discusiones, la falta de un punto de vista personal, la pereza mental. “Que los muchachos son más fuertes físicamente, es algo evidente –anota–, pero en general nosotras las mujeres no somos en absoluto inferiores a ellos.” Visionaria a los 17, exhorta a las jóvenes a emanciparse de la protección masculina, a constituir una fuerza autónoma.

Adolescente, ya hace estragos en varones y mujeres: un prestigioso teólogo, el pastor Ernst Merz, se enamora de ella y se lo confiesa en una carta, pero a Annemarie sólo le interesa mantener discusiones teológicas con él. El coup de foudre absoluto lo recibe la estudiante que ya dejó el piano, aunque no la música, a los 22, en 1930, cuando conoce a Erika Mann, de 25, linda, dinámica, irónica, segurísima de sí misma, con mucha iniciativa. Pero la hija del célebre escritor tiene una fuerte liaison con una actriz, Therese Gieshe. Annemarie sufre terriblemente por la decepción, a la vez que comprende que Erika es muy valiosa para perderla, y se hacen amigas. Una relación a la que pronto se suma Klaus, el hermano inseparable, tanto que con Erika se hacen pasar por gemelos. Para el joven, la lucha contra Hitler es prioridad dominante y Annemarie se pliega convencida.

El Berlín de los tempranos años ’30 es un paraíso a los ojos de AS: ciudad de gran efervescencia creativa, suerte de capital artística de Europa en ese momento, donde se respira el desprejuicio, donde conviven Fritz Lang, Bertolt Brecht, Marlene Dietrich, Peter Lorre, Kurt Weill, Max Beckmann..., y donde también la crisis económica se hace sentir. Annemarie escribe notas periodísticas, reseñas de películas. Viaja con los Mann a Venecia, a los países escandinavos, mientras en Alemania las elecciones legislativas marcan el avance del partido nazi. En 1932, recibe su bautismo de morfina en compañía de Klaus y Erika, con quienes lleva a cabo actividades antifascistas: apoya a ella en el proyecto del cabaret literario El molinillo de pimienta, que ofrece sketches de claro contenido crítico. Y más tarde, cuando Hitler ya ha sido nombrado canciller, se incendió el Reichstag y empezó el boicot a los negocios judíos, Annemarie –que está escribiendo El refugio de las cimas– decide fundar una revista cultural que se convierta en la voz de la oposición, de los exiliados, de los perseguidos: Die Sammlung, que dirigirá Klaus Mann. La publicación aparece el 1º de septiembre de 1933, apadrinada por André Malraux, Aldous Huxley, Heinrich Mann. Sin desinteresarse del destino de la revista, a la que seguirá apoyando y consiguiéndole fondos y colaboraciones, Annemarie decide viajar por primera vez a Persia, pero antes va a Barcelona con Marianne Breslauer. El deseo de Oriente es muy fuerte en ella y está sostenido por sus conocimientos de arqueología y sus firmes intereses humanistas. Turquía, Siria, Beirut, Bagdad, Teherán... Annemarie se siente en armonía con estos paisajes fuera del tiempo. También se muestra receptiva, en sus cartas y en sus notas periodísticas, a sus habitantes, a la situación de las mujeres, al fatalismo religioso. Vive arriesgadamente, se emborracha, se droga, visita prostitutas, pero no deja de enviar sus artículos porque su familia –su madre– le ha cortado los víveres.

Siempre dispuesta a nuevas aventuras, a su regreso acompaña a Klaus a un congreso de escritores en Moscú, en un período de relativa bonanza antes del terror staliniano. Conoce al director holandés Joris Ivens y fantasea con la idea de acompañarlo a filmar a la China.

El cabaret de Erika recibe en Zurich un ataque, al parecer organizado por Renée Schwarzenbach, y Annemarie toma partido por su amiga, aunque lamenta la ruptura casi total con su familia. Viaja a Teherán para casarse pero apenas resiste el papel de esposa de diplomático, en un acceso de malaria recibe la visita de la hija del embajador de Turquía y tiene lugar una breve historia de amor que llevará al libro Muerte en Persia. Al tiempo se recupera con otra mujer, la norteamericana Barbara Wright, fotógrafa. Ambas se van a Persépolis, una estadía feliz hasta que llega el momento de la separación porque Barbara retorna a su país. Hacia donde viajará Annemarie en dos oportunidades, en 1936 y 1938, entre una ida a Persia y otra, quedándose varios meses en cada oportunidad. En misión periodística, visita ciudades industriales, investiga la situación de los trabajadores y los problemas raciales en el sur.

Anita Forres, Gustava Tavez pasan por su vida, también algunas curas de desintoxicación, antes de que emprenda viaje a Afganistán con la célebre viajera Ella Maillart. Una vida errante pero no azarosa, de mucho –y arriesgado– compromiso político, de búsqueda de paraísos perdidos reemplazados por paraísos artificiales, de exaltación del sufrimiento que dio lugar a una producción literaria de singular lirismo.

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