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Viernes, 8 de febrero de 2008
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experiencias

La poesía está en la llanura

La casa natal de Olga Orozco está cobrando nueva vida gracias a la agitación experimental de un grupo de artistas y una especialista en su obra, que ponen énfasis en el vínculo entre ese páramo en medio de la planicie y la potencia de la poesía. Aquí, una visita a Toay, el pueblo más literario de La Pampa, el único donde podría haber llegado al mundo una escritora como Orozco.

Por Rosario Bléfari
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Un grupo de artistas y una especialista en Olga Orozco se proponen intentar expandir las influencias de su obra a través de diferentes lenguajes: música, teatro, danza, artes visuales. Los que idearon el proyecto viven en la pampa y destacan la pampeanidad de la poeta. Tal vez, el inevitable sonido percusivo de pam-pa, que siempre es como golpear un bombo, haga parecer la mención del origen como un énfasis orgulloso. Claro que los pampeanos están orgullosos de que Orozco sea pampeana y quieren que se sepa; también recordemos que el nombre de La Pampa extiende su influencia más allá de los límites provinciales por sobre todo el accidente geográfico llanura –las pampas argentinas– y, como si fuera poco, también se suman los intentos por describir el supuesto carácter de quienes las habitan para insertarlos en el complejo tejido de nuestra tan mentada identidad. Pero sería oportuno citar a Edgar Morisoli, figura del campo intelectual pampeano, quien postula la pampeanidad como un estilo que pasa más por una “metafísica de la planicie” que por una suma de costumbres o rasgos. Y en ese sentido, Olga Orozco es pampeana. Visitar la casa-museo de Toay y leer sus textos, es comprobarlo.

Orozco nació, más precisamente, en Toay, a once kilómetros de Santa Rosa. Pero no vivió toda su vida en la provincia sino apenas una parte de su infancia, hasta los 8 años, cuando la familia se fue a vivir a Bahía Blanca. ¿Entonces? No se trata de un reduccionismo absurdo que pretende atribuir a esa circunstancia de su nacimiento un significado totalizante, es simplemente un aviso para enfocar la atención sobre algo que se produce en ella en ese lugar y momento, impregnando luego toda su obra. Los estímulos que se inscribieron en la sensibilidad receptora novísima de los primeros años de vida, sin más condicionamientos que los del ser individual, adquirieron a través del lenguaje poético una calidad fugaz y perdurable al mismo tiempo. Esas primeras impresiones fueron provistas por el más representativo de los paisajes de la pampa: un pueblo ínfimo brotando de la arena entre el viento y, más precisamente, desde una especie de observatorio poético en el desierto: una casa. Es posible que haya algunas claves dispersas en ese lugar y sus alrededores para disfrutar más de su poesía y para entrar más hondo en ella. Y está el otro recorrido, el que se puede hacer a través de su obra escrita –poemas, cuentos, hasta una obra de teatro–, donde se encuentran los mismos elementos transmutados en signos que espejan el lugar hasta el infinito. Podríamos hacer el doble juego de pasear por su obra con un mapa del lugar y por el lugar con el mapa de su obra, encontrando asociaciones, ampliaciones y proyecciones.

Poniendo el puntero en el preciso lugar, llegamos a Toay, nombre araucano que lo asocia a “rodeo” en el sentido de “dar vueltas, rodear”. Hace aproximadamente un siglo, un manantial rodeado de caldenes se ubicaba cerca de la población actual, un manantial que con el tiempo se secó. Para acercarse había que hacer un rodeo. Toay se encuentra a 11 kilómetros de Santa Rosa, capital de la provincia. Hoy en día el camino que va de una ciudad a otra se encuentra tan poblado –en su mayoría por casas con pileta, más y menos caras– que las ciudades parecen prácticamente unidas. Pero en aquel entonces “...era un lugar con rebeldes entrecruzamientos de ramajes, con montes, con espacios desiertos, arenales misteriosos” recuerda Olga en Travesías, un libro de conversaciones con Gloria Alcorta compilado por Antonio Requeni (Sudamericana, 1997). Toay era un pequeño pueblo enclavado en una zona medanosa. La casa estaba rodeada por tamariscos, esa planta que frena un poco los vientos, la arena que traen, y que pretende lo imposible: “fijar” los médanos. “Teníamos una casa quinta grande, con frutales y jardines, y yo era una niña bastante imaginativa...”, cuenta en el mismo libro. El padre de Olga llegó de Sicilia alrededor de 1900, eligió esa zona para instalarse, compró bosques y tierras, se dedicó a la explotación de la madera y se casó con una joven puntana que vivía en Santa Rosa.

Hoy en día la casa sigue de pie en el mismo sitio, rodeada por magnolias, frutales jóvenes y algún árbol centenario. Aún conserva parte del cerco de tamariscos que Orozco menciona en el título de uno de sus escritos, una especie de poema en prosa introductorio que abre el libro También la luz es un abismo (1995), contestación, segunda parte o reverso de La oscuridad es otro sol (1967). En ese texto se condensan, exhiben y explican las figuras clave: el cerco de tamariscos que se cierra por completo, la casa errante “con la que siempre tropiezo en todas partes” y que por las noches vaga lentamente como un barco llevando a los que la habitaron; la arena, devoradora de la lluvia; la única nevada; la tormenta furiosa, el viento –“dios excesivo, del que ni siquiera se reniega”–, los cardos rusos que crecen al rodar, la llanura. Una y otra vez estas “cartas” son barajadas y vueltas a tirar en los escritos de Orozco.

A diferencia de otros escritores, en ella la regionalidad no se determina por la nostalgia o la exaltación. La constelación de imágenes conforma un complejo cifrado que se nutre de muchas aguas: las de sus lecturas, que luego emerge de su particular forma de trazar las asociaciones, de hablar con ellas como unidades de sentido fulgurantes. ¿Hablar de qué? De estados, de presencias invisibles, de transformaciones, superposiciones de tiempos, los aspectos inusitados de esta realidad que ella consideraba “apenas un relámpago de lo invisible”. Y es emocionante comprobar que muchas de esas imágenes tienen correspondencias en ese lugar donde sigue la casa y que hoy es un museo. Sigue allí, parte de un pueblo más grande ahora, pero que es fácil imaginar más vacío, menos asfaltado, más solitario. Es la hora de la siesta en el mes de enero, no hay nadie caminando por las calles anchas, salvo tres adolescentes sentados en los bancos de la plaza, que escriben cada uno en su celular y parecen estar hablando de esa manera silenciosa. Enfrente de la plaza está la escuela a la que asistían Olga y su hermana. Una escuela rodeada de un jardín y construida como se hacían los edificios de entonces, para siempre. Claro, primeros en el medio de la nada, eran edificios fundantes: La escuela. Y lo mismo parece la casa de los Orozco, como si alguien hubiera pensado “y ésta será La Casa de La poeta”. Con sus palmeras en la entrada, elegante, sencilla, es una casa importante pero también modesta. Adquirida para el municipio de Toay, fue inaugurada como museo en 1994 y conserva su estructura principal en forma de letra I mayúscula, los pisos de madera y el hogar a leña. Pero está re-armada con las edades cruzadas, por ejemplo, están los libros que fue adquiriendo durante toda su vida en una biblioteca vidriada y catalogada que se puede consultar, fotos de distintas épocas, objetos personales de sus días más cercanos como los esmaltes de uñas –escala de rojos intensos– sobre una cómoda, su cama, ropas, un sombrero exótico al lado de una foto de ella con el mismo sombrero, una pequeña colección de piedras al lado del hogar, su escritorio con la máquina de escribir Olympia, los papeles con membrete personal, otros papeles escritos a mano con listas de palabras que parecen ejercicios de escritura, la primera edición de Losada de Desde lejos. Todo fue llevado hasta la casa por Luvi Díaz Maison, uno de los últimos amigos de la poeta.

Al entrar, quien lo haga con el mapa de su obra aunque más no sea mínimamente sostenido en la memoria, detecta los puntos de vista de todas aquellas visiones que Orozco se encargó de alimentar y recolectar. La reja que se abre hacia adentro, las ventanas que dan al jardín, el piso crujiente, el sol abrasador allá afuera, la sombra más fresca adentro, el aljibe. Sus objetos exhibidos, algunos en vitrinas y otros al alcance de la mano, dan la sensación de que ella podría regresar a esta escenografía cuando el museo se cierra y la casa empieza a navegar la noche. Sus libros se ven actuales, cercanos, como los de la biblioteca de una amiga o de alguien conocido. Deben estar las primeras lecturas que provocaron en ella una vibración, como Baudelaire, Poe, Leopardi –que le leía su padre–, Quevedo, San Juan de la Cruz, Lord Dunsany, los novelistas rusos, aquellos que fueron leídos con una linterna debajo de las sábanas porque no le eran permitidos; las que se fueron agregando después: Rimbaud, Milosz, Rilke, Mallarmé, Nietzsche, Hölderlin, Kafka, Nerval, Lautrémont, Daumal, Artaud, y allá veo esos poemas de Michaux en castellano de Fabril Editora que he visto en tantas otras bibliotecas personales. Y también llego a ver uno de Paul Auster de Anagrama, esas ediciones de los noventa que me recuerdan que hasta hace poco estuvo de este lado del mundo. Una sugestión clara como el resplandor que azota la llanura y obliga a entrecerrar los ojos, inquietud alucinada, sabiendo que en esta casa una niña poeta afinó sus sentidos hasta percibir a quienes se han ido y a quienes no han nacido, a quienes fuimos, somos y seremos, y supo hablarles y escuchar su paso, me asegura que está aquí y en muchas otras partes por donde reverberen sus palabras. Larga vida entonces a la viajera de los tiempos.

La experiencia Orozco

Albertina Sales y Silvio Tejada (Manifiesto sur realista, realizadores y artistas de fotografía, video, instalación y escritura) hicieron en 2002-2003 un documental sobre la infancia de Olga Orozco llamado Había una vez. Basándose en entrevistas y recorriendo algunos lugares donde ella anduvo, Tejada y Sales advierten que la dimensión de la poeta se extiende más allá del relieve conocido y lamentan la insuficiente atención que recibe su obra, especialmente en su provincia. Se la conoce pero no se la lee lo suficiente ni se termina de aceptar cómo su poética contribuye a la construcción y visualización de una escritura de la zona. Una de las entrevistadas en aquel documental, Dora Battistón, escritora, docente e investigadora entusiasta de la obra de Orozco, es quien termina de ampliarles la idea. Por estas razones presentan juntos un proyecto de extensión universitaria en la Universidad Nacional de La Pampa que tiene por objetivo la difusión de su obra a través de otros artistas, quienes la tomarán como punto de partida y cuentan con absoluta libertad para hacer la devolución que gusten. El proyecto es aprobado y es el primero de carácter cultural dentro de Extensión Universitaria. Battistón es la directora académica y Tejada y Salles están a cargo de la organización, seguimiento y registro audiovisual. Los artistas convocados son de La Pampa: Silvio Lang, autor y director de teatro que vive en Buenos Aires; Laura Jáquez, Daniela Rodi y Griselda Carassay, artistas plásticas; Juani De Pian, músico; Nadia Grandón, que trabaja en el área de danza-teatro y video; y Pepe Marriot en arte digital. El resultado final dependerá de cómo cada uno pueda relacionarse con la obra de Orozco, y cada paso de esa relación es lo que intenta capturar el documental donde cada artista tiene un capítulo que podrá verse como una unidad independiente. No esperan exclusivamente una transformación de lo literario en hechos artísticos de distintas disciplinas, que serán bienvenidos, sino algo incluso menos explícito pero que implique un teñido, una travesía, un involucramiento con la obra de Orozco por parte de creadores que se relacionan a su vez con el mismo entorno. Es decir que hagan la “experiencia Orozco” y que no salgan de ella siendo los mismos que entraron. La consigna sería la entrega, dejarse influir, para que la obra de Orozco se actualice en otros lenguajes como un eco, no como una reconstrucción o cambiando de soporte. Otro motivo por el cual les interesa a los propulsores de este proyecto de reconocimiento de Orozco y la difusión de su obra tiene que ver con el incentivo que significa para los escritores de la zona contar con una coterránea de semejante riqueza literaria, premiada con el Rulfo, con quien comparten elementos del imaginario. Y que el interés por Orozco arroje luz también sobre un espacio literario existente, semioculto, distinto de otros y presente. Es un objetivo, también, que escritores como Bustriazo Ortiz, Juan José Sena, Edgar Morisoli, Miguel de La Cruz, Diana Blanco, la propia Dora Batistón y otros tantos escritores pampeanos sean descubiertos por la curiosidad interesada por escrituras que están en todas partes, que nos rodean, insospechadas, en tanto implican distintas metáforas, musicalidades, construcciones únicas provenientes del encuentro único de los individuos con su entorno.

La sibila

Desde hace 15 años, Dora Battistón, quien también escribe poesía, trabaja en el estudio de la literatura local. Un amigo escritor, Juan José Sena, le insistía para que incluyera a Orozco en sus estudios, pero ella no podía dejar de verla como una escritora de Buenos Aires, dentro de un panorama metropolitano. A principios de los ’90 empezó a leerla de otra manera. Se había reabierto su casa de Toay y Olga viajó para hacer la presentación de su último libro, También la luz es un abismo. “Aquella presentación fue un momento fuera de la realidad”, asegura Dora. El comedor de la casa fue el escenario. Un rato antes de la lectura Olga se sentó al lado de la ventana que fuera la de su dormitorio, la misma ventana desde donde vio aquella nevada única que aparece en sus escritos. Allí estaba repasando sus textos como si hubiera hecho finalmente un enroque de tiempos y edades. Dora la conoció y charló con ella en distintas oportunidades en las que Olga volvió a La Pampa, la entrevistó en la radio donde hacía un programa junto a su marido, el músico Guri Jáquez. Recuerda su voz grave y fuerte, y su gran carisma. En los momentos más íntimos de charla, fuera de las actividades pautadas por la honorable visita plagada de conferencias y entrevistas, supo también del dolor –”desolación absoluta”– que la abatía por la pérdida de Valerio Peluffo, con quien estuvo casada veinte años. Ella decía que fue el “más marido”. La llamaba cariñosamente “Amora”. Compartían todo. Al mismo tiempo, él, que era arquitecto, había hecho hacer una entrada independiente en la última casa para no molestar cuando llegaba si ella estaba en alguna reunión con sus amigos literatos o artistas. No había en ella un planteo de rebelión femenina, de enfrentamiento entre los sexos ni tampoco la complementariedad, sino que postulaba la distancia absoluta entre ambos, un abismo infranqueable.

Dora escribe una tesis doctoral, pero la lectura continuada de Orozco la obliga a cambiar de perspectiva a medida que la estudia, “es una lectura evolutiva”, dice Dora. Una puerta que ha encontrado es el acercamiento desde lo mitológico. “Es que los textos remiten a ciertos espacios mentales tal vez arquetípicos, cuyos desarrollos adquieren formas mitológicas”, comenta. Siguiendo ese hilo se encuentra con una fusión de elementos de lo más diversos: bíblicos, grecolatinos, gnósticos, orfismo y existencialismo en el plano filosófico, una múltiple simbiosis de fondo, difícil de abarcar, un mosaico de posibilidades. Dora habla con entusiasmo y agrega que Orozco leyó mucho historia de las religiones, tenía una curiosidad intelectual muy grande y siempre un vínculo con lo trascendental. Su poesía es la interrogación permanente que está a la espera de una respuesta que sólo podría venir de otra dimensión, un asedio a lo divino, a lo sobrenatural, para que hable. Su primer paisaje modelador del pensamiento fue este paisaje, el paisaje de las preguntas. Todos los elementos están dependiendo, en un modo abstracto, del enclave en la llanura, de la mirada que parte de allí para llegar a todas partes. Por eso la vinculación es real, aunque hable también de otras geografías, porque hizo de la región universo.

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