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Viernes, 6 de junio de 2008
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talk show

Todo para vender

Por Moira Soto
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Si no fuera por la ropa, las máquinas de escribir, los coches, se diría que la brillante serie norteamericana Madmen, actualmente en pantalla, transcurre en los ‘80, en los ‘90, incluso en esta primera década del siglo XXI. Pero el arte es tan riguroso, tan perfecto en los detalles que te recuerda a simple vista, en un instante de cualquiera de sus capítulos, que estamos en los comienzos de los ‘60. Asimismo, ciertas referencias históricas, como el lanzamiento de la campaña Nixon-Kennedy, aluden a esta época, al igual que el prejuicio hacia negros, judíos y mujeres puesto de manifiesto sin remilgos por algunos de los personajes masculinos blancos. Pero el mundo codicioso, competitivo y despiadado que se describe a partir del grupo humano que trabaja en una agencia top de publicidad, las relaciones entre las distintas castas de ejecutivos y empleados, el consumismo compulsivo, la situación de las mujeres en los suburbios a cargo tiempo completo de la casa y los hijos, configuran aspectos de una realidad de hace casi 50 años que resuenan en la actualidad.

La silueta dibujada de un hombre de traje negro que deja el maletín en una oficina va hacia la ventana y empieza a caer ralentadamente entre frentes de rascacielos tapizados de enormes avisos de medias de mujer, de bebidas, entre los que no falta la estampita de una familia feliz. Así, con la impronta de Saul Bass, los títulos marcan la tonalidad oscura y desencantada de esta serie, apenas aligerada por la ironía, que en su primera temporada de 13 caps (es decir, la que se está pasando localmente), se ganó dos Globos de Oro importantes. Aunque escrita y dirigida por distintos/as guionistas y realizadores/as, Madmen (apelativo que se daba a los hacedores de publicidad en aquel tiempo) deja entrever el tatuaje de Mathew Wiener, su creador, uno de los libretistas y también productor de Los Soprano. Y si bien Weiner declara que tenía in mente esta serie antes de que se empezara a hacer la de los mafiosos, se podrían detectar en Don Draper, el director creativo de Madmen, algunos rasgos de Tony Soprano, aunque en el mundo de la publicidad sólo se pisen cabezas en sentido figurado y la buena comida ocupe un lugar menos sustancial. Al igual que en la exitosa producción protagonizada por James Gandolfini, en Madmen el óptimo casting fue elegido entre actores y actrices poco conocidos.

Un poco antes de que María Elena Walsh cantara “Ay, que vivos son los ejecutivos” (después de avisar en el prólogo que “el mundo nunca ha sido para todo el mundo”) ya en la agencia Sterling & Cooper, de Manhattan, había señores muy trajeados que tenían la sartén por el mango (y el mango también) para decidir y regir los gustos del público consumidor, cumpliendo de este modo las exigencias de sus poderosos clientes. En dicha agencia, según esta ficción televisiva, se podían crear argumentos para vender desde cigarrillos hasta rouge para los labios. Naturalmente, las mujeres fueron especialmente manipuladas en esta época del auge de la publicidad y el consumo: mientras se gestaba el movimiento feminista y Betty Friedan escribía La mística de la feminidad (publicado en 1963) donde detallaba el malestar sin nombre de tantas amas de casa suburbanas, los avisos incitaban a las mujeres a cumplir eficientemente las tareas domésticas y a mantenerse jóvenes y atractivas para oasis de sus asalariados maridos.

Betty, la bonita mujer de Don, madre de un niño y una niña, con su peinado prolijo, sus faldas plato y sus ballerinas, es una de las víctimas de esa publicidad que le promete una felicidad que a ella le escurre, aunque trata de hacer todos los deberes. Pero ella, sin que los médicos encuentren una causa física, cada tanto pierde el control de sus manos. Trudy, la casada con el trepador Pete, recién llegado a la agencia, es la típica esposa presionadora que quiere tener más, mudarse a Manhattan, vivir por encima de lo que gana su marido. Las chicas de la oficina cubren puestos secundarios, aunque Peggy, la modosa secretaria de Don, menos mosquita muerta de lo que aparentaba en principio, se va a destapar con un ingenioso eslogan para lápiz labial. En el barrio de Betty no es bien vista la llegada de Helen, divorciada, dos hijos, vendedora en una joyería, que hace su vida.

En Siempre hay un mañana, film de Douglas Sirk hecho en 1956 que se puede mirar la semana próxima por el cable, pocos años antes de la fecha que marca el comienzo de Madmen, un empresario agobiado por la rutina en el trabajo y en su casa, ha inventado un robot de juguete que en realidad lo representa. El tipo intenta reavivar el romance con su mujer, ama de casa intachable autómata con dos hijas y un hijo adolescentes, y se topa reiteradamente con las excusas domésticas de ella. Cuando aparece en el lugar un antiguo amor del hombre (la fascinante Barbara Stanwyck) encendiéndole ilusiones adormecidas, ahí sí la alarmada familia unida se confabula para retenerlo. Un cierre hollywwoodense que no logra opacar la mirada crítica del director sobre lo denominó años más tarde en un reportaje, “la convencional, decrépita, corrompida familia norteamericana”.

Madmen, los martes a las 19.45 por HBO
Siempre hay un mañana, el jueves 12 a las 14 por Retro.

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