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Viernes, 12 de septiembre de 2008
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Teatro

Estado de gracia

Su interpretación de Rose, una dama judía de 80 años proveniente de una aldea rusa que atraviesa el siglo XX –con escalas en el gueto de Varsovia y el Estado de Israel, antes de recalar en Miami Beach–, ha dejado sin adjetivos a la crítica teatral. Feliz y agradecida, Beatriz Spelzini no pierde su eje de actriz off farándula, que sabe que el éxito es azaroso y que el teatro es el lugar al que siempre quiere volver.

Por Moira Soto
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“Estoy como asombrada, todo va muy bien, pero yo ya estoy pensando en volver a entrenar el año que viene, también voy a darme el lujo de aprender canto”, dice Beatriz Spelzini con esa sencillez que la caracteriza, refiriéndose a este gran momento que atraviesa gracias al suceso de Rose, la pieza de Martin Sherman traducida por Cristina Piña, adaptada y dirigida por Agustín Alezzo. Acaso esta magistral interpretación logre que por fin las entidades que conceden anualmente premios se dignen considerarla ganadora y no sólo habitual candidata, como ha venido sucediendo hasta el presente, durante más de tres décadas de impecable trayectoria teatral yendo de Wedekind y Chejov a Discépolo y Arthur Miller (más algunas temporadas de TV y varios film en años recientes). Por supuesto que Spelzini, despegada de toda forma de lobby y de vida de farándula, no menciona esta increíble ausencia de galardones en su carrera: ella está demasiado consagrada a perfeccionar su rendimiento como para aplicar sus energías a competir en la feria de vanidades.

“Me siento afortunada por haber podido cumplir mi vocación, pero nunca me interesó ser una actriz mediática, vender una imagen... A mí me gusta la vida del teatro, sus rituales, estar en el camarín, encontrarme con mis compañeros... aunque en esta oportunidad no tengo a nadie, únicamente a la asistente que está ahí cuidándome”, señala la intérprete de esta obra que convoca a todos los públicos, pero que encuentra un eco especial en gente de la colectividad judía, “que se emociona mucho. Sobrevivientes con los que estuve antes de estrenar que me han abierto sus casas, me invitan a comer. Pasó una cosa muy buena con un sobreviviente, abuelo de una amiga mía, que jamás había querido hablar de lo que le pasó, aunque su familia desde luego lo sabía: después de ver la obra, empezó a contar, quebró ese silencio. Cuando me lo dijeron, celebré el poder del arte, del teatro que puede traspasar esas barreras, resonar tan profundamente en las personas... De todos modos, yo querría que, más allá de los detalles particulares, en Rose se viera lo universal que propone, su mirada humanista sobre la intolerancia, la violencia, el desarraigo forzado”.

¿Cómo te resulta esa soledad sobre el escenario, con una escenografía mínima, sosteniendo un extenso relato que toca una amplia gama de emociones?

–Es raro esto de estar sola, y a la vez te da un enorme poder cuando el público te responde. Entonces te sentís con derecho a estar ahí. Vale la pena hacer la experiencia. Creo que estaba escrito que yo tenía que hacer un unipersonal: ya en 2002, Sanchís Sinisterra me esperó a la salida del teatro para ofrecerme una obra de un solo personaje. La leí, me dio los derechos, la empecé a preparar, se postergó por un tema de producción y luego, por razones personales, no la pude hacer. Pero el año pasado apareció Rose. ¿Cómo hago esto yo sola?, fue lo primero que pensé cuando lo leí, no sabía si iba a poder memorizar tanto texto.

No se diría viéndote en escena transfigurada en Rose que tuviste esa duda...

–Es que ahora ya lo estoy haciendo con bastante facilidad, casi me sorprendo considerando lo que me costaba al principio toda esa tirada. De verdad, no sabía si me iban a dar las fuerzas físicas, la concentración, si iba a poder ir y venir en la emoción con todo lo que yo quería ponerle al personaje. Pedí una semana para trabajar el texto antes de responder. Tenía miedo de que el texto no se dejara y sabía que mi nombre solito no iba a convocar.

¿No exagerás un poco? Sos una actriz de sólido prestigio.

–No, no, te lo digo sinceramente. Tal vez Rose cambie un poco las cosas, si el boca a boca se produce por mi trabajo, por el de Agustín que está en ese hilo invisible que sostiene el relato que no tiene una acción dramáticamente clara, no cuenta con ese apoyo. Trabajé mucho, ensayábamos tres horas diarias. Después me iba a mirar documentales o a encontrarme con sobrevivientes o con alguien que me dejara imaginar un acento, que yo quería que fuese más bien la evocación de un acento. En algún momento, pensamos en usar maquillaje pero nos dimos cuenta de que se iba a notar y que, en realidad, la magia se produce cuando digo “tengo 80 años” y la gente entra y yo también en ese juego.

Lo tuyo funciona tan bien porque es de un minimalismo extremo, de una economía rigurosa, con algún pequeño tic como tocarse el ruedo de la falda...

–Eso fue lo que buscamos. Lo del ruedo lo saqué de mi abuela, de la época en que se usaba enagua y había que fijarse si se pasaba la puntilla o si se pegaba a la pollera. Me agarré de esas cositas para dar un comportamiento. Por otro lado, reconozcamos que hoy las mujeres de 80 no son esas viejitas frágiles y encorvadas de antaño, están muy bien.

¿Rose se las arregla siempre para salirse con la suya?

–No siempre, pero yo creo que gana su última batalla cuando logra despedirse como ella lo deseaba. Una batalla ganada a tanto dolor, a tantas pérdidas, Se va como quiere irse. Después de tanto trabajo, es como si Rose se hubiera independizado: llego al teatro y me encuentro con esta mujer. Por supuesto que para sacarme el miedo al escenario me lleno de fantasmas favorables, porque nunca es fácil. Una puede decirse: bueno, tengo 30 años de oficio... pero no.

¿Cuándo se instaló el acento?

–Desde el comienzo. Después lo fui chequeando y encontré que el mío no era tan exacto, pero tampoco quise hacer una copia fiel. Desde la primera lectura le dije a Agustín que si no lo hacía con algún acento, con lo que yo recuerdo de Hedy Crilla –más alemán, sin duda– no me aparecía el humor. Al director le pareció bien y yo creo que fue un acierto. Me crié en un barrio donde había muchos acentos: en la misma cuadra vivían alemanes, italianos, rusos, españoles. La mezcla era como un gran acento, lo extranjero, lo que venía de lejos, que traía historias. Para mí, la manera de llevar a escena esta obra –para que cuando duele se atenúe el dolor, y cuando surja la sonrisa se produzca una distensión– tenía que asemejarse a una acuarela de pinceladas sueltas de distintos colores que completara el espectador con su propia historia. Porque todos tenemos relatos familiares vinculados a la inmigración, de gente que vino escapando del hambre o de la guerra.

¿Tenés un compromiso especial con Rose?

–Esa mujer habla de su vida y yo tengo que poner lo que le sirve de la mía, lo que pude agregar de todo lo que me contaron, lo que vi en documentales como Noche y niebla, Shoa... Me pasaron narraciones de la vida del gueto de sobrevivientes que fueron a Entre Ríos. Jack Fuks vino a ver la obra, se emocionó mucho, me regaló su libro de reflexiones acerca de lo que vivió. A veces tengo que parar un poco con estos temas porque me afectan. Es algo atroz que no terminó con el fin de la guerra: prácticamente ningún país dejaba entrar a los judíos. Lo que te desespera del nazismo es esa cosa tan sistematizada, convertida en rutina... Pero bueno, también existen personas como Rose que pese a sufrir experiencias límite, mantienen su sensibilidad, su solidaridad. Yo confío en que pase esta moda actual de desentenderse del otro y que entremos a una etapa más humanista, de respeto por las diferencias. Creo que en Rose hay cosas que el autor deja premeditadamente abiertas, aunque se cierra la historia de esta mujer en la cual el mal no ha podido triunfar sobre el bien. Ella sigue confiando, queriendo a la gente, tratando de comprender a los jóvenes, defendiendo ciertos valores.

Ella es una judía que si bien se aferra a algún ritual, pierde la fe en Dios, va dejando de lado ciertas tradiciones, cree en el valor de la vida humana más allá de nacionalidades y no pierde ese humor que remite tanto a la tradición judía.

–Sí, hay algo del espíritu de los cuentos de Scholem Aleijem esta presente. Tienen mucha gracia las descripciones que Rose hace de su madre y su padre, comparando a la primera con una santa –aunque los judíos no tienen santos–, y del segundo contando con amable ironía su decisión de enfermarse y quedarse en cama durante años mientras todo el mundo lo visita, le trae remedios. En realidad, este hombre debía tener una depresión enorme. Lo interesante es que a ella se le mezclan sus recuerdos con toda la mitología y la iconografía que alimentó, por ejemplo, el cine. Entonces, reconoce que no puede distinguir entre lo real y lo que vio en El violinista sobre el tejado. Y esta ficción se ha mezclado con mi propia vida: cuando habla de esa aldea con sus caminitos de barro, es como si yo reconociera el lugar. Porque mis abuelos eran del campo y en su pueblo también había una mezcla, en este caso de cristianismo con supersticiones locales. Cuando trato de remontarme a lo que despertó mi deseo de ser actriz, llego a los cuentos de mi abuelo sobre Italia que me hacían soñar sin límites. Así como también le debo parte de mi oficio a la formación religiosa en el colegio donde estudié, con un lindo teatro donde yo solía ser el Niño Jesús, el ángel principal. Si hay algo que recuerdo con placer de ese colegio, es haber estado en ese escenario, claro que casi siempre con sustento religioso. Sería buenísimo que en las escuelas se hiciera más teatro.

Bueno, la liturgia católica es muy teatral.

–Sin duda, están las imágenes, la misa, el vía crucis, el paraíso, el purgatorio, el limbo, que cayó en desgracia... Aunque hayas dejado de pertenecer, no podés negar esa parte divertida y mística de la religión católica. Ahora comprendo que las plegarias, el rosario cumplían una función, una forma de meditación, de mantra. También veo el sentido de rezar antes de ir a dormir, hacías la escena pacificadora y eso te permitía entrar en el sueño reconfortada.

¿Rose te encuentra en el momento justo para asumir un personaje tan exigente?

–Diría que sí. Me han pasado cosas en los últimos años que me llevaron a vaciar la mochila de todo aquello que cargaba sin necesitarlo realmente, tratando de quedarme con lo esencial. Por suerte, aligeré mi equipaje en más de un sentido y me siento más libre. Ahora estoy usando ropa de diez años atrás porque me gusta, la combino como se me da la gana. Me resisto al consumismo, a los precios excesivos, a la imposición de la moda. Parecerá una pavada, pero son cosas que te liberan, te ayudan a ir mejor por la vida. Te pongo otro ejemplo: con mi hija, que tiene 20, decidimos prescindir de la televisión por ahora.

Aunque estuviste en un programa popular de la TV, zafaste de convertirte en una figura mediática.

–No hice ningún esfuerzo especial, simplemente no lo busqué, y por suerte no me buscaron. Creo que con tu actitud podés enviar algún mensaje claro. Y cuando me volvieron a llamar de la televisión, yo estaba enganchada con las clases, ya no quería invertir mi tiempo en una tira, prefiero un unitario. Si no, mientras pueda vivir con lo necesario, prefiero hacer mi trabajo en el teatro, donde el techo es más alto, hay otras posibilidades de crear, se respira otro aire. Viví mal la popularidad que daba Montaña rusa, la padecí. No me gustaba salir a la calle y que no hubiera lugar donde dejaran de conocerme. Ojo, no es que yo no sea ambiciosa, pero mi ambición es otra: ser cada vez mejor actriz. Sé que tengo que trabajar a conciencia para lograrlo. Pero no a través de la figuración, del divismo, Quiero que sea por mérito profesional propio. Y si no llego a ganarme ese lugar, no importa tanto: también tengo esa ventaja porque yo estoy enamorada de mi oficio, entonces mientras lo practico, tengo asegurado el disfrute. Sé que fundamentalmente soy actriz, después docente. Nunca me he dejado estar: en los momentos difíciles, cuando no tenía trabajo en el teatro, he dado clases en countries, salía a volantear de noche para armar grupos de teatro. Así como este año se produjo algo maravilloso con Rose, acaso el que viene hago otra obra con una respuesta menos favorable de los críticos, del público. Pero debo contar con esas contingencias, preservar la integridad con el entrenamiento, la lectura de materiales, cierta escala de valores. Es cierto que no me voy a hacer rica por este camino, pero me siento de acuerdo conmigo misma, tengo una profesión que amo, encontré grandes maestros en esta travesía.

Rose, de jueves a sábados a las 20,
domingos a las 18, a $ 50 y $ 35,
en Maipú Club, Esmeralda 443, 4322-4882

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