Ellos veÃan o imaginaban en sus imaginaciones enfebrecidas por el hambre de todo calibre, las altas torres barriales del barrio privado de los nominados bien nacidos. Ellos, los miserables de VÃctor Hugo, atisbaban las alturas que acaso no fueran tan elevadas, con atención fija de ojos arriba, que les mareaba el cerebelo al punto de rodarlos en el lodazal de sus orÃgenes.
Una jovencita y otra y otra que las brujas de Salem caminan o vuelan en sus escobillones, jovencitas del alto muro lujosas de afuera adentro, es decir, de ropaje y exquisiteces deglutidas hubieron la idea: denunciaremos al morocho de abajo por violación de intimidades. Y creció el impulso barrial de buscar al violador de las cotorras.
El denunciado fue apresado y torturado sin par. Primero por ejercer la técnica del mal de ojo. Segundo: agravada la técnica del mal de ojo por destrucción de herméticas virginidades.
El oscuro habitante, el villero, adolescente éste, sufrió silenciosamente los acosos, mas a los acosos estaba acostumbrado dada su posición miseranda y humillante. Y perdió no solo las ganas de mirar arriba, perdió los ojos y fue un gatito ciego entre los gatitos ciegos del universo vil. A las señoritas del alto, delatoras en apariencia, victimas sÃ, se sumaron tantas manos estañadoras de aplausos y escandalizadas por las violaciones de las virginidades torrenciales, que cuando la mentira es grande hasta un mitómano duda de la veracidad propagada por el enhiesto cerradÃsimo. Aquellas chicas del alto se opinaron que los humilladÃsimos parecÃan gatitos ciegos, y en esto no mentÃan. Ellos ya ni olerÃan desde el bajo el tufillo de los asados en las plazoletas privadas y carecerÃan de cualquier contacto que les permitiera entender el significado del vocablo privilegio de los privilegiados.
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