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Viernes, 9 de enero de 2009
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crónicas

La niña bonita

Por Juana Menna
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Hasta último momento, Sheila no tiene mucha expectativa con sus quince. Sus amigas, sí. Sus amigas sueñan con tener hijos desde que jugaban con Barbies mientras Sheila les quitaba los bracitos y las piernas de plástico para espiarlas por dentro: ella quiere estudiar medicina. Debe ser por eso. Sus amigas le dicen que es mejor contarle las costillas a un hombre que a un esqueleto, pero no hay caso. Sus amigas quieren vestirse con tules y hacer una fiesta de quince para mucha gente donde se baile reggaeton. Ser princesas por una noche es su desquite contra un destino que las quiere cautivas en el barrio donde nacieron, en las afueras de la ciudad.

La idea fue del cuñado, que se compró un Renault 12 usado en cuotas y lo primero que hizo fue colgar una cinta colorada del espejo delantero para que la envidia no se meta por la ventanilla y lo segundo, poner en la parte de atrás una calcomanía de su negocio: “Fabián Frenos”. Después consiguió a precio el salón de fiestas de un amigo. Y finalmente, el cuñado y la madre de Sheila decoraron el auto con moños de cinta ribonette rosada. El más grande ocupaba casi todo el capó. El Renault parecía un merengue. Cuando Sheila lo ve accede a celebrar sus quince pero pone como condición que ella elige el vestido y el regalo. Lo que sí quiere es sacarse muchas fotos en el Parque Independencia.

El Parque está en el centro de la ciudad. Tiene un lago artificial, puentecitos pintados de blanco y columnas con pretensiones dóricas alrededor. En el laguito hay una isla con patos, gansos y gallinas. Allí, la Municipalidad inauguró hace nueve años las Aguas Danzantes, que se elevan y caen al compás de música que sale entre las palmeras. Los fines de semana, la gente se sienta enfrente, en los bancos que rodean el lago, a mirar las Aguas Danzantes y a comer copos de azúcar, rosados y vaporosos como el moño que se mece bajo el viento nocturno en el capó del Renault. El lugar más atractivo del Parque es un montecito cubierto de flores. Ahí, después del amanecer, los jardineros componen con plantines los números y letras que corresponden al día que comienza. Es un ritual no escrito: las quinceañeras rosarinas se sacan fotos en esa esquina.

Llegan a eso de las nueve de la noche, antes de ir a su fiesta, seguidas por madres, hermanas menores y amigas. Las madres se emocionan. Las hermanas niñas miran con fascinación el maquillaje y los tacos. Las amigas aconsejan y solucionan detalles de último momento (“acomodate el bustier”, “pará que te estiro la pollera”, “agarrate del arbustito, que queda re lindo en la foto”). La quinceañera mira la cámara con resolución. “Sonreí que de acá nos vamos a Hollywood”, bromea el fotógrafo social.

En las cercanías del laguito artificial esperan los coches. Hay una limusina blanca con vidrios polarizados y un Ford Fairlane ‘74 pintado de rosa, más vintage. También, carrozas. Sí, cubiertas de flores con caballos blancos. Pero Sheila huye del artificio. Le gusta que su cuñado la espere con su Renault 12 mientras ella se saca fotos adelante del calendario y del laguito, para que luego la lleve a su fiesta, a su regalo que es un libro del cuerpo humano desplegable. Sheila se sube al auto con su vestido colorado de falda mínima, su desquite contra todas las bellas y vaporosas princesas de cuento.

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