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Viernes, 30 de enero de 2009
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Diana se vestía de seda

Rescates. Tan montada como una drag queen –hubo una publicación que la ubicó entre las personas “más inspiradoras para la comunidad drag”–, Diana Vreeland se jactó siempre de haber convertido sus poco agraciados rasgos en una marca de estilo. Es que para esta editora estrella de Vogue durante la década del ‘70 sólo el artificio es capaz de construir belleza. Artista guerrera en contra del provincialismo cultural que detectaba en su época en Estados Unidos, feminista nada radical, y excéntrica por convencimiento, Vreeland también se puede contar entre las iniciadoras de la estética punk: su lema siempre fue “hágalo usted misma”.

Por Marianino
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Una escueta biografía burocrática de Vreeland debe indicar que se desempeñó como Editora de Moda en Harper’s Bazaar entre 1939 y 1962, y como editora en jefe del Vogue americano entre 1963 y 1971. Que catapultó a la fama a modelos como Twiggy, Veruschka y Penelope Tree. Que apadrinó a Andy Warhol, descubrió a Eddie Sedgwick e influyó en el nacimiento del Pop Art. Que propulsó la modernización del Instituto del Atuendo del MET neoyorquino, apuntalando la consideración artística de la moda. Una biografía igual de escueta, pero más comprometida con los cánones de la sensibilidad de Vreeland, debería exclamar que fue la primera encarnación de un concepto que se haría familiar en la última década del siglo XX: el del editor o editora de revistas como artista y como personalidad. Las páginas de las publicaciones para las que trabajó pueden leerse como verdaderos manifiestos estéticos para las masas, documentos de su preferencia modernista por la yuxtaposición de elementos de universos y niveles dispares (una nota sobre Jorge Luis Borges seguida de una conversación banal con una mujer de sociedad, una producción editorial en la que el último grito de la moda se exhibe sobre el fondo tieso de las pirámides de Egipto), pero también de su fabulosa erudición y de la firmeza de su proyecto político: las referencias históricas y artísticas siempre eran precisas y muy cuidadas, las fotos se hacían en los confines más inexplorados del globo, en explícito combate glam contra el provincialismo cultural que, desde su posición de mujer cosmopolita, Vreeland comprobaba en la sociedad norteamericana de la época. Ejercía también un módico feminismo, y solía destacar el lugar de la mujer que trabajaba, celebrando las trayectorias de aquellas entre sus compañeras de género que habían alcanzado posiciones de autoridad. Entre ellas, por supuesto, estaba ella misma, encumbrada en alturas para las que sus dotes “naturales” no la habían preparado: Vreeland era dueña de un rostro poco agraciado, en el que una prominente nariz hacía de llamativo mascarón de proa. Esta mujer poco convencional, algunas dirán fea, se había convertido en una de las dictadoras del estilo y la belleza más irresistibles de la historia. Esta hazaña personal, la capacidad de doblegar las resistencias de su propio cuerpo, había templado lo más profundo de su credo estético: el arte y la belleza serían bajo la mano experta de Vreeland puro artificio, testimonio del triunfo de lo humano sobre la naturaleza, de la fantasía sobre la dificultad. Regodeándose en este axioma estético, Vreeland creó para sí misma un personaje público sumamente artificial. Como toda trava de barrio, confeccionó una suerte de uniforme protector que la hacía destellar: prendas refinadas pero sencillas (Mainbocher, Chanel), colores estridentes, cabello negro azulado y violentamente laqueado (se rumoreaba que era duro como una tapia), fantasioso uso de joyas y accesorios, despliegue de polvo carmín en mejillas y pómulos. Todo acompañado por sus gestos ampulosos y dramáticos, por un caminar que se aproximaba al paso de ballet, por el uso y abuso de la hipérbole en la declaración (“La bikini es el invento más importante desde la bomba atómica”). Aficionada a las definiciones veloces y maestra del arte de conceptualizar en tres palabras, Vreeland cortaba las discusiones con colegas y subordinadas entregando sentencias inapelables que caían como guadaña (“La elegancia es el arte de la negativa”). Esta personalidad desbordante inspiró a Leonard Gershe a la hora de darle vida a Maggie Prescott, la genial editora de moda que tortura a una ingenua Audrey Hepburn en Funny Face, un musical muuuuy inspirador que se estrenó en 1957. La Maggie que, enajenada, les grita a sus asistentes que el mundo debe verse color rosa con la convicción que se reserva a un ¡Eureka! es fiel reproducción de la excentricidad arrolladora de Vreeland.

VOGUING

Sus años al frente de Vogue son aún recordados por las dosis prácticamente ilimitadas de extravagancia que le inyectó a sus páginas. La estilista Clarisa Furtado explica que “la creatividad total que ella buscaba en las imágenes que después publicaba en Vogue –a través de fotógrafos, estilistas y modelos que ella seleccionaba– representaban un contraste absoluto con la Vogue –y la moda– de los ‘50, estática, refinada y burguesa. La mujer Vogue de los ‘60 era un pájaro, una mujer desnuda cubierta en perlas, Veruschka pintada enteramente de dorado. “Vestidos súper recargados en total movimiento, peinados que podrían haber sido usados por María Antonieta.” Cero practicidad, mucha fantasía y un cambio hacia “lo joven”, que es propio de la época pero que gracias a ella llegó a la publicación más importante del mundo de la moda. El amor por la fantasía sin freno había empezado años antes, en las disparatadas sugerencias a la ama de casa promedio en la telegráfica columna “Why don’t you”? (“¿Por qué no?”), publicada en la revista Harper’s Bazaar entre 1937 y 1939. “¿Por qué no les lavan a sus hijos el pelo con champagne, para que se vean más rubios?” “¿Por qué no recuerdan que los niños lucen adorables vestidos de tiroleses? Mientras más pequeño el niño, más larga la pluma del sombrero?”. “¿Por qué no transformás tu viejo tapado de armiño en una bata de baño?” En resumen, la punzante aristócrata les sugería a las mujeres del medio oeste norteamericano que dejaran de lado su aburrido yo rutinario, que aprendieran a ser ingeniosas y a hacer de sí mismas algo diferente.

El amor por el derroche y el lujo que exhiben estas líneas no debe confundir. A través de estos brevísimos consejos, Vreeland fue adalid de un estilo personal basado en el atrevimiento y en la experimentación. Sus columnas pueden leerse como el anticipo elegante y haute couture del “Do It Yourself” del punk. La belleza le parecía algo maleable, un horizonte que cualquier mujer (nosotros añadimos, cualquier ser humano), podía alcanzar con una dosis de ingenio.

Es este compromiso con la fantasía el que precipita su salida algo violenta de Vogue a fines de 1971. Es que de la mano del pulso artístico de Diana venían una serie de paquetitos que ningún empresario editorial quería ya tolerar. Excéntrica e imperial en grado extremo, exigía pisos enteros de los hoteles más caros de París a la hora de viajar a conocer las colecciones, pretendía disponer de un chofer apuntado a toda hora a su servicio y no reparaba en gastos a la hora de pensar notas fotográficas o de embellecer su propio lugar de trabajo. Sus empleados recuerdan el día en que llamó por teléfono desde su casa exigiendo que todos llevaran cascabeles, buscando generar “un ambiente musical”. Una genialidad algo costosa. Después de ella Vogue se apartó de esta fantasía para siempre, contratando a una mujer práctica y “moderna”, Grace Mirabella. Furtado comenta: “Se decía que la mujer ya no tenía tiempo de ir a la peluquería cada día, que el maquillaje y el pelo debían ser naturales y se buscaba plasmar la ‘realidad’ sin inspirar demasiado”. ¿Inspiración? Las drags tendrían que esperar más de una década para verse iluminadas por la mano sabia de una editora de moda. El despliegue estricto de furia propio de la primera Anna Wintour no sería desoído.

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