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Viernes, 10 de abril de 2009
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Agustina Muñoz: un teatro que indaga en la temperatura del cuerpo

Las olas y el viento

Con sólo 23 años, la directora y dramaturga Agustina Muñoz repasa la condición de nuestro tiempo en su obra El calor del cuerpo: los lazos rotos, la voluntad partida, la piel que intenta resistir.

Por Guadalupe Treibel
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Agustina Muñoz

El cuerpo semidesnudo nunca es circunstancial. Es consciente y habla. Pide a gritos, cuando puede. Pero, a veces, está preso en su propia voluntad y, sin querer, se limita al gesto hueco, al guiño que se derrite sobre la arena, entre las frutas, con la dulzura del sol y la playa y las olas. Entre reposeras, sabores y colores de alta gama, la obra de la multiocupacional Agustina Muñiz (dramaturga, directora teatral) explora el decir que no dice entre dos mujeres y dos hombres (uno joven, el otro viejo) que reconocen la simbología de las partes pero no ceden al impulso. ¿Dónde está la barrera?

La isla que habitan los exhibe como un escaparate, es cierto. Y el cuarteto se entrega (en su segunda temporada) a la vida tropical que, minimalista y aparentemente insignificante, esconde frustraciones, amor, ensalada de fruta y –quizás– algo de muerte. Mientras, el cuerpo se vuelve objeto de deseo y hace que los personajes de Cecilia Rainero, María Villar, Lucas Ferraro, Eduardo Iacono se rocen, sin tocarse.

Con apenas 23 añitos, Muñoz (también actriz de cine y teatro y ¡niñera!) construye ese mundo de traje de baño (con una excelente instalación escenográfica a cargo del artista Manuel Ameztoy y su firselina calada a mano) donde, a la intensidad del color, la equilibra la tibieza de las afirmaciones: los diálogos apenas se sugieren y el letargo toma todo. Hasta la forma de querer, de sentir, de emocionarse.

Mientras, Muñoz suma porotos en galardones: 1º Premio Nacional de Dramaturgia en 2006 por su ópera prima Las mujeres entre los hielos, IV Premio de Dramaturgia Innovadora del Festival Escena Contemporánea de Madrid por su inédita Neón, publicación de El calor del cuerpo en la antología Dramaturgias de Editorial Entropía, etc., etc., etc.

La leyenda de la obra dice: “El cuerpo es y es y es, y no tiene lugar donde esconderse, pero –durante la acción– los cuerpos son esquivos; no son. Se esconden detrás de la piel, disimulan.

–Es imposible evitar lo que sucede por dentro pero, a la vez, el cuerpo –en contacto con el exterior– está entumecido, no puede responder. Tiene que ver con el tardomodernismo y su desposesión del cuerpo, que es el lugar donde se juegan muchas de las batallas actuales. Yo no sé qué ve la gente cuando se mira al espejo: si se ve realmente o si ve la imagen que le devuelve la sociedad. Realmente se le pide mucho al cuerpo en capacidad y estética, y eso se paga en libertad. La obra muestra qué es estar preso y ser servil a esa lógica, cediendo el propio cuerpo. Y, como no hay lugar donde ir, los personajes esperan en una isla, donde llevan sus miedos y complejos a cuestas.

Y los ponés en una playa, donde el tiempo no pasa...

–Exacto. Y el cuerpo está ahí, como un bofe, como una carga.

A diferencia de tu obra pasada, Las mujeres entre los hielos, en El calor... incorporas hombres, ¿es un derecho a réplica?

–Me parecía necesario porque no es una temática netamente femenina. No tener hombres hubiese sigo mostrar un fragmento, la mitad. Además, quería ver qué les pasaba a las mujeres teniéndolos cerca. Igual, al principio me salían muy mal; eran dos bodoques. Es que, como mujer, puedo individualizar a muchas mujeres, pero los hombres siempre van a ser un genérico. Los pienso desde afuera. Incluso, al principio, ellos tenían voz pero el joven era cruel, muy niño, y el viejo más mitológico que humano.

¿Es por eso que ninguno de los dos hombres tiene nombre propio?

–Hay algo misterioso en eso. En realidad, quizás el joven termina siendo el viejo. O el viejo fue antes el joven. Es un hombre desplegado del que ellas se enamoran. Se calientan con el joven, pero el viejo las seduce con su madurez romántica. Me interesó el tema de las edades, mostrar generaciones distintas.

Que el viejo decida abandonar el letargo e irse ¿es un grito de libertad? ¿O es un escape, una huida? Porque casualmente decide viajar cuando encuentra el amor.

–Es el personaje más extraño porque, por un lado, se decide a vivir el amor con su morena; está con ella, se entrega. Y aunque huya todo el tiempo, tiene algo de libertad porque puede expresar lo que le pasa. Tiene el dominio para decir: “Me voy al mar”. El comprendió algo de su naturaleza: su soledad es diferente a la de los jóvenes, que quieren pero no pueden, que todavía no se resignan. El viejo vivió todo y decide terminar. Yo creo que va a altamar para morirse allí. Es un poco la idea del viejo marinero.

¿Hay alguna reminiscencia a El Viejo y el Mar, de Ernest Hemingway?

–Tiene que ver con el imaginario de dejarse ir. Lo del viejo es un abandonarse con paz, no un suicidio. El se va para perderse, pero con vitalidad, con brillo en los ojos.

Y en el ideario de tus personajes, ¿qué lugar ocupa el mar?

–Es lo indómito, lo inaccesible. Ellos vinculan el mar con todo lo que no pueden verbalizar, por eso pueden mirarlo tanto rato. Porque detrás del mar siempre va a haber tierras. Pero para llegar ahí, tienen que cruzarlo.

¿Creés que haya un planteo existencialista en la obra?

–El conflicto está en que no pasa nada más que lo que les pasa a ellos. Aunque no es algo muy concreto, es una pregunta sobre la existencia que se ve más en los impedimentos que en planteos.

¿En esa situación ves inmersa a la juventud hoy en día?

–Es una época en la que caen instituciones que antes eran indiscutibles: la familia, el matrimonio, el estado, el sistema. Todo empieza a ponerse entre signos de pregunta y eso nos condiciona. Es época de lo efímero, de lo transitorio. No es ni malo ni bueno pero hay que vérselas porque implica otro cuerpo, otro pensamiento, otra acción. Tiempo atrás se rompió algo; ahora que está roto... ¿cómo lidiamos con eso?

Decidiste no actuar en ninguna de tus dos obras (Las mujeres entre los hielos y El calor del cuerpo). ¿Por qué?

–Me siento incapaz de estar dentro y fuera. Estaría demasiado implicada y se volvería una autobiografía extraña. Necesito mirar cómo los actores encarnan esos personajes.

En cine, actuaste en Como pasan las horas y Extranjera, ambos films de Inés de Oliveira Cézar, ¿estás con algún proyecto nuevo en pantalla grande?

–Comencé con las jornadas de Secuestro y muerte, con dirección de Rafael Filippelli y guión de Beatriz Sarlo y Mariano Llinás. La película trata sobre el secuestro de Aramburu pero con personajes ficcionalizados. En realidad, podría ser cualquier juventud del mundo. Somos cuatro jóvenes hablando de política y Janis Joplin. Y, en junio, vuelvo a trabajar con Inés de Oliveira Cézar en el rodaje de El recuento de los daños, sobre una familia y sus partes y cómo cada ficha cae y las acciones tienen una secuencia imparable.

¿Es cierto que nunca tuviste vacaciones felices en una playa?

–La gente dice “el mar, el mar”... y yo no sé qué me pasa con el mar. Me parece que no me gusta la playa y la gente en la playa. O el estar de vacaciones con el goce obligatorio y los restaurantes llenos. Es como se dice en la obra: “El turismo mundial es un fraude”. También está ese planteo: la posmodernidad y la captura de las ciudades en pos de la fotografía. Te venden la foto del oso polar, sin que lo experimentes. Casi no podes hacer tu vivencia propia.

El calor del cuerpo,
los domingos a las 20.30
en el teatro El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960.

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