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Viernes, 17 de enero de 2003
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espectáculos

No es bueno que el Bond esté solo

“Hagámosle una compañera, una chica que sea realmente su par”. Así parece que pensaron los productores de la saga James Bond a partir del ingreso de Pierce Brosnan. Ya no sólo las villanas son inteligentes. Las chicas se han ido equiparando al mítico héroe. Y ahora, la bellísima mestiza Halle Berry es una partner total en “Otro día para morir”.

Por Moira Soto
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Lindo por donde lo miren, muy bien terminado, con un toque de distinción que los años han pulido, Pierce Brosnan ha aprendido con sutil inteligencia a compensar sus privaciones como intérprete con simpatía, sentido del humor, garbo, desenvoltura. Cualidades que le vienen de perlas (aunque no las que pescaba Ursula Andress en El satánico Doctor No) para encarnar a Bond, James Bond, el celebérrimo agente secreto al servicio de su majestad británica (si bien casi siempre actúa a favor de los Estados Unidos: todo sea por mantener en pie algún imperialismo), con licencia para matar. Así, de ser una cara bonita, bonitísima, pero carente de expresividad en “Remington Steele” (por estar en esa serie no fue Bond en los ‘80) y algunas películas, Brosnan se ha ido deviniendo 007 casi ideal para los tiempos que corren. Sí, sí, amigas bondianas: nunca habrá otro con el frío cinismo, el punzante humor, la genuina calidad de gourmet y el –dicho sea con una brizna de indulgencia– irresponsable machismo de Sean Connery. Eso ni se discute. Sin embargo, que después del atroz –por fortuna, efímero– George Lazenby; del relamido, teñido, planchado y hortera Roger Moore (al que hubo que soportar en ¡siete películas!); del desubicado Timothy Dalton, que ahora porte la pistola, conduzca el Aston Martin y salve el mundo el apolíneo y canchero Pierce Brosnan, es algo que debemos agradecer a la productora Barbara Broccoli, hija de Albert (quien, junto Harry Salzman, inició la exitosa saga en 1962) y a Michael Wilson, su socio.
Por otra parte, la incorporación del morocho de ojos claros en 1995 significó nueva vida para la serie en más de un sentido, ya que las once novelas de Ian Flemming –favoritas de Raymond Chandler y del presidente Kennedy, entre otros fans– se habían terminado. Y ahí fue que empezaron las tretas de la mafia rusa en Goldeneye, porque ya la Guerra Fría era historia. En verdad, en las nuevas entregas (El mañana nunca muere, 1998; El mundo no basta, 1999), el personaje de James Bond en algún punto se aproximó al de las novelas, más rico, matizado, vulnerable, que el que impuso sobre todo Connery. Aunque por cierto el de Flemming no tenía nada de los clásicos detectives o espías desencantados y a menudo al borde del fracaso de la novela negra, o de los agentes de Graham Greene o John Le Carré. El Bond original, amén de su rendimiento como servidor de la reina, también estaba a sus anchas en el lujo, los casinos, los deportes de alto riesgo, las chicas divinas. Sus platos preferidos, por si alguna de ustedes aún no los ha probado: el caviar Royal Beluga del norte del Caspio mezclado con yema de huevo (preferiblemente acompañado de Dom Perignon 1946), el Sole Meunière, el Tournedos Sauce Béarnaise garni de Coeurs d’Artichauts.
Contrariamente a lo que han anotado algunos cronistas en estos días, James tiene padres: Andrew Bond, escocés, y Monique Delacroix, suiza.Ambos mueren en un accidente cuando el futuro héroe tiene 11 años, por lo que lo cría una tía –Charmian Bond–, dama culta que envía a Jaimito a estudiar a Eaton, de donde es expulsado a los 14 por liarse con una camarera. A los 19, el chico Bond entra en la Marina y forma parte de lo que luego sería el Ministerio de Defensa. Al terminar la guerra, prosigue en el Servicio Secreto británico y se instala en King’s Road, donde -cuando se toma algún respiro– lee la revista Times, novelas de Chandler y Steinbeck, y escucha su canción preferida, “Georgia in my Mind”. Conoce bien el francés y el alemán, pero prefiere no hablarlos. Detesta a los soviéticos y a los balcánicos, los negros y los chinos le causan espanto, mientras que los franceses le caen ridículos. En 1950 obtiene el número 007, que le otorga licencia para matar. Sus gustos en ropa y accesorios son caros y clásicos, y estuvo casado una sola vez con la condesa corsa Teresa de Vincenzo (Tracy), asesinada por sus enemigos un par de horas después de la ceremonia.
Pierce Brosnan, por su lado, es un tipo tranquilo, siete centímetros más alto que el agente, según Flemming, que ha ido afianzando una carrera paralela a la serie –se lució en la nueva versión de El affaire de Thomas Crown–, y que sufrió la muerte por cáncer de su primera mujer, Cassandra Harris. Brosnan está muy de acuerdo en quitarle rasgos machistas a Bond: a los 49, en plena forma física –un figurín sin atildamiento–, se interesa por causas progre ligadas a la ecología y la situación de la mujer, amén de promover la prevención del cáncer de mama.

Ni tan negra,
ni tan blanca
Paradojas del destino bondiano, independizado de su creador y manejado a piacere por productores no precisamente desinteresados, el agente secreto más popular de todos los tiempos –que ha sobrevivido a Lazenby y a Moore, a mediocres directores y a batallas legales por los derechos–, después de haber contado con la asistencia de la malaya Michelle Yeoh (originalmente, Chu-Kang Yeoh, cuando era estrella del cine de acción oriental) haciendo de agente china en El mañana nunca muere, he aquí que en el estreno de esta semana, Otro día para morir, se va a la cama y a la lucha (por salvar el mundo, claro) con una mestiza que, en la vida real, reivindica orgullosamente su condición de afroamericana. Que no es otra, como todas ustedes ya saben a esta altura de la promoción, que la despampanante Halle Berry. Tanto que hasta homenajea –en una peli llena de citas a otros Bond del cine– a la mismísima Andress, tenida por la primera chica Bond, saliendo del mar con bikini (naranja, en vez de blanca) y cuchillo al cinto. Aclaración: la primerísima chica Bond fue, allá por 1954, Linda Christian. Ocurrió en un telefilm, basado sobre Casino Royal, con Barry Nelson como J.B. Otra aclaración: hubo negras atractivas en films anteriores a la era Brosnan, pero tan malas como Grace Jones y Gloria Hendry. Y esta vez, aunque no se lo oye musitar “te amo”, se diría que Bond está un tanto flechado. Lo suficiente como para que algunos no sigan insistiendo con aquello de “60 mujeres y ningún amor”, aludiendo a la cantidad de chicas con las que el agente, en las primeras aventuras fílmicas, tuvo sexo sin compromiso (y sin detalles de prácticas, sin desnudos ni siquiera de tetas). Es decir que, aun en sus etapas más donjuanescas y machistas, James no engañó a nadie: todas fueron contentas a jugar. Hasta hubo una de tendencias lesbianas (la Pussy Galore de Honor Blackman) que se dejó “redimir”. Todas amantes al paso, salvo Tracy (Diana Rigg) que prácticamente pasó del altar a la tumba.
Antes de emocionarse hasta el caracú al recibir el Oscar, la bella Halle Berry ya había iniciado el rodaje de Otro día para morir, que comenzó hace un año. En un principio se habló de Whitney Houston (que también entonaría la clásica canción de amor), pero fue esta morena de físico ideal paracánones en vigencia la que se quedó con el rol que, a juzgar por sus propias declaraciones en la primera etapa de filmación, iba a ser el de una villana (luego viró al de aliada absoluta de J.B.).
Halle Berry se presta de maravillas para la frase (misógina) “además de linda, es inteligente”. Esta hija de una enfermera blanca y de un negro bebedor y violento (que abandonó a la familia cuando Halle tenía cuatro años, y no se dejó ver hasta seis años después, durante un breve lapso de reconciliación) es una atípica mezcla de actriz talentosa, luchadora contra toda forma de racismo, participante asidua de concursos de belleza (cuando era más joven) y actual modelo de Revlon. Berry logra conciliar todo eso, muy convencida de que logrando la aceptación en cualquiera de estos ámbitos favorece la tolerancia y la auténtica integración no sólo de sus hermanas negras sino también (como declaró al ganar el Oscar) de hispanas, indias, asiáticas y de cualquier otra etnia subestimada por Hollywood. Aunque con lo de alcanzar títulos de belleza le fue bastante bien (reina de su promoción en el colegio, Miss Teen All American 1985, Miss Ohio 1986, primera finalista ese mismo año en el Miss USA), Halle Berry no se cansa de recordar que ha padecido en carne propia el racismo en su trabajo y la violencia machista en la vida (su primer marido, beisbolista estelar, la dejó con el 80 por ciento de audición en un oído después de reiteradas palizas). Y aunque parezca una contradicción, después de haber protagonizado la producción televisiva “Introducing Dorothy Dandridge” (1999) y haber sido premiada por su labor, el director Marc Forster se resistió a darle el papel de la sufrida camarera en Cambio de vida (Monster’s Ball, 2001), alegando que la actriz era “demasiado linda y no suficientemente negra”. Obvio es decir que Halle no se arredró ante la negativa, insistió, se desprodujo, se dejó tijeretear malamente el pelo y ganó el papel y luego el Oscar –primero de una protagonista afronorteamericana– en la entrega del año pasado.
Con la misma naturalidad con que actúa como modelo de belleza para cosméticos e interpreta a la mujer de un (negro) condenado en el pabellón de la muerte durante diez años, Halle Berry aceptó estar en el último Bond. “Un poco de diversión no le viene mal a nadie, aunque el trabajo fue duro y en más de una oportunidad me quedé con la lengua afuera” (Halle es diabética y ha estado en coma en una oportunidad). “Me pareció bien que una negra se luciera por su inteligencia y sus habilidades en una aventura de James Bond”, dice la actriz que en el 2001 descolló en Swordfish, laburo por el que había firmado por dos palos y medio. Pero a la hora de tener que mostrar las lolas –detalle que no figuraba en el contrato– pidió 500 mil más. Y se los pagaron. “Me pareció justo; a ver si se enteran después de haber oído montones de veces que me rechazaran por el color de mi piel.” Una de las frases de cientos de productores que más odió Berry en su vida laboral fue: “La leche es leche hasta que uno le agrega chocolate. No importa la cantidad que se le añada”.
En Otro día para morir, entonces, Halle Berry es Jinx, una agente secreta norteamericana que es bastante más que una clásica chica Bond: tiene el mismo rango que él, lucha a la par contra los villanísimos de turno (el archimillonario Gustav Graves –con la boquita desdeñosa de su madre, Maggie Smith– y su socio norcoreano Zao). Pero Berry, que luce tan cómoda con ropa de fajina o suntuosos trajes kitsch, no es la única mujer en el reparto de Otro día...: también tenemos a la juvenil Rosamund Pike, una inglesa que viene del teatro y la TV, en el rol de Miranda Frost, una pretendida colega de Bond (a quien él, desde luego, está dispuesto a hacerle el favor), una durita campeona de esgrima; como siempre la gran Judy Dench con la piel de M (que, lo sabemos, estima a Bond más de lo que deja traslucir); desde luego, a Samantha Bond repitiendo a la anhelante secretaria Moneypenny; y, como yapa, en un cameo de gran relieve, aMadonna –autora e intérprete del tema de los títulos– haciéndose pasar por Verity, profesora de esgrima con aire de dominatrix.

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