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Viernes, 17 de enero de 2003
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Leer libros usados

La crisis y los precios desorbitantes de los libros importados han puesto nuevamente de moda las librerías de viejo: además de la historia de cada uno de esos lugares, en ellas se siguen consiguiendo perlas antiguas por muy poca plata.

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Por María Moreno

Basta de llantos si el aperitivo cultural del verano, si la droga que nadie se animaría a llamar vicio que significa leer hasta los boletos de colectivo, obliga a sacarse la pizza de la boca o a pagar vencidos los impuestos. Un poco de romanticismo y otro de sentido práctico, y basta también de derramar nostalgias por el coitus interruptus con el libro importado. Es cierto que las librerías de viejo ya son como tierra depredada y que el saldo ofrece, amén de su desprestigio letrado, el best-seller mugriento y no la primera edición de un libro de Macedonio Fernández. Pero Corrientes sigue siendo para los pies inquietos un lugar de tesoros entre dos tapas que sobrevivió a malarias y dictaduras.
En los años ‘60, todavía nadie sacaba a relucir que en el bar El Estaño había trabajado de mozo Aristóteles Onassis y el hecho de que hubiera servido al mismísimo Gardel era tan probable como el encuentro operístico entre Evita y el Che, pero los dos rumores ya se insinuaban en el tramo que juntaba la avenida Callao con Cerrito, donde todas las farmacias ofrecían paraísos artificiales sin recetas y los libros eran las más codiciadas flores nocturnas para abrir con los dedos y aspirar el perfume de universos tan plurales que podían contener tanto Las once mil vergas de Apollinaire como Las obras completas de Mao Tse-Tung. Las venas abiertas de América latina de Eduardo Galeano llegó a vender 600 mil ejemplares sólo en la Argentina, como era también argentina la editorial que consagró a un autor internacional aunque se llamara Sudamericana: Gabriel García Márquez y sus Cien años de soledad.
–Eran los tiempos del circo –dice Fernando Noy, ahora convertido en una terrible bebedora de agua mineral–, cuando Tanguito era el Jimi Hendrix del mambo y mi corazón colorado estaba inmerso en anfetaminas. Silvia Washington, la bagualera electrónica, solía ensayar en La Paz con su guitarra. Tenía un enorme tapado de leopardo desgarrado y una nariz tipo Wanda Landowska. Nos pasábamos toda la noche sin dormir mientras su voz se derretía de benzedrina y caía por las ventanas de los sedientos del hastío. “Las ramas del tiempo te raspan adentro/ no sé si se trata de un experimento/ santo entendimiento/ santo entendimiento”, cantaba. Hasta que en el ‘64 prohíben la anfetamina, muere el circo y Tango entonces canta: “La muerte está de turno”.
Entonces, Noy era un secuestrador de libros público y privado, un artista del caloteo letrado que combinaba con el de jabones –extraídos de las mismas bandejas de las farmacias donde compraba anfetaminas– y flores que venía arrastrando de los jardines de Ramos Mejía.
–No era chorra, era cleptómana. La cleptomanía es el arte milenario de sustraer al objeto de su inercia. Es decir, de hacerlo entrar en el nivel de la vida: hoy, la estatuita de jade, otrora reposando muerta, recupera su movilidad.
Noy sacó de su inercia Extracción de la piedra de locura de Alejandra Pizarnik, después consiguió su teléfono y su amistad. Y un día la hizo venir al café La Paz a pesar de que, como decía Macedonio, ella no dormíade ese lado y de que Noy le jurara que la avenida Corrientes era lo único que unía al grupo Boedo con el Florida.

Del usado al saldo
–Yo no conocí esa Corrientes –dice el ensayista Christian Ferrer–. La conocí en el final de la dictadura. Pero la melodía de la ciudad estaba ahí antes de la música, de los bares y de las librerías como lugares simbólicos que fueron creados por el tango, y no que preexistían a él. Es que Corrientes es como una cicatriz de la historia cultural argentina. Pensada como arteria según la metáfora extraída de los descubrimientos de William Harvey, más bien es un coágulo. Y la mesa del bar como barrera entre un hombre y una mujer prefigura la cultura psi donde lo que separa es un diván. Aun en la dictadura las librerías de viejo eran como yacimientos. Había que encontrarles la veta, tener la mirada entrenada para ver en la oscuridad de la cueva como un minero.
Ferrer tiene esa mirada y dice haber reconocido en una película del cine nacional, durante una escena fortuita ocurrida en una librería de viejo, un ejemplar de Los exiliados románticos de Edouard Carr “por el lomo”. También David Viñas puede otear a cinco metros un estante repleto de la librería Edipo, cantar Hombres de presa de Luis María Drago, avanzar resuelto y pescarlo con una pinza.
Germán García, amén de detector, es un aventurero: en la década del ‘60, mientras buscaba la bibliografía para escribir La entrada del psicoanálisis en la Argentina, podía ponerse contento por haber encontrado un extraño ejemplar titulado Memorias de un obispo ciego e irse contento a pasar la noche en vela. El es quizás uno de los pocos entrenado en hablar a los gritos de un tema, mientras está buscando otro entre los estantes, encontrar un tercero y promoverlo enfáticamente al amigo que lo acompaña.
–La culpa del fin de las librerías de viejo la tienen los profesores universitarios que, engolosinados con el uno a uno, empezaron a consumir sólo las novedades dictadas por sus agendas de congresos y conferencias. Además, uno no sale limpio de las librerías de viejo, sale con las manos sucias, pegoteado por el polvo de esa suerte de capas geológicas y eso no les gusta –dice Ferrer.
Pero hay algo más inquietante entre los saldos expuestos en las mesas ensartadas por los cartelitos catástrofe con el anuncio del precio –suele aumentar desde la entrada al fondo–, hay aún libros usados, valiosos a menudo por su contenido y por su autor, pero sin que por eso pierdan su aura de espectros: pueden ser los libros de la cultura de izquierda secuestrada a los desaparecidos, joyas de las bibliotecas atesoradas por los estudiosos nacionales y vendidas presurosamente por voraces herederos, reliquias de las que lectores amorosos se desprendieron con dolor en la bancarrota personal, ejemplares dedicados por la pluma de amores vencidos. En ese humus funerario, Ferrer elige la librería Edipo donde todavía la colección elegida por Borges para Emecé le pelea el estante al saldo, aunque todavía él llore acordándose de la librería Rodríguez y de La Casona de Iván Grondona, situadas en los bordes de Corrientes, donde de joven despuntaba su vocación de urraca.

Del cuarto propio
al avión en vuelo
Las encuestas dicen que las mujeres leen más y, aún en versiones reprochables, por la cultura “alta” suelen ser más abiertas para el picoteo, para esperar de la lectura una filosofía de vida que implique el cuidado de sí o el sueño inconfesable que Madame Bovary convertía en pasaje al acto. Esas todavía hacen el recorrido que va de Callao al Obelisco con un concepto que mezcla lo ahorrativo y lo pedagógico con la idea de asignatura pendiente que puede rendirse bajo la lona de una carpa y con el ruido de fondo de la familia tipo. Entonces pueden aprovechar enGandhi los Cuentos completos de Francis Scott Fitzgerald que salen 14 pesos vía Alfaguara, previo soborno de los jóvenes de la familia, iniciables en la literatura española actual a través de El pozo de Ulises de Ana María Matute y El castillo de las tres murallas de Carmen Martín Gaite, editados por Lumen y vendidos a 3 pesos en La Oferta, que queda en Corrientes al 1900. En la misma cuadra y al mismo precio, en Fin de Siglo, podrán compartir la experiencia de psicoanalizarse con el más grande si compran Tributo a Freud de la poetisa Hilda Doolittle (Schapire).
Si eligen un veraneo en la costa atlántica, para meterse en aguas profundas también en el sentido figurado pueden optar, también en Gandhi, por comprar Temor y temblor de Soren Kierkegaard a 12 pesos o reírse previa adquisición de El supermacho de Alfred Jarry por el mismo precio y en el mismo lugar.
En Monk Libros, de Corrientes al 1400, un clásico de la crítica literaria feminista como Surrealismo y sexualidad de Xaviére Gauthier, que editó Corregidor, sale 6 pesos. En el mismo lugar, los libros de investigación periodística que fueron best-sellers ayer aún interpelan conflictos de hoy sólo que a precios más bajos (entre 4 y 7 pesos), desde Ya nada será igual, la Argentina después del menemismo de Eduardo Jozami editado por Sudamericana, hasta El post-liberalismo de Mariano Grondona editado por Planeta, pasando por el clásico Pizza con champagne de Sylvina Walger (Espasa Hoy).
Si es verdad que las mujeres leen a las mujeres y sin necesidad de caer en las novelas de Isabel Allende o de Laura Esquivel, se merecen encontrar Blondie de Joyce Carol Oates, una novela sobre Marilyn Monroe (Plaza & Janés) a 5 pesos, lo mismo que La flor de lis de Elena Poniatowska (Sudamericana). Eso pasa en Dickens, Corrientes al 1300. Y la que chille: “A mí, déjenme veranear”, puede acercarse al 1200 y comprar en la Librería Argentina Seguir sanos del padre Mario o Se dice de mí, una biografía de Tita Merello escrita por Néstor Romano, las dos editadas también por Sudamericana y a 5 pesos.
¿Qué leen las mujeres que escriben? Pregunta zonza con que el periodismo intenta disimular que sólo es posible consultar a algunas y que no hay costumbre igual a otra.
Ana María Amado, profesora de la UBA a la que le interesa el análisis de la imagen cinematográfica, divide el nécessaire de verano entre los libros digestivos, los deseados y los postergados-necesarios. Entre los primeros planea devorarse El destino de las almas de Graciela Avram; entre los segundos, Vértigo de W.G. Sebalds. El postergado-necesario tiene un título arduo: El inconsciente óptico de Rosalind Krauss, en los tres casos relativamente novedosos, aunque ninguna oferta.
Tamara Kamenszain dice que el verano no la distrae de estar al día y siempre sigue las novedades de Agamben y Derrida que suele consumir cuando está “en estado de trabajo”. Como buena poeta y ensayista, asocia el ocio a la novela y la novela al viaje en avión. Por eso dice leer on the road y por eso leyó El gran cuaderno de Agota Kristof durante un viaje a Cuba, donde el aeropuerto coincidió con el último renglón.
Luisa Valenzuela reconoce que perdió la costumbre de hurgar en librerías de viejo cuando heredó la completísima biblioteca de su madre, Luisa Mercedes Levinson, aunque debería estar agradecida a esos sucuchos sorprendentes que ella conoció en los barrios bohemios de París y de Nueva York, ya que fue en uno donde Susan Sontag encontró Aquí pasan cosas raras y ese año, según el Times, lo eligió entre sus favoritos. Ahora, que se va a Punta del Este a dar una conferencia, dice que se lleva sólo materia de trabajo con un solo polizón: Océano mar de Alessandro Varicco que va a leer en la playa, tipo performance. De invierno, lee las novelas de Leopoldo Brizuela, Pablo de Sanctis y Diamela Eltit. Ninguna de las consultadas compra en librerías de viejo, seguramente por la misma razón:tener una considerable biblioteca. Christian Ferrer sigue en las recorridas inquisidoras que para él tienen lugares mucho más secretos y más difíciles de explotar aún para los baqueanos que la calle Corrientes.
–A veces encuentro algo y me indigno. ¿Cómo no se lo llevaron? Los libros están ahí. Te llaman aunque no puedan gritar.

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