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Viernes, 21 de agosto de 2009
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teatro

El club de los cinco

Una mujer negada, conversaciones fragmentarias y una puesta objetual-minimalista, hacen de Playroom una pieza posmoderna que no crítica, describe.

Por Guadalupe Treibel
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Negada, una mujer gira sobre su cuerpo-eje: nunca es elegida. Anulada en su propio encierro, se traslada en una sala de juegos compartida, donde cada objeto es elemento de transición; sirve a la reacción-acción de un grupo de cinco. Son dos chicas (Romina Ricci y Maru Susini), tres chicos (Guillermo Masse, Ignacio Rogers y Matheo Hanaman) y un sinfín de charlas quebradas, partidas por el desinterés más brutal, el aburrimiento innato. Lindos y fragmentarios, ¿retrato de la juventud moderna? Sobre el estado de situación que plantea la pieza Playroom, cuenta Carola Gliksberg, dramaturga y directora: “Es mi mirada –mejorada, retocada, puesta– sobre mi contemporaneidad, que probablemente no sea la de muchas otras personas. Tampoco se detiene en la realidad; sí en la idea de soledad en compañía. Lo fragmentado es la soledad: una reunión donde están todos solos, aun cuando están acompañados”.

Pero ¿por qué el diálogo nunca se concreta? En palabras de la directora: “No importa lo que dice el otro, importa que uno hable. Nuestra generación está muy influenciada por la terapia: un espacio al que vas para escucharte decir y que se traslada a otros ámbitos. Hay algo de ego, de que uno ya se ha investigado mucho y quiere decir algo puntual, concreto, rápido. ¡Escuchalo y a otra cosa! No esperar respuesta te deja solo. Ya no se transmite porque no hay tiempo. Pero yo no hago crítica ni observación moral. Eso se lo dejo a rincones como la religión”.

Con todo, el ojo está puesto en los encierros y el personaje de Ricci asume la condición de leading voice, mientras su objeto de deseo se desplaza, de aquí para allá, constantemente. O simplemente, se anula. “Por el lenguaje que uso, me gustan los encierros que generan un impedimento. Al personaje de Romina le es imposible salir de la idea de ‘no elegida’ y jamás podría desear o sentirse deseada. Y no tiene que ver con un obstáculo externo; no hay nada a priori que la ponga en ese lugar.”

Sin embargo, Playroom no profundiza las causas de esa anulación tan significativa. Al contrario, presenta los motivos como dados. “No importa por qué, cómo, ni cuándo. Prefiero optimizar el tiempo, darle intensidad. No quiero dar respuestas; prefiero que la gente active un poco su propio pensamiento”, argumenta la también directora de Luego, ópera prima que estrenó en la Competencia Oficial Argentina de la décima edición del Bafici.

Si algo acompaña los trabajos de Gliksberg es la estética depurada. Las puestas minimalistas parecen ser una señal de ausencia, de espacio puntual donde la palabra ataca, donde el cuerpo mecanizado o caprichoso toma la batuta bajo un cielo blanquísimo. Sobre la elección estetizante, cuenta la también dramaturga: “El minimalismo es el movimiento del arte contemporáneo que más me ha influenciado. Amo esa estrictez. Para Playroom intenté ablandarme para el espectador, ser más flexible. Cuando sos chica, querés golpear al espectador. Cuando crecés, lo acariciás un poquito y lo incomodás sin que se dé cuenta. Por ejemplo, durante la obra, la luz prendida de la sala también incluye las butacas. Incluyo al espectador y eso genera una violencia. Me encanta la tensión del cuerpo verdadero, incluso en los actores. Por eso, incluí a un no actor para que actuara: Matheo Hanaman, que es fotógrafo. Si está la tensión y pasa por debajo de la historia, algo verdadero está ocurriendo.” ¤

Dos próximos jueves, a las 21, en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960. Entradas entre 30 y 15 pesos.

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