Recordé un viaje que se resolverÃa mediante una beca obtenida por mÃ, no vale la pena dilucidar sus circunstancias sino dedicar mi relato a los duendes florentinos. Llegaron hasta la orilla de la laguna azufradas de las termas de Vignolli. Entonces, yo sufrÃa de un mal anÃmico. FÃsicamente, decÃan, estaba sana. La sábana almidonada de mi ánima despellejaba cual un torturado envilecido mis nervios, mis arterias, mis carnes. Acuchillaba.
Me sumergà en las aguas duras. Tan duras, que era posible caminarlas en una superficie honda cuando una ya se ha sumergido. Las calles interiores de la laguna permiten los misteriosos pasos andados por los santos de las estampas en el aire. Vi, emergidas, algunas cabezas humanas. El resto de las personas desaparecÃa en la doble capa de neblina fluctuante del cauce hasta el sumidero terminal. Confieso que rondaba los 20 años de una adolescencia pre romántica, tanto de Alberto Ponce de León como de su poemario titulado Tiempo de muchachas. Acontecimientos brutales y rústicos desmadejarÃan después el cañamazo del ensueño. Las termas de Vignolli, toscanas y neblinosas. Flotaban en aguas curativas las cabezas de los enfermos: uno de ellos oÃa con una sola oreja, porque la otra le faltaba. De vez en vez metÃa la cabeza en el lÃquido sulfuroso y la sacaba repitiendo el movimiento cual una tortuga mete y saca la cabeza del caparazón. Caminé la calle del agua dura en dirección contraria del cuitado. Vi unos rostros, especialmente uno, arrugadÃsimo y suplicante. Vi una cara, creo de mujer, o una aparente cara femenina, redonda, de rubicundez exagerada que la semejaba a una poderosa manzana. A mi vez, yo flotaba dando pasitos breves en la dura agua termal. Entonces advertà y advertà al hombre de la canasta sentado a la orilla. Noté que el hombre de la canasta extrajo algo de ésta y lo arrojó al semilÃquido paisaje de la Toscana. Advertà que el nauta desorejado extendÃa un pálido brazo y que con su pálida mano apresaba algo que yo no distinguÃa a la distancia. El canastero se fue.
Proseguà mirando las cabezas, que sumadas a las ya descriptas, significaban un número importante, pero no divisé ninguna desorejada. Envuelta en mi toallón corrà tras el hombre de la canasta que me observó con ojos pálidos de pez. Miré adentro del mimbre verde y descubrà que el vendedor vendÃa orejas. Después me senté. Después me entretuve en la ciudadela edificada en la rocalla gris. Iba descalza a fin de descansar los pies de malandanzas urbanas. SolÃa acomodarme en un pollo pétreo y de verdad nunca me sugerà tan plena habitante de un singular paisaje algodonado de nubes de algodón y preciosas fantasÃas que creaban los giros de las nieblas. Descubrà que ya antes, en los tiempos ya muertos, habité igual dureza frágil que convertÃa a la roca en opalina. Mientras, miraba entorno. Unos yanquis arrojaban latas de cerveza contra el piso. Otros, que terminaban de engullir almejas, se chupaban los dedos uno por uno. Dos, morenÃsimos, hacÃan el amor dentro de un habitáculo que descubrÃa interiores, en lugar de ocultarlos. Regreso a las lagunas abarcándolas de una orilla oeste, donde eleva su estatura un Tiranicida cuya mirada vacÃa igual apunta al este en actitud de ataque mediante una saeta. A fin de ver mejor al tiranicida, me agarré del grueso Ãndice de su pie derecho sobresaliente del borde. Comprobé que el monumento presentaba desgarros a lo largo del cuerpo del modelo. AparecÃa trozado en su total y extensa longitud. El tiranicida me hizo notar que hubo en la Antigüedad, junto a él, otro tiranicida que un rayo de una agresiva tormenta destrozó. También me dijo en un idioma extraño, más comprensible a mi sensibilidad, que los tiranicidas van, o iban, de a dos para exterminar a los tiranos.
Cada hora, cada minuto aumentaban los acuanautas termales; al que atrapó o compró la oreja no volvà a verlo. Fatigada de tantos prodigios, salà de la azufrada cuenca. Ocupé un banco orillero, de hierro. En estado de inercia, me dormÃ. Me despertaron unos nadadores extraordinarios desvelando a las aguas dormidas. Nadar acuatizando en el azufre es difÃcil. Ellos podÃan hacerlo. Eran los duendes de Florencia antigua.
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