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Viernes, 25 de septiembre de 2009
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Entrevista

Una ética de la provocación

La cubana Tania Bruguera es capaz de llevar el lenguaje de la performance hasta la exasperación. Puede, por ejemplo, jugar a la ruleta rusa en plena Bienal de Venecia, como hizo este año. Es que la provocación para ella es una herramienta que no sólo busca conmover al espectador sino, además, convertirlo en “ciudadano” porque ese es el fin de su “arte político”.

Por Dolores Curia
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Tania Bruguera vive y trabaja en La Habana, su ciudad natal, y en Chicago. A lo largo de su trayectoria hizo de la performance su medio de expresión recurrente, método que ha usado para indagar en las relaciones entre arte y poder. Muchas de sus obras exploran cuestiones de carácter político y comportamiento social, como Justicia Poética (2002-2003) videoinstalación que invita a un recorrido a lo largo de un pasillo estrecho, totalmente tapizado con bolsitas de té, donde se ven pequeños monitores que proyectan distintas imágenes de violencia y vejaciones humanas a lo largo de la historia. En El susurro de Tatlin, que tuvo lugar en la Bienal de La Habana a principios de este año, invitó por un minuto a un público de bloggers, artistas e invitados cubanos y extranjeros en un podio con un micrófono a expresar libremente sus ideas –manifestando muchos de ellos opiniones desfavorables con respecto al régimen castrista–.

Otro de sus temas recurrentes es el de la autoagresión ligada a la idea de sacrificio: en Lágrimas de Tránsito (1996) Tania se presenta suspendida del techo con su cuerpo desnudo cubierta con algodones y sosteniendo entre sus manos un corazón ensangrentado como ofrenda para los espectadores. La célebre El peso de la culpa tiene lugar en su casa de La Habana, Tania aparece delante de una bandera hecha con cabellos humanos, amasa tierra cubana con agua y la come lentamente, acción que hace referencia al ritual de suicidio que los aborígenes de la isla practicaban frente a la invasión colonial.

Llevó sus experiencias a niveles extremos, en búsqueda de una acción radical. En Autosabotaje (2009), mientras dictaba una charla sobre arte y compromiso político en la Bienal de Venecia, se puso a jugar a la ruleta rusa frente a un centenar de espectadores. Todo terminó cuando el responsable del pabellón frenó la acción luego del cuarto disparo –que fue al aire, después de que los tres anteriores apuntaran a su sien–.

Actualmente, Tania dirige un proyecto educativo que funciona desde el 2002, titulado Arte de Conducta. Es un espacio dedicado al estudio y desarrollo de las artes performáticas. Un lugar de experimentación, independiente de otras instituciones educativas de la isla, donde trabajan jóvenes artistas cubanos junto con prestigiosos profesores invitados nacionales e internacionales.

¿Cuáles son, según tu óptica, las posibilidades de acción y el poder transformador de las prácticas artísticas en relación a la política, hoy por hoy?

–Si bien creo en las potencialidades del arte como agente transformador, también pienso que este es un acto efímero y específico. Es un poco absurdo cuando tratan de imponerle un potencial transformador al arte que funcionará eterna y universalmente. Cuando influimos o creamos una situación de crisis, es ahí donde el poder necesita demostrarse, manifestarse o dar su opinión, lo cual se da a través de decisiones que afectarán a todos, no creo que siempre el artista tenga la capacidad o la suerte de hacer que las aguas vayan a donde quiere que vayan, ni que el resultado de las cosas que cambian sean las que previó o deseó. Es ahí donde encuentro el problema fundamental del arte político de hoy en día, somos eficientes en cuanto a visualizar problemas sociopolíticos pero todavía no podemos tener un control de los resultados de nuestra obra en términos políticos. Sí es cierto que a cada obra de arte político con intenciones de transformación social o política le sigue una respuesta del poder. Creo que en estos momentos hay una situación ventajosa: existe ya una historia del activismo y una historia del arte político, lo cual nos da una variedad de herramientas. El problema para los artistas está en la necesidad de estar conscientes del constante movimiento de apropiación y resemantización por parte del poder de los elementos de la contracultura y de cualquier aspecto questionador, y que el poder también está consciente y utiliza en ocasiones nuestras mismas estrategias. Creo que la manera de trabajar es utilizando los hechos y no los símbolos. Vivimos en una sociedad de la información y es con esto que debemos trabajar y no con las interpretaciones, debemos confiar en el espectador y dejarle que sea parte activa de esa presentación.

¿No le genera cuestionamientos éticos realizar performance como Autosabotaje?

–Es incómoda la pregunta. Porque muchas veces se habla del arte político desde su apreciación estética y desde ahí se le pide que sea transgresor, irreverente, incómodo, novedoso, que proponga algo diferente. Pero generalmente no exigimos al artista que haga lo mismo con la ética. Con la ética nos sentimos más tranquilos cuando es utilizada de manera convencional, cuando estamos frente a una obra que es “bondadosa”.

La ética se sitúa generalmente dentro de la obra en sí, pero prefiero situarla en las consecuencias de la obra porque el arte político trabaja con las consecuencias, con el resultado, con lo que se genera después de realizada la obra. Muchos artistas interesados por la ética utilizan métodos que son considerados no éticos o realizan acciones “ilegales”, pero a veces no es ahí donde está su propuesta ética sino en la discusión o en el deseo de cambio que ésta genera.

¿Qué rol cree que le corresponde al o la espectador/a en el arte actual?

–A mí lo que me interesa con el espectador es convertirlo en ciudadano. Cuando uno va a ver cualquier manifestación artística se convierte de facto en un espectador, quiero decir con esto que se convierte en un ente que se distribuye, se desplaza, actúa con una función específica que es la de apreciar lo que le presenta el artista y me parece que está perfecto ese ejercicio de distanciamiento. Pero en el arte contemporáneo esto se debe convertir en una etapa de la obra, en la antesala de algo más, la obra contemporánea no debe quedarse en la presentación de las cosas. La segunda parte de esa antesala es la que trabaja con el espectador y en mi caso me interesa que ese espectador deje de “ser”, de “actuar” como audiencia, como público, y comience a actuar como ente civil de una realidad que se propone a través del arte.

¿Qué es la Cátedra de Arte de Conducta?, ¿Por qué eligió el término “conducta”?

–Esto fue consecuencia de mis estudios de maestría en los Estados Unidos donde el uso de la palabra Performance estaba un poco más ligada al Body Art; a una idea de la visibilidad y espectacularidad del arte; a una idea de la narrativa (el yo como medida de autenticidad); al diálogo entre el teatro y las artes visuales interesada. En las acciones de los años ’60 y ’70 en EE.UU. también hubo muchas de carácter estrictamente social que eran un diálogo directo con la identidad de minorías (mujeres, afroamericanos, homosexuales, etc.) pero por alguna razón no fue el foco de estudio. Sentía que debía dejar notar que venía de otra tradición (la del arte de los ochenta en Cuba) donde el gesto era la obra y ésta era política en relación con el poder del gobierno. A mí me interesaban los limítes de la sociedad no los límites del cuerpo, lo cual también me parecía una tradición latinoamericana. Quise recuperar un momento donde los artistas de performance como Vito Acconci hablaban de conducta, palabra que en español se refiere no sólo a un espacio inescapablemente social pero también a un proceso de transferencia. La Cátedra Arte de Conducta fue un proyecto pedagógico para el arte político (creo que el primero en Latinoamérica). Se concibió en el 2002 y se inauguró en enero del 2003.

¿Cómo se financia y se sustenta la cátedra, una institución en la que participan artistas jóvenes con obras notablemente críticas con respecto al sistema cubano?

–Aunque tuve dos becas (la del Príncipe Claus y la de la Comunidad Europea) y el apoyo de algunas instituciones que tienen la posibilidad de financiar a sus artistas (como la embajada española, la polaca y Prohelvetia), el sistema que he utilizado es el de hacer circular el flujo económico que sustenta este proyecto: trabajé dando clases para con este salario sustentar un proyecto pedagógico que era una obra. En estos momentos estoy planificando hacer una obra que es un partido político en París y para esto estoy comenzando a buscar trabajo con los políticos. Esto también garantiza estar metida todo el tiempo en algo que es el tema de mi trabajo, algo que de esta manera se conoce desde dentro de su funcionamiento en la realidad, porque a mí me interesa hacer un arte realista, de hecho hiperrealista.

Tu última performance, de la serie El susurro de Tatlin, causó un gran revuelo a nivel nacional o internacional. ¿Qué reflexiones te provoca ese suceso?

–Que una obra de arte político debe dejarse conducir por el espectador porque es él quien tendrá la temperatura de su tiempo político, no un artista que viene con una suposición, con un teorema a demostrar a través del arte. Que una obra puede funcionar simultáneamente como un monumento a un pasado y como un espacio de futuro. Que la obra no se determina en el campo del significado sino en el campo ideológico.

La performance como medio de expresión dentro de las artes visuales en América latina comenzó a tomar forma a partir de la década del ’70, ¿cuál es recorrido que transitás hasta llegar a convertirla en tu procedimiento predilecto y por qué?

–En mi caso fue un descubrimiento casi por casualidad, ya que fue estudiando la obra de Ana Mendieta. En este proceso hago el viaje “al revés”, partiendo de sus últimas obras hasta llegar a las primeras. Entre ellas considero las más interesantes (y que podrían ser parte de lo que llamo Arte de Conducta): “Rape Scene” (Escena de violación) para la cual invita a sus compañeros de clase que al llegar a su casa encuentran la puerta de la calle entreabierta y al pasar el umbral descubren un cuerpo amarrado a una mesa y medio desnudo, en una escena que reproduce una violación, inspirada en reportes de la prensa sobre una estudiante de enfermería violada. Así como “Untitled (people looking at blood, moffitt)” (Sin título –gente mirando la sangre, moffitt–) que es simplemente sangre derramada en la calle insinuando un posible hecho y “Blody mattress” (Colchón ensangrentado) que es en un cuarto descubierto por un alumno de su clase donde se vislumbra las huellas de un acto asesino. Todas hechas en 1973 y todas jugando con la veracidad de la ficción; con la negociación del descubrimiento; el proceso de visualización y definición de lo que es arte; su relación con la realidad y el uso de “hechos” como maneras de construir la obra. Para mí también fue importante descubrir la obra de Techching Hsieh donde el sentido del tiempo de la obra se expande desde uno a siete años. Estas obras son parte de un arte donde la imagen no basta, donde la experiencia es casi imposible de compartir. Lo que siempre me ha interesado de este procedimiento es lo que puede desatarse, es perder el control sobre las cosas, es hacer vida con el arte.

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