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Viernes, 25 de septiembre de 2009
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crónicas

Simplemente sangre

Por Juana Menna
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Nunca había donado sangre. Hasta que su prima se lo pidió porque tenía que operarse. Así que ese lunes, Magalí tomó el subte por la mañana temprano para hacer lo que, pensó, era apenas un trámite. Llegó a una sala de espera con un televisor pequeño encendido. Magalí es de la época en que la programación de la tele empezaba al mediodía. Así que nunca se acostumbra del todo a las 24 horas de imagen. Y le fastidia un poco, inclusive, que a las ocho de la mañana los/as presentadores/as de tele no tengan cara de dormidos/as, como el resto de los/as mortales. Pero eso era apenas un detalle al lado de la incomodidad que le provoca la pulcritud de los sanatorios.

Una secretaria le entregó una birome y un cuestionario que decía: “Nuestra principal preocupación es proteger al receptor de sangre y a usted mismo”. También aclaraba: “Usted puede retirarse sin responder este formulario”. Aunque, en ese caso, no había donación. Eran 38 preguntas. Las dos que a Magalí más le llamaron la atención fueron las que aclaraban “Para hombres” y “Para mujeres”. En el primer caso decía “¿Tuvo usted relaciones sexuales con otro hombre en los últimos 12 meses?”. En el segundo, “¿Tuvo usted relaciones sexuales con un hombre que a su vez tuvo relaciones sexuales con otro hombre?”

Esas preguntas eran mucho más incómodas que las sonrisas radiantes de los/as presentadores/as de la tele. Magalí respiró hondo y las respondió pensando que lo hacía por el bien a su prima. Primero le pincharon un dedo para comprobar que no estuviera anémica y después pasó al consultorio. Ahí se recostó en un sillón amplio, el brazo extendido con una aguja más o menos gorda clavada en la vena, que iba hacia un sachet transparente de medio litro a través de un tubito. En el otro brazo, Magalí llevaba su revista La Mano: ella quería leer mientras durase la extracción. “Señorita, mejor no se mueva porque la aguja le puede causar un hematoma”, le recomendó un enfermero.

Después, la secretaria le dijo que era fundamental que subiera al segundo piso con un ticket que le dio para desayunar y que se quedara sentada un rato. Pero Magalí pensó que estaba a dos cuadras de la casa de la prima, ahí en Once, que donar sangre había sido muy fácil y que, evidentemente, ella tenía una salud a prueba de extracciones, de televisores prendidos, de mañanas tempraneras y de preguntas sobre sus relaciones.

Salió del sanatorio. Se desmayó a media cuadra. Le duró un par de segundos, los suficientes como para aferrarse a los barrotes del colegio Santiago Apóstol. Recuerda que vio a un hombre con guardapolvo oscuro que le decía “Señorita, usted está blanca” y ella que sólo pronunció como en un rezo la palabra “coca cola”. Después volvió en sí y se tomó la coca cola y llegó como pudo a la casa de su prima, colgada del brazo del portero del Santiago Apóstol.

Su prima vive con la madre, que estaba sola en casa. Magalí le entregó su bolso y se desplomó en un sofá. La tía le sirvió un café cargado, lleno de azúcar y tostadas que Magalí comió sintiendo que, por más que se resistiera, fue mala idea no quedarse quieta un rato.

La tía —viuda de un militar— vio el bolso abierto con la revista, que tenía en tapa a Bombita Rodríguez, el Palito Ortega Montonero, sobre un fondo de banderas de la Juventud Peronista y la leyenda “Luche y vuelve”. “¡¿Qué es esto en mi casa?!”, preguntó. Magalí pensó que ése era el día de las preguntas donde las respuestas políticamente correctas importaban más que las verdaderas. Además, en ese momento quería desayunar. Entonces soltó una obviedad: “Es una revista de rock”. La tía respondió “Ah”, y nada más.

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