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Viernes, 7 de febrero de 2003
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Sociedad

La tierra prometida

Ni la posibilidad de la guerra, ni los atentados, ni siquiera los testimonios de quienes ya se han ido y no encuentran lo que buscan, pueden desanimarlas. Para algunas familias judías –más o menos practicantes de su religión–, Israel sigue siendo un destino en el que esperan encontrar el futuro que aquí sienten expropiado.

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Por Sonia Santoro

Patricia es una mujer casada con tres chicos. Hasta hace poco, su marido era un comerciante fructífero y ella una profesora de inglés con trabajo. Pero la situación del país destruyó sus trabajos y poco a poco, pero con firmeza, fueron perdiendo todo. Desde octubre, su familia está desintegrada: mientras su marido y sus dos hijos mayores viven en un hotel, ella y el hijo menor están en la casa de sus padres. La razón: no pueden mantenerse. A tal punto que reciben tickets de comida de la comunidad judía para poder sobrevivir. En marzo, se irán a vivir a Israel. La única certeza que los empuja es la confianza en que los van a ayudar. “Mi país es la Argentina y no me ha dado, me ha quitado desde lo material hasta lo emocional. Israel no es mi país, no es mi patria, tiene que ver con mi religión, pero me va a dar mucho más de lo que pueda tener acá”, dice.
¿Quién imaginaba que los judíos podían estar pasándola muy mal en la Argentina? Mientras lo usual era que unos mil judíos por año dejaran el país, en el 2002 la emigración se volvió compulsiva: 6300 argentinos-judíos decidieron que ya no tenían nada que hacer acá. Y en la Agencia Judía presumen que este año la cifra se va a sostener, incluso va a aumentar.
Patricia y su familia se van a Instalar en Beer-sheva, la capital del desierto del Neguev. Hace 20 años vivió dos en esa ciudad. “En ese momento cayó una revista y hablaban de los kibbutz y fuimos como por una necesidad de cambiar de aire, de lugar, hacer otra cosa. Nos fue económicamente bien, pero yo no me adapté a las costumbres”, cuenta. Aunque se volvieron por problemas familiares, hoy no tiene miedo de vivir en un país completamente distinto de la Argentina y en conflicto permanente. “Lo más difícil es lo de la guerra, pero se toma con naturalidad. Elegí esa ciudad porque es el lugar más seguro que hay en Israel, está en medio del desierto. Me cuidaré de viajar a la zona de conflicto”, comenta.
Lo que quiere dejar en la Argentina es el futuro incierto de sus hijos. “Mis hijos tienen 20 y 24 años, no consiguen trabajo y están dando vueltas como parias todo el día. Acá con ellos no marcha la cosa, allá hay como un culto del estudio y del trabajo, y todo tiene un rédito”, dice.
Patricia, como muchos otros judíos que tal vez nunca fueron practicantes, se acercó a la Agencia Judía para pedir ayuda a la comunidad. Desde el 2000, la psicóloga Norma Bojman coordina un grupo que les brinda información y contención psicológica a los que quieren partir. “Hoy viene la gente que nunca pensó en vivir en Israel, pero que habiendo caído abruptamente en lo económico recurren a la comunidad judía para poder comer. Yo recuerdo que un rabino dijo que antes él tenía un templo con un primer piso para grandes fiestas y ahora se transformó en un gran comedor que cada día da de comer a mayor cantidad de personas”, cuenta.
Al principio, quienes se acercaban eran profesionales, clase media pauperizada. “Hoy es gente que come una vez por día, que alguna vez fueclase media baja, que tienen entre un año y cinco de desocupación porque la mayoría no tiene oficio y que dependen de algún tipo de subsidio o ayuda”, explica Bojman.
El proyecto es irse a Israel, un país duro, un país en guerra. “Pero para esta gente cualquier mano que se les tienda en cualquier país del mundo van porque, si no, van a terminar dentro de seis meses viviendo en la calle”, agrega.
La situación de Adriana no es tan grave. Tiene trabajo, es auxiliar de portería en una escuela desde hace 14 años. Y tiene un hijo de 15. Lo que no tiene, aunque trabaje, quiera, insista, es un vivir con tranquilidad, sin lujos, pero con comodidades. “Quiero salir adelante y siempre estoy estancada, las cosas no van, yo pienso que allá me va a ir mejor porque sería un cambio. Pienso, no sé”, comenta.
La incertidumbre es seguramente un ingrediente inevitable de todo exilio. En estos casos es muy fuerte. Nadie llega a Israel con un trabajo arreglado de antemano.
Sandro escribe su testimonio desde Israel, donde vive hace siete meses. “Jamás me pude acomodar a lo que me imaginé que tenía que hacer. Llegar, estar en el merkaz (centro de absorción) dos meses, estudiar y después salir a la vida aquí. Nada de eso ocurrió. El hecho de estar dos meses hace que uno ya esté obligado a pensar en buscar otro lugar para vivir pronto. La falta de dinero, el subsidio que no alcanza para nada, desde que llegué las cosas no paran de aumentar –cuenta desesperado–. Todos los trabajos son pagados por hora y a veces uno llega a trabajar unas 8 horas por semana o directamente nada, se recortan presupuestos constantemente, se juega con los olim (inmigrantes) todo el tiempo. En mi trabajo como seguridad en fútbol (tengo tres trabajos y no llego a completar un sueldo mínimo) me llamaron para un partido y faltando horas me dijeron que no vaya porque no había presupuesto... Al igual que todos, vine con proyectos, con ganas y descubro que es igual y aun peor que la Argentina; eso sí: todos comen aquí, pero ya hay gente pidiendo en la calle, yo lo veo, tomé fotos. Yo vine a buscar un lugar y estoy afuera, yo no quiero más subsidios, cacerolas, frazadas, asistentes, psicólogos, charlas de trabajo, Sojnut (Agencia Judía) y todo eso, quiero trabajar dignamente de lo que sea, ¿es mucho pedir?”
Adriana Katz, coordinadora del departamento de Aliá de la Agencia Judía, reconoce que “Israel no está fácil, es verdad”. Pero asegura que el éxito o el fracaso de la inserción en Israel depende de cada una de las personas. “Lo que hace que las personas se inserten mejor o peor a una sociedad depende de muchas cosas, de la entereza personal, de la profesión, de su situación física, anímica... Hay personas que se van, pero nunca terminan de irse, siempre están enganchados al mate y al asado.”
Katz explica que, al ser un país de inmigrantes, Israel tiene una infraestructura adecuada para recibirlos: hay hoteles donde reciben a los inmigrantes por 2 meses o 6, si tienen que hacer una reconversión de su título. “Ahí estudian hebreo y tienen la posibilidad de armarse un pequeño comienzo, estar contenidos; tenemos talleres para inmigrantes, hay trabajo con la gente para ayudarlos a empezar el camino de forma más correcta y menos traumatizante de lo que de por sí es un proceso de inmigración”, cuenta.
En ese proceso inmigratorio, el papel de la mujer es muy fuerte, cuenta Katz. “Vemos que muchas mujeres que acá son amas de casa tienen habilidades que las usan allá incluso para llevar a la familia adelante porque el hombre que tenía su negocio, su empresa, su profesión, se desmoronó y moralmente es tal el deterioro que no puede rearmarse para salir adelante. Y ahí la mujer toma las riendas y cocina, limpia oficinas, cuida chicos. Allá es muy común trabajar de limpieza, se gana muy bien. Yocomo estudiante trabajaba limpiando escaleras de edificios porque no hay porteros. Se hace de todo, hay que entender que en un proceso migratorio la escala de valores cambia. Y cosas que no harías en tu país, las hacés en otro país porque son otros los códigos, porque no te queda otra, porque se te van todos los escrúpulos”, comenta.
La historia de Laura y Jorge a fines de febrero se empezará a escribir en Israel. El es electricista, pero como ya no tenía trabajo probó poniendo un delivery, que el primer semestre del 2002 terminó de llevarlo a la ruina. Ella es psicóloga y ve que su consultorio no tiene larga vida. “Veo que la situación de los profesionales independientes es trabajar para las prepagas, es el gran negocio de la salud. Y si uno no está ahí, el consultorio privado desapareció, con lo cual tiene que trabajar por cinco pesos la sesión en una prepaga”, dice Laura.
Hace un año y medio, cuando la situación venía de mal en peor, empezaron a averiguar sobre ese destino que su religión les tenía reservado desde siempre. “Empezamos a elaborar este proyecto, con e-mails con amigos, viendo las posibilidades que teníamos allá. Incluso en la movida de diciembre del 2001 nos decían que nos vayamos inmediatamente porque ellos veían a la Argentina como nosotros vemos a Israel, llegan las noticias de situaciones extremas, como los bombazos, los suicidios, pero la vida allá es con gente alegre, con gente con proyectos...”, dice Jorge.
Paradójicamente, su proyecto de vida los lleva hacia un país en guerra. ¿Hacia la muerte? Jorge está convencido de que no: “La palabra guerra asusta, pero acá yo era una persona que circulaba a la noche con mi reloj, con dinero en mi bolsillo, sin ningún problema. Hoy, cuando salgo, me saco el reloj, había dejado de llevar plata, pero después se transformó en riesgoso estar sin plata”. “Yo me jugué por mi país, en los ‘70 estuve en la militancia dura... Pero de un Estado que me ha desprotegido totalmente, con gran dolor, me tengo que ir. Allá me voy a un país de derecha, pero es democrático a pesar de todo”, dice Laura.
Jorge deja a sus dos hijas, que tuvo en otro matrimonio, y a un nieto. “A ellas les duele mucho que me vaya, pero como pinta la cosa voy a ser una carga para ellos. Mis hijas también tienen problemas y de alguna manera tienen en la mente la posibilidad de irse... Así que por ahí me quedo por ellos y después ellos se van”, dice Jorge. Laura se lleva a su hijo mayor y la menor, de 18 años, se quedará con su padre en la Argentina hasta que decida qué hacer.
El punto de arribo será la ciudad de Ashdot. Durante seis meses estudiarán hebreo y Jorge hará la reconversión laboral, como los miles de argentinos que van llegando. ¿Después? Tal vez nunca mejor dicho: Dios dirá.

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