Desde que nació nuestro hijo Iván, hace apenas unos dÃas, la casa está hecha una fiesta. Manos amigas la prepararon para su bienvenida. Llenaron la heladera, limpiaron el polvo que quedó tras la huida intempestiva a la clÃnica, organizaron la compra de pañales. Desde entonces es una suerte de limbo: llena de flores y bombones, como en los cuentos. Hasta con tules que cuelgan del techo (que son para los mosquitos, pero parecen también escenografÃa de cuento). Otras amigas y amigos no paran de donar tiempo, de traer tortas, de cocinarnos, de regalar fotos y dibujos, de enseñarnos rituales para tratar con esta nueva vida que ha tomado la nuestra.
La fiesta es también una desmesura. La casa se desborda. De objetos inesperados (tenders, bañadera, gasas y óleos). De un tiempo totalmente dislocado. De un flujo sin fin de trabajo doméstico, de cuidados, de horas sin borde, de vigilia alterada.
¿Cuánto dura una fiesta? Esta, la de nuestra casa, coincide con el calendario navideño que se ve pasar por las vidrieras y por la TV, pero no tiene nada que ver con ella. Esta es una fiesta sin fin. Por lo tanto, una capaz de tener sus momentos de repliegue, de tristeza y hasta de desesperación. Por eso, como toda fiesta,
es una fiesta imposible sin una comunidad
de amigos, sin la complicidad de una tribu que puebla la casa como si fuera terreno de celebración.
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