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Viernes, 12 de febrero de 2010
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¿QUE PRETENDE USTED DE MI?

La publicidad impone a la mirada imágenes de mujeres seriadas, cuerpos homogéneos que construyen lo femenino obturando la diversidad de las mujeres, imponiendo un modelo con violencia, aun cuando esa violencia pase inadvertida por fuerza de la repetición, el hartazgo o el consenso de la mirada masculina. Mujeres inertes de deseos ocultos e ignorados que parecen insistir con aquella pregunta de la Coca Sarli para esperar ninguna respuesta.

Por Eugenia Tarzibachi*
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Está plagado de mujeres. En nuestra vida cotidiana vemos exhibidas cientos de imágenes de mujeres. En programas y tandas televisivas, en publicidades gráficas y tapas de revistas de consumo corriente o en la vía pública. Y no es un dato menor que nuestra posibilidad de elegir verlas o no se encuentre comprometida cuando transitamos por las calles de la ciudad. En esa situación, la oferta deja de ser un convite. Aunque no queramos, somos testigos de esa forma de presentar a mujeres in effigie que empapelan el paisaje urbano. Ese detalle permite dar un sentido concreto a una constatación de otro orden: un determinado cuerpo de mujer se impone en lo que vemos para connotar “lo femenino”. Una imagen clisé de la mujer se repite hasta lograr estilizar un cuerpo ideal mediante una forma de presentarlas que puede leerse como una performance de la feminidad enfatizada. Tanto es así que esas imágenes ya no agitan nuestra mirada. De alguna forma, su frecuencia (y algo más que la mera repitencia) nos anestesia respecto de los efectos de su violencia.

¿Bajo qué operaciones simbólicas “cientos de mujeres” pueden reducirse a Una, es decir, ninguna? ¿Cómo son presentadas las mujeres en esas imágenes clisé? ¿Cuál es su “lugar común” en la publicidad? ¿Cómo se descompone la fórmula de su belleza?

¿HAY ALGUIEN ALLI?
DESAPARECIDAS EN LA HIPERPRESENTACION

Mujer ornamental, carnada, estatua, fragmentada y/o mutilada por biointervenciones “plásticas”. Son mujeres espectaculares, sombras espectrales, imágenes de mujeres en las que se difuminan las marcas que condensan la densidad del ser: el nombre propio y el rostro. Mujeres anónimas por el efecto de su presentación en masa. Una de las últimas publicidades de AXE constituye un analizador para reflexionar sobre el uso de la metáfora de la plaga para presentar en imagen a mujeres on sale. Las que nos dan a ver todos los días son tantas y tan parecidas entre sí como aquellas de esa publicidad que salen corriendo del mar o entre las montañas, pisándose las cabezas, para alcanzar a un único destino: un hombre irresistible por el Efecto AXE. “Usás más, ganás más”, dice un texto lacónico pero contundente. Al reponer los sujetos tácitos del enunciado encontramos una equivalencia. Desodorante y mujeres son ubicados en la misma serie de las cosas, objetos de intercambio o bienes de consumo.

En este caso, la cosificación necesaria para tornar mercancía al cuerpo de las mujeres opera, por lo menos, a través de dos vías. El ser de las mujeres se reduce a sus cuerpos, los que –¿por ser idénticos entre sí?– se transforman en “el cuerpo de la mujer”. Cuerpos previsibles como el de animales, pedazos de carne animados, impermeables al lenguaje y exceptuadas del movimiento incalculable que causa la búsqueda del oscuro objeto del deseo. Esas mujeres no desean ese objeto por definición errático y escabullible. Por el contrario, como los perritos del experimento pavloviano, el indicio de la existencia del contenido de ese fálico objeto negro (los rastros del perfume) sirve de estímulo suficiente para activar una respuesta refleja de búsqueda inhumana. El carácter de esa búsqueda no sólo responde a la posición en la que coloca a las mujeres; el modo de figuración de ese hombre de alguna forma también supone la restitución ilusoria de una animalidad extraviada. En esa búsqueda desesperada y enceguecida, que las conduce sin desvíos y vacilaciones al hombre-meta, todas esas mujeres se hacen Una. “Un ejército de mujeres”, rezaba hace un tiempo la publicidad de un shopping. En estas imágenes, mujer se declina en plural sin hacer lugar a la diferencia, sólo como multiplicación de una mismidad distinguible por el color de cabello.

Se trata de mujeres obvias, unificadas desde la mirada masculina (hegemónica) en un único cuerpo ideal que estalla en miles idénticos entre sí. Son figuradas como una llanura sin secretos: literal y metafóricamente, mujeres planas, chatas, sin pliegues. La simplificación publicitaria de un concepto es llevada al extremo tras plantear una suerte de fórmula masculina para “ganar más”, ya no dinero, sino mujeres expropiadas de su estatuto de ser deseante. Mostrar a una mujer transparente que, como un animal sacia una necesidad en un objeto, es lo opuesto a mostrarla como un sujeto deseante, por definición opaco, enigmático y circunvalado. Exceptuadas del estatuto de sujetos deseantes y presentadas en carácter de plaga de mujeres idénticas y salvajes, las mujeres son desaparecidas. La Plaga y La Gioconda son dos imágenes que resumen una oposición entre dos miradas hacia la mujer.

La publicidad de AXE es sólo un umbral para cruzar hacia una reflexión sobre algunos asuntos que asedian nuestros ojos en el día a día. Si en el universal no entran los sujetos, ese modo de mostrar semejante cantidad de mujeres idénticas hace desaparecer a la mujer en singular a pesar de producir Uno. Ese Uno no es una mujer con nombre propio, es sólo un ideal. No hay allí ninguna mujer, solo un ser ficcional, eje de medida. En esa uniformidad de presentación de las mujeres opera una suerte de un arrasamiento de su subjetividad que, para ciertas autoras, tiene el carácter de progromo. Cientos de cuerpos idénticos entre sí, cuerpos deshabitados para ser contemplados y consumidos, producen el efecto de un progromo visual de las mujeres. Mujeres desaparecidas entre los espejitos de colores de la publicidad.

ESPEJITO, ESPEJITO,
¿QUIEN ES LA MAS BELLA DEL REINO?

Recuperar esa pregunta extractada de Blancanieves, una narrativa infantil tradicional que aún hoy cautiva a las niñas, tiene relevancia al dejar entrever el engarce histórico entre tres términos: belleza, feminidad y cuerpo. La asociación entre ellos se encuentra tan encarnada en la cultura que su equivalencia resulta una verdad de Perogrullo. La pregunta la hace una mujer ofreciendo lo visto de su cuerpo para que el Otro, hecho mirada, pueda proferir la verdad revelada. La presencia en el espejo de una voz masculina es un detalle interesante para pensar el reflejo y su vinculación con la mirada en la determinación de esa asociación de términos que roza la sinonimia. Tanto es así que en La historia de la belleza, George Vigarello ni siquiera tiene necesidad de aclararnos que se referirá a la construcción sociohistórica de la belleza del cuerpo femenino.

En el reino de la publicidad, la respuesta a esa pregunta es Una. Lo que no significa una mujer en singular, sino un modelo de mujer que se figura como ideal y sutura el sentido de un significante vacío como es “la mujer”. Se trata de una mujer que se reduce a su cuerpo. La imagen clisé de la mujer en la publicidad es la de un cuerpo estetizado por la intervención cultural de sus emociones y de algunos procesos corporales fisiológicos. G. Vigarello nos advierte que, en el transcurso del siglo XX, la silueta triunfa sobre el rostro y la belleza deja de ser un destino vinculado a lo que toca “al azar” para convertirse en un proyecto construido a voluntad. La belleza “se democratiza” porque “todas” pueden acceder a ellas con esfuerzo y/o dinero. La publicidad dirigida al target de mujeres consumidoras basa su razón de ser en esta presunción.

En el registro agradable y fascinante de la felicidad como ausencia de conflicto, se les dice que hay aspectos de su ser que son desagradables. Basta recorrer los productos y servicios ofertados a mujeres para reponer esos procesos corporales por los que son llamadas al consumo para detenerlos, rectificarlos, ocultarlos, higienizarlos, maquillarlos en pos de un determinado cuerpo bello que las haría entrar en la serie de las mujeres. Arrugas, sangrado y dolor menstrual, flujo vaginal, aspereza del pelo y la piel, celulitis y flacidez de los músculos, kilos y centímetros “de más”, materia fecal, acné, cansancio, sudoración, vello en zonas que no sea la cabeza. Lamentablemente, la lista continúa y agrega emociones. El contenido latente de esas imágenes dice que todo eso que sale del cuerpo de una mujer no debería hacerlo. Sin embargo, en paralelo, son llamadas a expulsar los desechos retenidos –sin siquiera poder nombrarlos– con un laxante disfrazado de yogur bajo la misma lógica argumental: las ponen feas como las sensaciones que genera estar inmóvil en una autovía taponada bajo un día gris (hinchadas, pesadas por congestión y sobrecargadas, malhumoradas por la lentitud). Todo lo que debiera sobresalir de nuestro cuerpo pareciera ser una cola firme de piel de durazno y un par de pechos (ya no de miel) sino siliconados, protuberantes y turgentes. Estetizando esos procesos corporales, su forma y ciertas emociones, esa mujer ideal que nos muestran se alinea con un canon de belleza corporal. Pero esos son sólo algunos rasgos de LA mujer entendida como cuerpo-objeto de intervención y contemplación. La pregunta que le profiere la madrastra de Blancanieves al espejo también nos habilita a pensar en otro elemento de ese canon de belleza que le otorga funcionalidad a un conjunto de rasgos estéticos que producen, por épocas, la imagen de una mujer considerada bella. Se trata de una posición subjetiva que parece ser “femenina” respecto de la mirada aprobatoria, ajena (y deseante) que produce esa belleza canónica. Aunque no hace falta aclararlo, la mirada es mucho más que una visión producida con los ojos.

Desde pequeñas, las mujeres somos testigos de los rasgos de un ideal de niña que cultiva el olfato, la suavidad del cuerpo y las palabras, la dulzura en las maneras y, muy especialmente, la sensibilidad por la forma en que debe ser vista ante los demás. Sin ir más lejos, días antes a la festividad navideña, una publicidad gráfica de Barbie destellaba en la ciudad con el rostro de la muñeca sobre un fondo rosa chicle y un mensaje que interpelaba a las niñas diciéndoles: “Pedí un regalo rosa”. Sería raro imaginar a un personaje masculino que les sugiriera a los niños pedir un regalo celeste. Interesa detenernos en la importancia que tiene el rosa en la infancia para la definición de lo femenino porque el color remite a lo visual y puede haber allí un elemento sugerente para pensar la construcción lenta, paulatina y sobredeterminada, de la relación de la mujer con la imagen de sí. En Modos de Ver, John Berger sostiene que la posición femenina de serparaotro (en la versión del sometimiento de la mujer a la tutela masculina) es posible a costa de partir su ser en dos. Ese desdoblamiento se relaciona íntimamente con la necesidad de ir acompañada constantemente por la imagen que tiene de sí a partir del examen de su persona. Ese escrutinio lo realiza una mirada masculina interiorizada, una suerte de supervisor ajeno y familiar (ominoso), que la torna un objeto visual.

La última publicidad de Twistos es esclarecedora al respecto. Sentencias proferidas por ideas intrusivas y denigrantes le comen los sesos a una joven de 32 años a partir del minuto cero en que amanece. Sí, desde que amanece porque el despertar vendrá más tarde y fugazmente, para tomarse un descanso. Se trata de un pájaro carpintero que hostiga a la muchacha con mensajes reiterados al compás de un picoteo rítmico en la superficie de su cabeza. La tortura mediante el efecto de la reiteración:

El supervisor que te gusta es casado (cuando la joven busca en un hombre que desea ese sentido primero de su vigilia que le permitirá levantarse).

Estas pareciéndote a tu mamá cada vez más (mientras mira, apáticamente, su imagen en el espejo).

Se te está cayendo todo (mientras pedalea, sin avanzar, en una bicicleta fija).

Tenés 32 y seguís sin novio (rendida, con la cabeza gacha, bajo la lluvia de la ducha).

Tenés que hacerte la depilación definitiva (cuando termina de vestirse para salir al mundo de donde provienen esas voces que son ecos de ecos de ecos).

Te hacés las lolas o te vas a Buzios. Ese es el último repiqueteo sonoro antes de dejarla “libre”. Un tiempo de libertad se inicia y parece definirlo ella misma. En ese instante, la alineación en la mirada que representa esa ave insidiosa con voz masculina queda expuesta porque es la misma joven quien reduce el poder de ese Otro que la evalúa y juzga. Pero, ese acto en que cae ese velo pierde potencia libertaria cuando la publicidad coloca el cese de su asedio en estatus de break al que se accede también por voluntad individual. Como si el peso de los mandatos sociales que organizan sólidamente una definición hegemónica del modo de ser mujer pudiera “desvanecerse en el aire”, como el pajarito, por decisión individual.

Si bien las imágenes publicitarias tienen una vida fugaz, salvo excepciones, las nuevas imágenes publicitarias para mujeres cambian la forma pero, en los últimos treinta años, no varían demasiado la estructura de su narrativa. Como en la infancia, casi siempre nos cuentan el mismo cuento. “Cinco minutos, me tomo un té” era el slogan de una vieja publicidad de La Virginia que hoy se recicla con otro producto y otros contenidos de una exigencia social que cansa y desgasta. En este caso, sólo se trata de un descanso respecto de ese torturador camuflado de un naive “pajarito loco”; un supervisor, aquel Otro que funciona como ojo de pez o gran angular y desnuda la (im)perfección corporal y la posición sentimental de esa mujer respecto de un hombre. Podemos deducir que esta publicidad presenta dos marcadores del éxito social de una mujer porque ese Otro severo y enjuiciatorio habla en ella midiéndola respecto de un ideal. Esta publicidad constituye una gran pieza en la figuración de la “auto”-sujeción de la mujer en una mirada masculina que exige una mujer ideal y controla las “desviaciones” de sus aspirantes desde las huellas de lo visto.

La configuración de la masculinidad hegemónica es la que se erige en una mirada deseante que organiza la escena de diferentes maneras y vertebra la ética y estética de un régimen visual contemporáneo sobre las mujeres. La mujer ideal, objeto visual nacido de esa mirada activa, puede ser presentada por la positiva (definiendo la belleza de la mujer exhibida) o por la negativa (mostrando la desviación que remarca los límites del ideal). Publicidades como las de AXE –que aluden a escenas organizadas por los sentidos del refrán “Bendito tú eres entre todas las mujeres”– también se reciclan una y otra vez en las imágenes publicitarias contemporáneas cuyo target son varones consumidores. Es esa mirada masculina la que unifica a esas mujeres en una, condensando otro dicho popular: “ellas son todas iguales”. Un efecto semejante, aunque no idéntico, produce sobre los hombres. Ahora bien, estando él ausente de la figuración visible, esa mirada también “da cuerpo” a la mujer bajo la forma de una mirada deseante o examinadora en muchas publicidades cuyo “blanco” es el público femenino. En la última publicidad de Twistos, esa mirada esencial pero invisible a los ojos se personifica en el pájaro. Y la presentación de una mujer ideal se figura por la negativa.

Recorriendo imágenes del arte y el cine, John Berger y Laura Mulvey ya han planteado que la mirada deseante es y ha sabido ser masculina. La mujer, en cambio, es y ha sido presentada como pura presencia, objeto de la mirada. Tan sólo describir una pose puede traer a nuestro recuerdo cientos de imágenes publicitarias. Me refiero a una mujer mirando sensualmente a quien produce su belleza, entreabriendo los labios, levantando los brazos que recogen su cabello, o elevando sutilmente la falda y dejando (con el otro brazo alzado) el torso descubierto y sin barreras, para ser tomada sin resistencia. Activo y pasivo, masculino y femenino se extienden al campo de la mirada en esas imágenes. Esa mujer es un ideal para las mujeres espectadoras al connotar “la otra mujer”, esa que es objetocausa del deseo masculino. John Berger resume las posiciones femeninas y masculinas en una fórmula: los hombres actúan y las mujeres aparecen. Ellos actúan mirándolas y las mujeres aparecen como una visión, una presencia de pose calculada compuesta por la especulación de la imagen de sí siendo miradas por un hombre ficcional. Esa supervisión es un nombre casi imperceptible de la tutela sobre las mujeres. De esta forma, la mujer se petrifica como objeto visual, al modo de una estatua. Su valor parece estar a la vista. Por lo tanto, un cuerpo obsoleto amenaza permanentemente desde las sombras cuando los rasgos de la juventud y cierta forma normalizada de la belleza física quedan depositados de manera exclusiva en otro cuerpo que no es el propio. De esta forma, se abre una distancia que hace lugar todo tipo de desprecios hacia las mujeres.

Me interesa retomar la originalidad de una intervención realizada por Jirí Kolár sobre “La Maja desnuda” (Goya) para reflexionar sobre los efectos de esa mirada. Si los ojos pudieran arañar es el título de esa intervención hecha de raspones serpenteados con punzón sobre la imagen del cuerpo de esa belleza de mujer de otro tiempo. De esa manera, Kolár logra plasmar el dominio sobre esa mujer, desnudando el recorrido y la textura de la mirada masculina. “Si sus ojos arañaran, estaríamos magulladas”, es la conclusión que salta a la vista de esa intervención.

LA MIRADA DE MEDUSA

Es una mirada petrificante que quita el ánima al ser que acepta su propuesta visual, es decir, fija como cuerpocosa a aquel que es cautivado por su imagen. Lo deja tieso hasta hacerlo desaparecer. La mitología griega presenta a Medusa como una mujer de destacada belleza que se transforma en asesina luego de haber sido ultrajada por Poseidón. Convertida en un monstruo femenino representa una mirada que mata. La historia de ese personaje del inframundo remite a abusos y asesinatos a través de un tipo de mirada. Parece exagerado pero, corrido un velo, de eso se trata. Y retomando el aspecto de ese personaje mitológico que lleva serpientes en la cabeza, la mujer de la publicidad de Twistos ofrece un parangón al mostrar una congénere que con un animal hiriente en la cabeza condena a una mujer (que es ella misma como objeto y agente de la mirada).

Esa mirada aniquilante de la subjetividad de las mujeres es la que nos permite retornar a la metáfora inicial del progromo. Presentar a las mujeres de un modo ritualizado y reducidas a un cuerpocosamercancía a poseer es un modo de ocultarlas e invisibilizarlas y permite reconocer un régimen de visibilidad de la mujer en la cultura. La ética de la mirada hacia la mujer plasmada en las maneras de mostrarlas constituye paso necesario para despertar de la anestesia que aspersionan, no sólo imágenes clisé como las recorridas, sino también las imágenes choque que se autoproclaman revolucionarias respecto de un canon de belleza y representativas de una mujer “normal”.

El “nicho” encontrado por las campañas de “mujeres reales” de Dove (marca que pertenece a Univelever al igual que AXE) o la publicidad de Twistos y las reacciones de celebración de las mujeres ante esas y otras imágenes alternativas son elocuentes. Claro está que esas imágenes no pueden provocar por sí mismas ese mensaje vacío que emana de las mismas revistas y empresas que producen contenidos sexistas: “Está surgiendo una nueva belleza”. Principalmente porque la belleza –o no– de esas mujeres no se componen únicamente por determinados rasgos físicos ideales, objetos y servicios de moda (que también dan forma al cuerpo), sino por una determinada posición en torno a la mirada ordenadora de una presentación visual de las mujeres. Esas imágenes demandan un análisis cauteloso ante los vaticinios arrebatados referidos a la deconstrucción que producirían de aquellas normas de género que envilecen la humanidad de las mujeres. Lo cierto es que el festejo manifestado por las mujeres ante algunas imágenes publicitarias que muestran mujeres “con pliegues” (y que nos contentaremos con llamar aquí –y por ahora– “imágenes alternativas”), hacen sentir la sed de reconocimiento más que el hambre de ver a mujeres “normales”. En este punto se condensa una gran discusión que excede los límites de este escrito, pero importa mencionar que rubricadas bajo esos términos patologizantes, ¿desde qué posición, si no es desde un nuevo ideal, alguien podría autoproclamarse “normal”? De esa forma también se reafirma un ideal social, eje de medida, que impone una exigencia para poder entrar en la serie de las mujeres. Como lo planteara Susan Sontag, en Ante el dolor de los demás, la imagen clisé y la imagen conmoción son dos aspectos de la misma presencia.

Por último, sólo resta aclarar que sería imprudente hablar del “impacto” en la vivencia subjetiva que en cada mujer tiene la presentación clisé de la mujer en la publicidad. Esa relación causal es imposible de hacer más que con los animalitos que no somos. Pero sí podemos afirmar que ese modo de asediar nuestra visualidad con una determinada imagen de “La Mujer” tiene implicancias imprecisas pero inocultables en todas nosotras. Si hay algo que esas imágenes dificultan es ese acto íntimo que maravillosamente puso en palabras Julio Cortázar al describir el paseo de La Maga frente a su imagen en el espejo y es, nada menos que, “pasarse los ojos por la piel en una lenta caricia”. Esa estética tan reiterada y canónica de una mujer que hace de cada imagen un dejà vu, descubre una ética de la mirada hacia cada una de nosotras que degrada nuestra humanidad como mujeres. Sobre todo, cuando la mirada de Medusa se hace cuerpo de mujer. Ante esa mirada, es necesario interponer una y otra vez la pregunta lacaniana ¿Qué me quieres?, una interrogación que retomaremos de boca de un icono de la belleza femenina, “La” Coca Sarli. “¿Qué pretende usted de mí?” es una pregunta que ella enuncia en dirección a un hombre que la mira, urgido por poseerla sexualmente, un ser que es metáfora de ese Otro que es esencialmente mirada deseante. Desde la posición de “La Coca” y en el marco de este texto, ésa es una pregunta retórica, una de esas preguntas de respuesta consabida.

* Psicóloga, doctoranda en Ciencias Sociales (UBA-Flacso-Conicet).

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