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Viernes, 3 de septiembre de 2010
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Ni ángel ni demonio

Por Marta Dillon
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No importa cuánto se busque en la web, de su biografía hay apenas un puñado de palabras: tiene 28 años, es hija de una alemana y un marroquí, quedó embarazada a los 17 y fue fugazmente famosa entre 2000 y 2003, entre los 18 y los 21, después de quedar seleccionada en un casting para integrar un grupo de música para adolescentes inspirado en las inglesas Spice Girls; en este caso se trató de No Angels, célebre sobre todo en Europa Central. Pero no fue por ser actriz y cantante que su nombre y su cara se convirtieron en reconocibles en el mundo entero, sino por haber sido condenada a dos años de prisión en suspenso y a 300 horas de trabajo comunitario por haber infectado con el virus del VIH al mismo agente del que dependió su carrera mientras fue cantante, de quien no se consigna edad, ni siquiera nombre completo –probablemente eso se sepa en Alemania, pero no mereció su traducción a otros idiomas–, ni tampoco las razones por las que el señor evitó ponerse el preservativo al momento de tener relaciones con la No Angel. La prueba de que fue a partir de Nadja que él se infectó es tan escueta y reveladora como la biografía publicada de la joven. Un médico, Josef Eberle, explicó “que la cepa del VIH es la misma en los dos casos, y es una cepa muy rara en Alemania”. Hay que contar, claro, con la confesión de la condenada, que se llamó a sí misma “cobarde” por no haber tenido el coraje de hablar por miedo a la exposición pública, a perder su carrera, a que se estigmatizara a su hija. Porque Nadja tiene una hija y fue durante su embarazo, siendo adolescente, que supo que tenía VIH durante un control de rutina. ¿Alguien le preguntó a Nadja cómo se había infectado entonces? ¿Habrán tenido algún asidero los temores de Nadja que sellaron sus labios? Recorramos algunos titulares: “Elude cárcel cantante que contagió con VIH a su pareja” (El Mercurio, Chile), “Pena leve para una mujer que contagió sida” (El Comercial, Perú), “Tiene sida, no le avisó a su pareja y lo contagió” (Clarín, Argentina). En todos los casos la foto de Nadja aparece nítida y la condena social apenas diluida. No importa que la niña –lo era cuando tuvo relaciones con su agente– se pueda haber sentido vulnerable al momento de decidir callar. Qué importa que haya sido entonces una madre adolescente, demasiado morocha para el antisemitismo que campea en Alemania en forma de bandas armadas, candidatos que lavan más blanco y discursos políticos que casi todas las fuerzas y hasta de la sociedad civil. Con recordar que Judith Buttler se negó a recibir un premio de las ONG dedicadas a la diversidad sexual por su política de criminalización a los migrantes puede alcanzar para tener una dimensión de esto. Qué importa que Nadja haya temido que su imagen se cayera de los favores del agente que la había seleccionado. ¿O será que todos esos antecedentes importaron demasiado a la hora de procesarla? Si le redujeron la pena que la acusación exigía en 10 años fue porque se arrepintió, porque dijo que era su culpa y su gran culpa, porque alisó sus rulos y se quitó el maquillaje, es decir, limó las aristas de la amenaza, con ese aspecto ya no será tan fácil caer en sus garras, al fin al cabo cumple con lo que se espera de una rea.

¿Alguien se preguntó a lo largo del juicio cómo es que se infectan a diario cientos de miles de personas? Probablemente, y tal vez –en tren de especulaciones, todo es posible– este juicio y esta condena hayan querido llegar más allá de la persona de Nadja. No es la primera vez que se criminaliza a una persona que vive con VIH y seguramente no será la última, aun obviando que para que una infección se produzca por vía sexual hacen falta por lo menos dos y que el derecho a la intimidad y a no revelar el diagnóstico está resguardado por leyes y recomendaciones internacionales.

Queda algo más por decir: quien esto escribe vive con VIH y sin ánimo de confesión puede decir que no siempre “reveló” su diagnóstico a las personas con las que tuvo relaciones sexuales. Y que más de una vez tuvo que luchar a brazo partido para imponer el uso del preservativo que tanto suele molestar a los hombres. Vaya esta última anotación como mensaje de solidaridad a Nadja, mensaje inútil por lo lejano, pero a la vez necesario para poder pensar los límites entre la ética –con la que tal vez la cantante no pudo cumplir acabadamente– y la criminalización de una suma de vulnerabilidades.

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