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Viernes, 15 de octubre de 2010
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La pesada vida de la dama ligera

Rosa Alphonsine Plessis: 1824-1847

Por Aurora Venturini
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Sus padres: un granjero alcohólico y una mujer de alcurnia venida a menos, o más, desfenestrada por la Revolución Francesa. En 1829 su mamá abandonó la casa y ella quedó a merced de un padre malviviente que la obligó a ejercer la prostitución a los 12 años. Esta gente habitaba en la Baja Normandía; Rosa Alphonsine llegó a París junto a un grupo de gitanos a quienes su progenitor la había vendido. Al año siguiente, Rosa Alphonsine trabajó en una tienda y en una verdulería sin dejar de concurrir a sitios de diversión y espectáculos populares, y durante una fiesta conoció al señor que sería su primera conquista amorosa, el conde-duque Agenor de Guiche. Este hombre distinguido la liberaría de su tosquedad adquirida acercándola a tutores que la iniciarían en ciencia, música y piano, puliendo su lenguaje chabacano y modismos perdularios. La muchacha, muy joven, de 15 años, fue permeable a esa metodología didáctica y refinó sus gustos, resolviendo en consecuencia cambiar sus estrafalarios nombres por Marie du Plessis. La familia copetuda del conde-duque enfureció al enterarse de la aventura del futuro ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón III con una chica de origen turbio y más turbios antecedentes. Cuando el amante Agenor puso pies en polvorosa, Marie du Plessis ya sabía conquistar con fineza, tratar a los poderosos, y atendiendo a uno y a otro, cobrando en francos oro sus favores, se hizo de una fortuna considerable.

En 1841, conoció al conde de Perregaut, que la condujo a una mansión de Bougival, castillo que luego le obsequió en prenda de amor. Con el correr de las aguas debajo de los puentes, este conde se casaría con ella, pero enseguida marchó a Londres, en cierto modo abandonándola. Ella, sin amilanarse, se fue a tomar baños en las aguas termales de Baden-Baden; ya padecía los síntomas de la tuberculosis que la arrebataría del mundo hostil. En las termas, conoció a Gustavo von Stackelberg, embajador de Rusia en Francia, quien descubrió en la joven la delicadeza y maneras de una hija suya recientemente fallecida, y le brindó protección paternal mimándola con regalos y paseos. Y además le alquiló un castillo en el Boulevard de la Madelaine, donde la bella criatura recibiría visitas famosas, Alfredo Musset y Charles Dickens, por ejemplo. Los vecinos la veían dentro de una cupé azul por el Bois de Boulogne. Se convirtió en la meretriz más cara de París, con el sobrenombre de La Divina Marie, y gastaba 200.000 francos oro al año... Solía concurrir a la Maison Dorée, en una de cuyas tertulias conocería a Alejandro Dumas, con el que mantendría un romance, cuya temática el escritor aprovecharía creando su novela La Dama de las Camelias. En realidad el romance duró un año, desde 1844 hasta agosto de 1845, cuando Dumas le envía la siguiente misiva: “Querida Marie, no soy lo suficiente rico para amarte como quisiera, ni lo suficiente pobre para ser amado como quisieras tú. Olvidemos todo; tú un nombre que debe ser indiferente, yo una felicidad que se me hace imposible. Es inútil decirte cuánto lo siento porque tú sabes cuánto te amo. Entonces adiós. Tienes demasiado corazón como para no entender el motivo de mi carta y demasiada inteligencia como para no perdonarme. Mil recuerdos. 30 de agosto a media noche, A. D.”. Según testimonios de la farándula, el motivo de la ruptura se debió al miedo de Alejandro Dumas de contagiarse la tuberculosis de Marie, que se transformaría en Margarita Gautier en La Dama de las Camelias, inmortalizando la figura de la dama ligera que siempre ríe. Desde la triste despedida, Marie se dedicó a los conciertos musicales y conoció al compositor Franz Liszt; tuvieron un breve romance tronchado por los requerimientos de los centros musicales europeos al húngaro. El le prometió regresar a París para viajar juntos a Constantinopla y nunca cumplió la extraña promesa... Pero la Divina Marie se consoló casándose con el conde de Perregaut, que reincidió y pidió su mano ante Dios y el mundo, y así apareció ante ambos sacros ámbitos Madame la Condesa de Perregaut. A los 23 años murió esta mujer de múltiples nombres y amoríos. Sus huesos descansan en una sepultura pequeña cuya lápida la recuerda con la leyenda “Aquí reposa Alphonsine Plessis, nacida el 15 de enero de 1824 y fallecida el 5 de febrero de 1847, De profundis.”

Yo vivía en el Barrio Latino y visitaba, algunos domingos, el cementerio de Montmartre donde yacen personajes famosos de la antigua bohème parisiense. Una tarde de abril dominical fui al cementerio a saludar a mi manera a La Divina Marie, costumbre que repetí con el tiempo. En aquella ocasión (corrían los años de la primera dictadura feroz, según alguien revolución libertadora), cuando vi a un señor que colocaba encima del mármol dos camelias, una blanca, otra roja. Era el historiador José María Rosa, y nos saludamos desde nuestros individuales exilios. Antes me explicó el porqué del color de las camelias: con la blanca, decía que sí a un requerimiento de amor; con la roja, pedía paciencia, por ahora no... Pepe se fue caminando sobre el piso de granza. Desde un recodo se volvió y me dijo adiós con la mano. Yo seguiría en París.

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