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Viernes, 12 de noviembre de 2010
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cine

Lobo suelto, cordero atado

Anónima: Una mujer en Berlín, film del alemán Max Färberböck, retoma el homónimo libro de la periodista Marta Hillers para contar –desde la ambigüedad– las reiteradas violaciones que sufrieron las mujeres tras la ocupación del Ejército Rojo en el ’45.

Por Guadalupe Treibel
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“Si los rusos nos hacen lo mismo que les hicimos a ellos, no dejarán un alma con vida”, anuncia –con justificada preocupación– una berlinesa a sus amigas. Es abril de 1945 y el ejército soviético acaba de hacer parada capital en la Alemania nazi. Con su llegada arriba el exceso; y no es sólo por las oleadas de vodka... Rasos y oficiales (felices de –casi– dar por muerta la guerra que les valió tantos soldados y civiles) festejarán de la manera más atroz: violando a cuanta mujer –de 13 a 70 años– se les cruce en el camino. La ventana indiscreta corre las cortinas: es el relato de Anónima: Una mujer en Berlín, el film de Max Färberböck que lleva a la pantalla grande el libro homónimo de la periodista Marta Hillers.

Claro que no siempre se supo que era suyo. Hillers –formada en La Sorbona, con conocimientos del francés y del ruso– mantuvo un diario en los meses de ocupación donde, en primera persona, relató lo devastador de sufrir abuso tras abuso, la esclavitud sexual, la libertad sexual negada. Pero lo firmó como “Anónima”, sin revelar en vida su identidad. Cuando en 1957 su libro fue publicado en Alemania –y repudiado por hombres y mujeres compatriotas que lo veían como un insulto (mejor no hablar de ciertas cosas, frau)–, dio una orden: que no volviera a editarse hasta su muerte. Así fue. En 2002, Una mujer en Berlín volvió al papel y –esta vez– fue un bestseller nacional. Tiempo al tiempo, dicen...

Recién en 2008, el director alemán Färberböck (que ya se había ocupado de la Alemania nazi en el lesbo-thriller de época Aimée y Jaguar) volvió a abrir uno de los capítulos menos conocidos de la Segunda Guerra Mundial, repudiado –también– por los soviéticos por “manchar” el honor de sus “excelsos” soldados que vencieron al nazismo: el de las violaciones. Para hacerlo, retocó el texto (sumando datos históricos para hacer sonar “las dos campanas”) y convocó a la blonda Nina Hoss, ganadora en 2007 del Oso de Plata a Mejor Actriz en el Festival de Cine de Berlín por la película Yella. Sea con sus relatos en off, con su mirada partida, con la naturalización de ciertos actos ambiguos, son Hoss y su personaje los que guían la historia.

Porque Anónima: Una mujer en Berlín logra (o, al menos, intenta) alcanzar lo impensable: que la víctima/heroína de la cinta sea una nazi convencida, esposa de un soldado, amiga de otras nazis, seguidoras todas del III Reich que –a grito pelado– largan alguna expresión espontánea del tipo “Viva la patria, canejo” para regodearse del ario líder en suerte. Ocurre poco, es cierto, pero ocurre y no puede dejarse el proselitismo –con todas sus implicaciones– de lado. Por su parte, los malvados –violadores en serie–, un Ejército Rojo hambriento de sexo y alcohol, tampoco es demonizado en su totalidad en el relato. Sus relatos sobre los excesos nazis a sus niños y mujeres piden contraste, hacen de contrapartida. Incluso, está el coronel “bueno” (con el que nuestra NN conocerá otra forma de “amor”) que, frente a la denuncia de abusos por parte de sus subordinados, responderá: “Son sólo tres minutos. Aparte, nuestros hombres están sanos”. Qué bueno más bueno, ¿verdad?

No es la única “ironía” de la cinta: cuando el Coronel pregunte a la periodista alemana por qué es fascista, resulta inevitable pensar que el intento aleccionador viene de un... stalinista.

En pos de la ecuanimidad, el director aportó detalles históricos que, lejos de retratar lo devastador del abuso seriado como instrumento “aleccionador” de guerra, pone en jaque la interpretación: si los rusos no son tan malos y las mujeres no son tan buenas, ¿es posible justificar la aberración? ¿Es el ojo por ojo un principio básico de los tiempos de guerra? Las respuestas (no y no, claramente) no parecieran ser tan claras para Färberböck que, entre signos de pregunta, se debate –peligrosamente– entre algún tipo de reivindicación (vaya a saber una cuál).

Así, prevalece una sensación de ambigüedad que pone en jaque al espectador constantemente. Porque intentar cifrar una empatía con cualquiera de los personajes pone en juego todo el escalafón de valores personales. Y resulta –francamente– agotador. Las atrocidades se entibian y, cuando el agua deja de hervir, comienzan las justificaciones para hechos que no pueden justificarse. “Berlín es nuestro burdel”, dirá un soldado raso. Y detrás del desagradable grito de algarabía están los números: 130 mil violaciones sólo en Berlín; dos millones en Alemania; sumadas a las 100 mil de Viena. O las 200 mil de Hungría... Claro que, en pos de la equidad, el director contrapone otros números: que de los 50 millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial, 27 fueron soviéticos. Y la ambigüedad toma el mando otra vez.

Decir que la realidad nunca es lineal es una obviedad tan grande a esta altura de los tiempos... Pero, a veces, las dos campanas chocan, colapsan, entibiecen. Färberböck las hace sonar tan fuerte que deja en claro una sola cosa: que en los trajines de las guerras el sálvese quien pueda es la única bandera posible. Que con el fusil en mano la humanidad se deshoja, se quiebra, se animaliza. No es un logro menor, es cierto. Pero para alcanzarlo, pisa en arena movediza; en especial en lo que al tópico de género refiere. Porque la ambigüedad alimenta todas las miradas. Por eso, si se hunde o sale a flote, dependerá del ojo propio.

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