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Viernes, 24 de diciembre de 2010
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La cocinera prodigiosa

Ada Concaro
Buenos Aires (1934-2010)

Por Marisa Avigliano
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La lección maravillosa que nos dejó Ada Concaro, si era necesario algo más, es que para arrimarse a la perfección hay que descartar el esquematismo. La perfección a la que se arriesgaba la dueña de Tomo I es de una validez y naturaleza muy especiales también, y cualquiera de los habitués de la vieja sede del restaurante en la avenida Las Heras 3766 podía detectarla saboreando el primer bocado de los platos seleccionados y elaborados allí. Y dependía, claro está, de esa determinación de Ada para establecer la dominante del conjunto. No era necesario un curso de aprendizaje para recobrar en el paladar el gusto de unos espárragos, de unos sesos o de unas mollejas desplazados de su contexto y puestos en otro, en el que sólo la intuición y la pericia de un experto les permitían alcanzar el punto óptimo de sazón. El deleite no es una ocurrencia, sino un acto concreto; la gracia, una oportuna intervención. Ada y su hermana Ebe, atentas a tantas cosas, no se perdían un instante de fruición. Muchos quedaron tan impresionados con esa primera etapa que prefirieron añorarla; pero los años que siguieron obligan a multiplicar placeres, a recordar a los melancólicos en su círculo –y admirar su voluntad de reminiscencia– para seguir adelante.

Como sabía Oppiano Licario, para consumarse, la perfección exige tanto una fragilidad que la solicite como otra que concurra. En los platos de Ada se juntaban, con mediaciones de sutileza mayor, lo neto y lo refinadísimo, en una especie de fórmula o solución que mucho nos gustaría denominar “un estilo argentino”. Nada faltaba, o lo que faltaba –desdén de arroyo tanguero o lacaniano– era necesario que faltara. Que una profesora de matemática –eso era Ada Concaro– haya decidido ser la creadora más inspirada de la cocina local, que haya recompuesto o superpuesto una vocación, y que haya invertido el tiempo y la imaginación necesarias para convertir a Tomo I en el restaurante representativo por antonomasia de la cocina local, tiene algo de esta falta de rigidez, de esta falta de esquematismo, de ese rigor inescrutable que distinguió a Ada Concaro. Pensando en sus cosas favoritas (igual que en “My Favorite Things”, la canción de Rodgers & Hammerstein) las hermanas Concaro, Ada y Ebe, “la pieza clave del rompecabezas”, cocinaron juntas desde que empezaron a hacer las primeras tortas –las entregaban ellas mismas con Federico, el hijo de Ada, en brazos porque era bebé–. Después llegó el primer Tomo I en una casa en Belgrano, en Monroe y Montañeses, donde servían té, postres y más tarde algunos platos preparados con apenas dos hornallas y un grill. En los años ochenta Tomo I se mudó al petit hotel de la avenida Las Heras y desde 1994 funciona en el Hotel Panamericano, en pleno centro de la ciudad. Pensar en Ada Concaro es pensar en una biblioteca –basta con releer sus reportajes para conocer su erudición– en un cuaderno de recetas, en un listado de compras y en el plato de comida más rico que alguna vez hayamos comido. Ravioles de pato al coriandro en salsa de mangos con sus jugos; ravioles de hongos, bisque de langostinos, ensalada de centoya, codornices sobre endibias a la salamandra con todos sus jugos, biscuit de chocolate con higos; bondiola de cerdo con sus jugos pimentados, papines y cebollas moradas al aceto; gigot de cordero salpicado con hongos, espinacas salteadas; ensalada de rúcula con émincé de trufas de verano de Umbria, el pulpo y la sopa del día. Dueña de una personalidad distanciada por completo de las concesiones y los rebusques, Ada supo conferirle a todo lo que hizo un sello característico –una marca, una tilde, un acento–, que seguirá siendo el inconfundible, el verdadero, ahora que Federico, el hijo, va a encargarse de perpetuar la calidad de ese trabajo de amor admirable.

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