Habla demasiado, usa un zapato verde en el pie derecho y uno rojo rosado en el izquierdo, no entra en esos vestidos tubo –como si fueran largos vasos de leche– en los que sà se enfundan (según Helena) las actrices de Hollywood, compite en rulos despeinados con su marido Tim Burton y como el Pingüino y Gatúbela siente desprecio por las convenciones de la moda. Helena Bonham Carter nació en Londres, en mayo cumplirá 45 años y esta no es la primera vez que la llaman Su Majestad.
Antes fue la Red Queen –se inspirĂł en la mirada de Bette Davis–, quizá lo Ăşnico bueno en la Alicia en el paĂs de las disneylandias de Burton y ahora es The Queen Mother, la madre de la reina Isabel II de Inglaterra en El discurso del rey, de Tom Hooper.
Bajita, dejando que la pesadez de sus caderas marque el paso, usando sombreros que protegen su melena ondulada y luciendo collares de perlas de dos vueltas, pieles, guantes y tweed, Bonham Carter compone a Elizabeth, una esposa devota capaz de aniquilar la tartamudez de su marido sin perder la calma aunque se trate de una guerra. Una guerra contra la boca abierta que se ahoga antes de que gotee el sonido de la palabra dicha.
Para personificar a la reina madre leyĂł biografĂas –las inmundas autorizadas y las menos inmundas– y recordĂł que esa señora en silla de ruedas, con capelinas de color pastel que festejĂł sus 101 años, era uno de los miembros de la familia real más querido por los británicos. Entonces buscĂł ingenio, gracia e ironĂa en su personaje y lo desplegĂł en varias escenas –cuando se da cuenta de que para que el ascensor funcione debe cerrar las dos puertas, cuando dice que ella “no tiene maridito” (minutos despuĂ©s dirá que su marido es el duque de York), cuando agradece la cena de la que no formará parte en casa del hombre que está ayudando a su marido a vencer la tartamudez o cuando le cuenta a su Bertie (Colin Firth) que Wallis Simpson la llama “la gorda cocinera escocesa”–. Ya lo sabĂamos, la chica de El club de la pelea, la Bellatrix de Harry Potter tiene encanto para disfrazarse de arquetipo. Y la reina madre era un arquetipo de sonrisa eterna y entrenado sosiego que supo mantenerla –como en un retrato de Cecil Beaton– impávida, soportando cualquier tempestad para mantener la calma familiar. Por eso no es difĂcil recordar que en otra saga monárquica a la que el cine inglĂ©s nos tiene acostumbrados –La Reina, de Stephen Frears– se haya pensado en ella para que aconseje a la perturbada Isabel II despuĂ©s de la muerte de Diana. Todo sea para que la familia real no se quede sin trabajo, habrá pensado Su Majestad Elizabeth cuando prohibiĂł hace algunos años filmar El discurso de rey por el dolor que le causaba recordar las penurias de su esposo y, sobre todo, porque no estaba dispuesta a que se exhibiera el rechazo que sentĂa por la señora Simpson, la mujer por la que su cuñado Eduardo abdicĂł y le dejĂł libre el trono a su marido. Cuando lo creyeron conveniente, El discurso del rey contĂł con la aprobaciĂłn de su hija, la reina Isabel II, quien dijo que le habĂa gustado mucho la pelĂcula porque la hacĂa sentir humilde y porque además quedĂł conmovida por el respeto con el que trataron a su padre. Buckingham empieza a celebrar unos meses antes, con buena taquilla y seguramente con muchos premios Oscar (que se sumarán a los premios ya ganados) la boda del bisnieto de la reina madre.
Buscando en los rictus de la feminidad, Helena hecha Elizabeth se mueve segura entre sus perros, tomando el tĂ© o en una sala de espera mientras su marido vence al graznido infame dejando caer su mandĂbula o dando vueltas sobre sĂ mismo tirado sobre la alfombra, siempre atenta al roce más sutil, mostrando su cara de lĂ©mur para llenar los silencios del tartamudo con mirada ferviente.
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