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Viernes, 13 de mayo de 2011
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Sombras, nada menos

Promediando su cuarta temporada en el cable local, la serie Mad Men mantiene sus altos niveles de primor formal y de espíritu crítico respecto de los sixties, haciendo eje en el mundo de la publicidad.

Por Moira Soto
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El modo americano de vida suburbana familiar ya se vino irremediablemente abajo en la actual temporada 4 de Mad Men, la magnífica serie creada por Matthew Weiner (productor y guionista actualmente en conflicto por cuestiones presupuestarias, lo que derivó en la postergación de la quinta edición, que se conocerá en 2012). Don Draper, obvio es decirlo, prosigue cayendo en los títulos al son de A Beautiful Mind en versión instrumental, ahora durante los años ‘64 y ‘65. El matrimonio de Don y Betty ya se disolvió de la peor manera y ella está viviendo con su novio Henry y sus tres hijos en el antiguo hogar, mientras que él duerme en un impersonal departamento de Manhattan, adonde caen algunas de las numerosas mujeres con las que tiene sexo casual, amén de sus hijos el fin de semana, a los que suele dejar mirando televisión con una babysitter mientras se va a una cita. Cuesta abajo en su vida afectiva, Don Draper –impecable como siempre John Hamm– arrastra para siempre el peso de una doble identidad, la real (Dick Whitman) y la ficticia, que obtuvo por sustitución y engaño, al quedarse con el nombre de un oficial del ejército muerto en acción en Corea, lo que le permitió al protagonista desertar de esa guerra.

Pero si en la vida real Don está en un territorio de sombras, crudamente representando por el pasillo sórdido que conduce a su opresivo departamento; si lo abruma un desasosiego permanente en la intimidad, en su vida laboral se mantiene vivo y guerrero el animal creativo publicitario que ha afilado sus dientes a lo largo de cuatro años. Incluso podría decirse que es el único espacio donde guarda cierta ética, cumple con determinados principios personales, es capaz –ahora que tiene todo el poder en la nueva agencia Sterling Cooper Draper Pryce, que fundó a fines de la temporada pasada con algunos de sus compañeros– de resistirse firmemente a hacer esos avisos chapados a la antigua para trajes de baño que le exige un cliente mojigato. En parte, esta conducta de Don acaso se deba a que ha perdido la paciencia al tiempo que ganaba autoestima profesional, y ya no quiere ceder a presiones puramente económicas, por más que sus socios estén en desacuerdo.

El devenir de la trama central y las subtramas ha requerido nuevos escenarios, donde el preciosismo del diseño de arte continúa caracterizando a esta serie cuyo diálogos, sin duda, figuran entre los mejores de producciones recientes, por lo precisos, sustanciosos y conducentes en lo que hace al perfil de los personajes, al desarrollo del relato. También a dar cuenta sutilmente del contexto histórico, político, social. En el primer capítulo de este año, un periodista está entrevistando a Don, quien como siempre se escurre a la hora de dar datos más personales (“soy del medio Oeste, me enseñaron que hablar de mí mismo es mala educación”). Sus socios Roger y Pete llegan al final del reportaje, cuando el hombre de prensa intenta levantarse y se le desacomoda la pierna. Ante la evidencia de una prótesis, pregunta Roger: “¿Qué sucedió?”. “Corea”, responde el tipo y se contrae el entrecejo de Don. “Le agradecemos el sacrificio”, se apresura a adularlo Pete. Una vez que el hombre se aleja, Roger, a la espera de un trago, hace su típico comentario despiadado: “Son tan tacaños que no pueden mandarnos un periodista entero”.

En este universo empresarial donde los hombres casi no paran de beber y de fumar, todavía –pese a las transformaciones que se están produciendo– persisten el sexismo, el racismo, cierta añoranza por los valores más conservadores del pasado. La visión sobre la publicidad que propone la serie es sumamente crítica, más allá de las apuestas vanguardistas de Don: los avisos nunca son inocentes ni se limitan a informar sobre el producto, sino que tratan de incidir en actitudes sociales, intentan crear necesidades, “metiendo los dedos en los cerebros de la gente”, como dice un personaje. En el trasfondo, avanza la globalización, se afianza el capitalismo feroz.

En tanto que Don Draper se reconcentra en su malestar y lo mitiga con whisky, tres mujeres bien distintas tienen algo de cariátides que sustenta Mad Men desde significativos lugares: Betty, con su sueño quebrado, enemiga declarada de Don, endurecida hasta la crueldad con su hija Sally, de 10 años; Peggy, la ex secretaria apocada que asciendo por propios méritos a redactora creativa, cada vez más consolidada en el trabajo pero siempre corroída por esa pena secreta del hijo que dio en adopción (cuyo padre es Pete, casado con Trudy, por fin embarazada en esta edición, noticia que shockeó a Peggy). Y la última, pero no la menos importante, la despampanante Joan, supersecretaria de cuerpo en S que usando las famosas armas “femeninas” ha escalado posiciones con ese glamour de los ‘50 que empieza a parecer anacrónico. Joan es astuta y experimentada, siempre parece que sabe más de lo que expresa sobre el negocio y los ejecutivos. Pero como todos los personajes que protagonizan esta serie, trasluce una insondable melancolía. Es decir, a casi todos/as les cuadran esas frases poéticas que decía Don en la presentación de la campaña de Kodak, la temporada pasada: “En griego, nostalgia significa el dolor de una vieja herida, una punzada en el corazón más poderosa que la propia memoria”.¤

Mad Men, los domingos a la 0.15 y los jueves a las 21.

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