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Viernes, 12 de agosto de 2011
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entrevista

Violencias sutiles, con el cafe de la mañana

Crítica literaria, Gabriela Polit Dueñas analiza los relatos que describen la violencia que desata el narcotráfico tanto en la ficción, la no ficción como las representaciones visuales. Cómo proteger a las víctimas de la revictimización, cómo retratar a los que delinquen sin estigmatizarlos son algunas de sus preocupaciones, siempre con una mirada anclada en la problemática de género, una de las desigualdades, dice, más difíciles de contar.

Por Juana Celiz y Angeles Alemandi
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“La sensación del miedo es tan inexpresable como la del dolor para los seres humanos y, sin embargo, hay lugares donde es una experiencia cotidiana. Una manera de contar el miedo ante la violencia social es acercarse al espacio de las ciudades y tratar de leerlo como un texto, un texto con omisiones, repeticiones y personajes, con diálogos, suspensos y sus puntos y coma, un texto escrito por los cuerpos de los habitantes de las ciudades sin poder leerlo...”. Susana Rotker, Ciudadanías del miedo.

Cómo hablar de violencia, de muertes, del miedo, de cómo la vida sigue en el medio de todo eso. Cómo nombrarla, cómo contarla, cómo interpretarla. Gabriela Polit Dueñas es crítica literaria. Estudió Filosofía, Ciencias Políticas y Literatura. Ahora vive en Texas y da clases en la Universidad de Austin. Es una mujer ecuatoriana, flaquita, a la que se le descubre la sonrisa antes que la mirada. Para acercarse a su objeto de estudio cruzó fronteras. Caminó por Medellín (Colombia) y Culiacán (capital de Sinaloa, México), la cuna de los “entrepreneurs” de los cárteles. Fue hasta allá para leer entre líneas cómo el periodismo refleja lo que pasa y cómo el narcotráfico se va colando en la literatura. Y en los cuerpos. A qué recursos apelan los artistas para resistir desde la cultura. Cómo narrar a las víctimas sin revictimizarlas. Por qué representar a los delincuentes sin juzgarlos. Cómo se vinculan, en esos micromundos, cuestiones de género y poder. Qué tiene que ver la historia. Parece asunto de un territorio lejano, de un set de filmación, pero se trata de una realidad al alcance de la mano de cualquier periodista latino que hoy cubra policiales.

Polit estuvo en Buenos Aires invitada al Taller de crónicas: Narrativas de la narcocultura, dictado por Cristian Alarcón para la Fundación de Nuevo Periodismo. Habla con Las12 en un rincón de la Universidad Nacional de San Martín donde el sol le da en la cara.

Los medios hablan de la “feminización del narcotráfico” cuando se refieren a las “narcomodelos” y demás mujeres de la generación Sin tetas no hay paraíso. ¿Qué lees al ver estas noticias?

–Dominación simbólica. Hago uso del término bourdiano que refiere a cuando el dominado se identifica con la definición que le da quien le domina, y ahí está su práctica. Un ejemplo literario: El coronel no tiene quien le escriba. El está en una constante espera. Espera la carta y tiene una actitud digna. No dice que se muere de hambre, que su mujer se muere de asma. Se somete a la voluntad del Estado, espera su reconocimiento, por eso no busca trabajo. Ahí encuentra un reconocimiento que tiene otro nombre: dignidad. En el caso de la dominación masculina, los ejemplos serían obvios. Eso es lo que hay en esas mujeres de clase media, media baja, que sólo pueden entrar en ese mundo que se les prescribe: “objetos de deseo que tienen que integrarse como lo que son”. Todavía no leí una crónica que me dé el equivalente a la dignidad del coronel. Es fácil decir: “Las mujeres son objetos y se visten de putas y se hacen lindas porque esa es la manera de tener dignidad en ese mundo”. Es simple mirarlo así. Falta el otro relato, el que dice que ellas traducen eso como el coronel traduce su sublevación. No condeno, pero me parece perversa esa dignidad. ¿Qué más hay ahí? El “Sin tetas no hay paraíso” está bien para la telenovela, pero en un vuelo más alto hay que complejizarlo. Y no lo he visto.

¿Y qué más hay ahí?

–Uso como contraste a Alcira, personaje de Si me querés quereme transa, de Cristian Alarcón. Esa mujer muestra que es imposible estar en un mundo tan masculino sin ser fálica; si no, nadie le cree. Cuando en una escena dice que tuvo que mandar a matar, le crees, es un código; si no lo hubiera hecho estaría muerta. La riqueza está en que ves todo lo que perdió para tener lo que tiene. Obvio que tenía que mandar a matar. Porque es un negocio de hombres, está codificado de forma muy masculina. Pero al llegar a ese punto uno ya la vio en un montón de facetas: la que salió de ser una boba ingenua, que huyó de madre maltratadora, a la que le mataron un marido, la que quiere tener su propio negocio de venta de drogas y también de empanadas. Eso te deja perplejo: ver la condición humana.

¿Cómo se entreteje la violencia en estos micromundos?

–Al leer narrativas de narcotráfico saltan a la vista esas violencias visibles, públicas, en el cuerpo. Y si la violencia pública sanciona de esta manera no me quiero ni imaginar lo que pasa con las violencias íntimas. Para construir estas situaciones donde el entramado psicológico es tan importante hay que leer autores locales.

¿Por ejemplo?

–De la Argentina recuerdo ciertos cuentos de Beatriz Guido que son impresionantes. Está tan presente esa cuestión de género aunque en ese tiempo y desde el lugar que creaba no se articulaba con una lucha feminista. Lo mismo me pasa con escritoras mexicanas, con relatos de lo doméstico, de situaciones simples y perversas porque son tensiones de formas de dominación que no están a la vista. No es el hombre pegándole a la mujer, sino situaciones más sutiles donde la cuestión psicológica predomina en el relato. Y esto señala también por qué no entraron al canon. Porque el canon está ligado a la construcción de un identidad nacional. En ese sentido, literatura y discurso de la Nación son una parte fundamental de la identidad. En las narrativas de violencia, al adentrarse en esos personajes, el riesgo es dejarse seducir y estereotipar cierta masculinidad o feminidad. Por eso el crítico va a hacer la pregunta del porqué. Por qué es mayor la complejidad en el personaje masculino y la mujer es más chata, más simple, casi impenetrable.

Respecto a las mulas, se sabe que las hay de todas las edades y clases. Y sin embargo...

–Mulas son todos, aunque no según la literatura o el periódico. Tengo una hermana que trabaja en el aeropuerto de Ecuador y siempre tiene historias de mulas. Dice que son las personas más diversas que te puedes imaginar. La representación que tenemos está mediatizada. Tan estereotipada como la del personaje narco, que es el morador de la villa, el violento. Ellas tienen que salir de la villa porque necesitan plata.

¿Es otra forma de criminalizar la pobreza? ¿De mantener el drama en el relato mediático? ¿De invisibilizar la complicidad de otros sectores sociales?

–Entre las muchas cosas que tiene el discurso del narcotráfico es que ayuda a codificar formas de criminalidad que estigmatiza a los más desvalidos. De quienes el Estado no quiere hacerse cargo o, si se hace cargo, es porque es más fácil hacerlo desde la criminalización. El narcotráfico es real, las drogas también. Pero la base para entenderlo es la miseria. La gente no se mete a esto sólo por ambición o por adrenalina.

¿Qué autores y autoras le están dando un mejor tratamiento al tema?

–Alfredo Molano, en Colombia, escribió sobre eso: las mulas son muchas en sus relatos. Pero lo que más impactó en los Estados Unidos fue María llena eres de gracia. La película está bien hecha porque problematiza esta situación de María como una chica cualquiera, y juega bien con la tensión: está llena de droga y de gracia, por el embarazo. Su personaje no tendría el mismo éxito si fuera Mario, lleno eres... Aunque su descripción explica que el hombre tiene más capacidad de tragar, porque es más grande. En cuanto a narco-mujer, también está el libro de Javier Valdez: Miss Narco. Hace una galería de chicas de clase media que se meten en el tráfico, es una buena muestra.

WELCOME TO TIJUANA

¿Cómo es vivir en Sinaloa?

–Fui cuando Calderón mandó el ejército. La gente hablaba con escepticismo. Jamás imaginaron que la guerra tomaría estas dimensiones. Son impresionantes los modos en que la gente naturaliza formas cotidianas de violencias sutiles, pasadas con el café de la mañana. Lo registra muy bien Valdez en las Malayerba, relatos imperdibles que publica los lunes en www.riodoce.com.mx.

¿De qué modo atraviesa la vida cotidiana de las mujeres?

–Las noticias muestran lo terrible que es. Pero no muestran que viene acompañada de otra cosa: ¿Voy al parque? ¿Lo dejo a mi hijo andar en bici? Esa constante tiene un precio en tu cuerpo, en el cuerpo como lo único que es tuyo. Es de una crueldad profunda. Allí conocí artistas, pintores, escritores, productores culturales, y pasé mucho tiempo con dos profesores de la Universidad Autónoma de Sinaloa, uno de ellos fue asesinado en abril. Desde afuera estamos como alineados. No percibimos lo que es. Desde ese lugar miro la industria de la literatura del narco.

Mucho de lo que encontraste va a formar parte de un libro.

–Se va a llamar Narrar narcos, historias de Culiacán y Medellín. En mi necesidad de reconocer la especificidad del tráfico de drogas ilegales, en su representación, fui a hablar con la gente que escribió de eso, fui a ver esos lugares y fui a preguntar por qué lo hicieron. El narcotráfico se vive, se experimenta, se procesa de un modo distinto en un lugar que en el otro. Yo analizo ficción, no ficción, y sumé a un pintor y un fotógrafo porque la imagen representa otros retos. El pintor de Sinaloa pinta escenas cotidianas de violencias. Los títulos son, por ejemplo, “Testigos orgánicos”, porque son los muertos en la naturaleza. Como los asesinatos pasan impunes, el testigo es la naturaleza. Sinaloa vivió una violencia fuerte en los ‘70, diezmaron a pueblos enteros como parte también del Plan Cóndor, tiene esa historia común con Argentina. Hubo una historia de desaparecidos que aún se investiga. Y la gente dijo nunca más, y ahora... En su serie llamada “Aparecidos” esos muertos aparecen y él los pinta con elementos simbólicos: el CD, sus santos. Su obra te shockea, se llama Lenin Márquez. En Colombia trabajé con Juan Fernando Ospina, él hizo la imagen del poster de La Virgen de los sicarios. Lo que hace es pedirle a la gente que pose en situaciones de su vida cotidiana.

¿Se coló tu perspectiva de género en la selección?

–Sí, en varios artículos. Uno, de Colombia, cuenta cómo en tres comunidades las mujeres reconstruyen la memoria de lo que pasó. Cómo se apoderan de los cuerpos muertos que pasan por el río y las respuestas que se dan. Una mira para otro lado. Otra hizo un cementerio, les da una tumba y les pide un favor. En la tercera, una mujer sola los recoge y les da sepultura. Por otro lado, se analizan narrativas indígenas guatemaltecas. Y hay un trabajo sobre Juárez.

Se cumplen casi 20 años del inicio del femicidio de Ciudad Juárez. ¿Qué aporta revisitar el caso?

–Vemos que las pobres víctimas se volvieron objeto de disputa en los discursos de poder. Ante muchas muertes el Estado hace campaña de seguridad: “No salgas sola”, “No uses minifalda”. El mensaje es: “Las violaron y las mataron porque se lo buscaron”. Hay un trasfondo que huele a pescado. Se vuelve un territorio de disputa simbólica acerca de la versión de lo que es, se vuelve una plataforma política, habla del poder de la palabra.

¿Cómo se evalúa la madurez periodística para nombrar la violencia de género?

–Siempre analizo los textos literarios con un pie metido en el género. Estoy convencida de que es una de las desigualdades menos exploradas, más difíciles de reivindicar y de señalar. Pareciera que una reivindicación de clase o de etnia es legítima. No es que hayan dejado de existir las diferencias sino que el lugar político de esas reivindicaciones no necesita justificación. Las cuestiones de género siguen necesitando justificarse. Es un lugar difícil desde la enunciación.

Estas notas hoy son capitalizadas para hacer estadísticas nacionales y denuncias a través de informes sombra de ONG. ¿Qué aportaría mejorar su narrativa?

–En temas de género y abuso, puntualmente, hay una sobrecarga de la victimización que a la larga no hace bien a nadie. Un sujeto que es víctima pierde su condición de sujeto, lo vacían de subjetividad. Aunque sean mujeres víctimas, porque lo son, hay que encontrar una manera de narrar la dignidad del coronel. Y eso no puede ser la maternidad, porque se la reivindica en la madre abnegada y se cae en los mismos estereotipos de siempre. Hace poco, en una población de Colombia, las mujeres hicieron una huelga de piernas cruzadas para que los maridos terminen de construir un camino. ¿Así que las consideran objetos sexuales? Ellas potenciaron eso para otra cosa. En la mujer está muy cargada la representación de la maternidad, de lo femenino, de la víctima –que lo es y de la manera más insospechada porque no necesita venir con el ojo morado para que haya violencia–. Hay que entender la violencia en su particularidad, pero no reivindicar a las víctimas victimizándolas. Ellas deben reconstruir una fortaleza.

¿Un camino puede ser subrayar su resiliencia?

–Es complicado: ¿ellas aguantan todo? Todo, sacado de contexto, también me da miedo.

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