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Viernes, 6 de enero de 2012
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RESCATES

Lágrimas compartidas

A tres semanas de su partida, la muerte de Cesária Evora sigue conmoviendo, como lo hiciesen su vida, sus tragedias, su voz profunda, sus canciones melancólicas, su amor por el mar, la música y su Cabo Verde.

Por Guadalupe Treibel
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Es harto conocido que para cantar, Cesária Evora se descalzaba. Se dice que no era por capricho o tozudez; que lo hacía como gesto de camaradería, por rebeldía. Aunque están quienes asumen que, en realidad, se trataba de un simple hecho de comodidad, la justificación romántica es –siempre– más efectiva: que sus pies desnudos eran la manera que había encontrado para denunciar la pobreza en Cabo Verde y recordaban cómo los portugueses (y, luego, la burguesía local) prohibían caminar por las calles a los que no llevaban zapatos. O, mejor dicho, a los que no podían comprarlos. Por eso el mote “Diva descalza”; aunque poco había de divismo en su elección. Era una elección natural: ella misma, de pequeña, andaba descalza.

En una ocasión, cuando autoridades coloniales estaban de visita, fue invitada a ofrecer sus canciones, pero sólo si vestía calzado. Entonces fue de compras, escogió un par y se presentó en el sitio donde sería el evento. “Al llegar, recorrí el pasillo y, nada más alcanzar el lugar donde iba a cantar, me los quité. Se quedaron todos sorprendidos. Cuando terminé, los metí en una bolsa de plástico y me los llevé a casa”, contó en una oportunidad la negra contundente que era una entre muchos. “En Cabo Verde, hay muchísimas personas como yo, a las que sencillamente no le gusta usar nada en los pies”, conjugó para The Washington Post tiempo atrás.

Algunos confundían su confianza y convicción con terquedad; la llamaban testaruda. No lo era. Sólo ella supo definirse de la mejor manera posible: “Soy una mujer que toma sus decisiones. Soy clara. No me gusta cansar a nadie con dudas de si sí o si no”. De allí, decía ella, que los comentarios negativos no le llegaran a la médula; para evadirse siendo aún jovencita, tenía su método: “Cuando estaba en un bar tomándome un whisky y oía que hacían algún comentario sobre mí, me pedía uno doble, así podían criticarme tan a gusto. La crítica es libre, me da lo mismo”. Al método lo acompañó con cigarros porque, a su entender, el alcohol y el tabaco ayudaban a que sus cuerdas vocales modulasen “en el tono adecuado” (eso, hasta que abandonase definitivamente la bebida).

A veces, en las notas, contaba historias. Como la de sus ojos, a los que llamaba Paulino y Camuche; bromeaba sobre ellos. “Dos hermanos que van juntos a todas partes. Camuche está a la virulé, pero Paulino sí que ve”, se reía. Y se entusiasmaba hablando de su condición de abuela, de su familia, de bodas de parentela; mejores tópicos que teorizar sobre canciones. Le gustaba –también– hablar de su casa en Mindelo, donde pasaba los agostos –el mes de su cumpleaños– y los diciembres, sin falta. Todos sabían donde quedaba y ella dejaba las puertas abiertas; disfrutaba de ser anfitriona y siempre tenía comida preparada: caldo de peixe (sopa de pescado), catchupa (de judías, maíz y carne, pero carne “en la de rico, porque la de pobre no lleva”), otros sabores locales. Ampliado para recibir, el hogar sumaba diez habitaciones.

Los que la conocieron, aun por unos pocos ratos, siempre resaltaron su generosidad: dicen que era firme, directa, pero atenta, enemiga de la adulación fútil y maternal con sus músicos. Que fumaba sin cesar y, cuando movía su pelo, hacía sonar joyas y abalorios. “Anillos, collares, brazaletes, medallas de santos a los que encomendarse: Santa Bárbara o la Oriundina morena de los criollos. Cesária es una persona religiosa, animista”, describió la periodista española Natalia Iglesias en un reportaje para el diario El País. “Siempre pido a Dios por mi gente, por mis islas, y me escucha”, le aseguraba entonces una Cesária de 66 años.

Fue a los 10 que la religión le entró de lleno, en un orfanato donde monjas portuguesas y madres superioras españolas le enseñaban a coser, bordar y planchar, y los domingos, a la iglesia a cantar. Allí estuvo tres años enteritos, pero no aguantó más y empezó a insistir para que la sacaran. ¿Cómo? Diciéndole a su abuela que todas las noches veía fantasmas. “Era mentira, pero yo me quería ir. Por suerte se lo creyó y me sacó de ahí”, reconoció décadas más tarde, con sonrisa picarona.

La (primera) canción, sin embargo, no fue la religiosa; había calado antes gracias a su hermano saxofonista, Lela, y su padre, Justino Da Cruz Evora, músico que se daba con guitarra, violín, cavaquinho, primo del reconocido compositor caboverdiano Francisco Xavier da Cruz (aka B. Leza, cuyos temas fueron retomados, recordados y homenajeados por Cesária en muchas oportunidades). La inspiración paterna lamentablemente duró poco: el hombre murió cuando la pequeña tenía 7, dejando a su familia sumida en tamaña pobreza.

Así y todo, la música dejó marca porque, a los 16, Cesária empezaría a cantar con Eduardo, un amigo que tocaba la guitarra (y en honor a quien –más tarde– bautizaría a su primer hijo). Eran tiempos de colonia (lo serían hasta 1975, cuando Portugal reconoció la independencia del archipiélago), tiempos que nunca recordó con mala cara. En aquel entonces escuchaba a artistas como Amália Rodrigues o Angela Maria y actuaba en cuarteles, a bordo de barcos, cantaba a marinos y militares que pagaban poco, pero “lo suficiente para vivir”. En los bares de ciudad, como el Café Royal, en cambio, se valía de propinas espontáneas; la llamaban de las mesas para que entonase parada frente a la clientela por unos escudos o vasos de whisky o frog (el aguardiente local, a base de caña de azúcar). Para el ’60, ya sonaba en radios locales y cruceros que atracaban en su natal Mindelo.

Con la llegaba de la democracia, su situación no mejoró; más bien, todo lo contrario: “A mí nunca me ayudaron, ni el gobierno ni nadie. Sólo después de que contara a la prensa que los socialistas no me habían pagado, me recibió el primer ministro”, repasaba en la década del ’90. Con todo, a la hora del repertorio y en rechazo del idioma colonizador, Evora cantaba en criulo, lengua criolla, mezcla de portugués y dialectos del oeste de Africa, de los ancestros esclavos. Lo hacía sobre lo que conocía: la pérdida, la pobreza, la inmigración (se dice que la mitad de los locales vive en el exterior, obligada a irse de su país para trabajar, vivir más dignamente o –más bien– sobrevivir), forjándose el mote de “La reina de las mornas” (ese melancólico ritmo local hermano del fado, de la modinha brasileña, el tango argentino, el lamento angoleña, de la canción habanera), la reina de la sodade, la diosa de la “coladera” (ritmo más velocito).

“En 1965 grabé un disco, pero no ocurrió nada, y fue por eso que al cabo de diez años decidí dejar de cantar”, dijo a la revista ibérica RockDelux en una ocasión, resumiendo principio e intervalo de una década infame en la que no quiso volver a tocar en público, se mudó a casa de su madre y luchó contra un alcoholismo galopante. El nuevo comienzo arrancaría así: “Diez años más tarde, una asociación de mujeres caboverdianas me propuso grabar en Lisboa un disco junto a cuatro cantantes más; entonces pensé que las cosas podían ir por mejor camino; además, se me presentaba la oportunidad de dejar por primera vez las islas”.

Al poco tiempo, cuando Cesária tenía 47, un francés de origen caboverdiano (José da Silva –un ferroviario que luego se volvería su productor y representante de toda la vida–) la vio cantar en un restaurante de Portugal y se emocionó tanto que la convenció de ir a París. Organizó un show. Organizó grabaciones de discos “oficiales” y, así, comenzaron a salir los elepés: primero, La Diva auxs pieds nus (1988); luego, Distino di Belita (1990) y, un año más tarde, el exitazo conmovedor de Mar Azul y sus temas acústicos devastadores, profundamente interpretados. Miss Perfumado (1992) sólo vino a confirmar la pendiente positiva: Evora ya era un éxito internacional y, bajo el (horrible) sello de world music, sus temas recorrían Europa y el mundo.

Después de eso, años donde se apelotonan datos: más discos, más conciertos, más viajes, colaboraciones y tocadas con Caetano Veloso, Compay Segundo, Chucho Valdés, Erykah Badu, Goran Bregovic, Ryuichi Sakamoto. Conciertos en Nueva York (al primero, fue Madonna). Su versión de “Bésame mucho” en el soundtrack del film Great Expectations. El Grammy. La Legión de Honor en Francia. El Premio de la Música de la Unesco. La exaltación a los artistas jóvenes y maduros de su tierra. El pasaporte diplomático. Más de cinco millones de discos vendidos. Remezclas de DJ. El increíble hecho de haber devuelto el interés del tránsito turístico en su Cabo Verde. Las grabaciones recuperadas de Radio Barlavento y Radio Clube, del ’59 al ’61, y su voz jovencita, clara, fina. Detalles valiosos. Como el detalle que recuperan muchos sobre cómo sus ojos buscaban el mar: Cize no sabía nadar, no se metía al agua; pero amó las costas de su Mindelo, al norte de la isla San Vicente, desde que nació allí, el 27 de agosto de 1941. Al mar le hablaba como si fuera una persona. “Una anciana me dijo que las olas crean una música que nosotros, los humanos, no entendemos”, explicó sobre su cariño y su creencia. Cariño que, además de mar y música, incluyó hombres.

Tuvo tres hijos y los crió sola y aunque llevase un corazón tatuado en su brazo y más de un pretendiente en la hoja de ruta, no pensaba en casarse. “El matrimonio para mí no es la felicidad”, ofreció quien tuviese tres conocidas historias de amores rotos, de donde salieron sus tres bebés. El primero, un marinero portugués que la embarazó; el segundo, un hombre que la abandonase al morir su niño; el tercero, un tipejo que la dejaría para irse a jugar al fútbol en Portugal. “Si volviera alguno de mis maridos, le dispararía. ¿Por qué vendría? ¿Por dinero?”, contestó la aguerrida mujerona a la que los amigos conocían como Cize.

Por la vida dura y el cantar sentido, a Cesária se la comparó con intérpretes de la hostia: Billie Holiday, Edith Piaf, Chavela Vargas. Incluso se la llegó a mencionar como la “Bessie Smith africana”. De allí que Le Monde, veinte años atrás, la ubicase en lo que llamó “la aristocracia de las cantantes de bar”, propinándole un “es una voz que derrite el alma” a la par que la hermanaba con otras soberanas de la melancolía. “Mi sentimiento al cantar es el mismo, sea en una taberna o en un gran auditorio”, dijo ella, una vez.

Es que no la impresionaban ciertas formas de opulencia y el gesto la obligaba a sentenciar frases como “No creo en los sueños. Uno se acuesta rico y se levanta pobre”. Para ella, todo en su vida era la música; simplemente eso. “No hay rutina en mi voz; cada vez tengo que concentrarme más, pero lo doy todo para el público”, explicó cuatro años atrás, cuando el público la seguía sin pruritos y ella se ofrecía, generosa. Se ofreció en los quince discos que grabó (ascienden a 24, con los que produjo en vivo) y los cientos y cientos de conciertos que dio por el mundo (desde China hasta Estados Unidos, pasando por Grecia, Francia, Polonia, Serbia, Italia, México y Argentina, entre otros).

Cuando el pasado 17 de diciembre, Cesária Evora falleció, el gobierno de Cabo Verde decretó dos días de duelo nacional. Tenía 70 años, era diabética y sufría de insuficiencia cardiorrespiratoria aguda y tensión arterial elevada. Había abandonado los escenarios tres meses antes, cuando avisó que ya no tenía fuerza ni energía, que quería pasar sus ratos en familia. Entonces pidió que les dijeran a sus admiradores: “Discúlpenme pero debo descansar”. Pero incluso entonces se permitió bromear, argumentando que sus problemas eran “culpa de las patatas fritas”. Al alcohol ya lo había abandonado hacía rato; el cigarrillo, en cambio, era una compañía constante. Hoy, quedan decenas de bellísimas canciones, un álbum sin acabar (que saldrá, póstumo, en 2012), una vida vuelta leyenda y una isla que no se recupera, una isla que todavía la llora.

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