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Viernes, 13 de enero de 2012
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La flor de mi memoria

Libbie Henrietta Hyman

(1888 - 1969)

Por Marisa Avigliano
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Sus padres no estaban interesados en ella, sólo querían que cuidara a sus hermanos y limpiara la casa. Libbie era hija de inmigrantes europeos, su padre Joseph Hyman, había nacido en Konin, una aldea polaca donde los judíos eran perseguidos así que en cuanto pudo (a los catorce años) se escapó a Londres donde trabajó en una sastrería hasta que un amigo lo convenció para que se fueran juntos a conquistar el lejano oeste. En Iowa vendió ropa y se casó con Sabina Neumann, una alemana veinte años más joven con la que tuvo tres varones (Samuel, Arturo y David) y una mujer, la cenicienta Libbie. A Joseph sólo le preocupaba el dinero y a Sabina que sus hijos le fueran útiles. “Me crié en un hogar carente de afecto y consideración (...) un ambiente europeo que le rendía culto al sexo masculino. Mis tres hermanos se criaron en la ociosidad y la irresponsabilidad mientras que yo tuve que trabajar y mantener la casa y también a ellos. Por esta razón he odiado las tareas del hogar con violencia toda mi vida.”

Tres escritores fueron su único bienaventurado recuerdo familiar: Shakespeare, Dante (con el infierno ilustrado por Doré) y Dickens. Allí estaban los tres en la biblioteca –que acumulaba algunos libros extravagantes como una historia documental del estado de Nueva York en varios volúmenes– como yapa fiel y única compañía. Pero además de disfrutar mucho de Oliver Twist, Libbie descubrió que su verdadero interés estético estaba en la naturaleza. Empezó por las flores –era una nena cuando memorizó sus nombres científicos y aprendió a clasificarlas– y siguió con los invertebrados inferiores hasta convertirse en una de las zoólogas más reconocidas y consultadas del mundo. Sus seis volúmenes sobre los invertebrados son –como la Historia natural de los animales invertebrados de Lamarck– biblia y diccionario. Sin ningún tipo de asistente compiló libros y artículos científicos, incluidos los de las revistas especializadas, y escribió un relato para cada grupo de invertebrados. Como si no supiera olvidar nada (sus colegas halagaban siempre su memoria, elogio que ella agradecía diciendo que era algo que había heredado de su padre –un hombre capaz de recordar la fecha de cualquier acontecimiento histórico–) Libbie también se hizo cargo de las ilustraciones –en alguna de sus notas cuenta que tomó clases de dibujo–, publicó más de 136 trabajos, editó desde 1959 hasta 1963 la Revista de Zoología Sistemática y fue miembro de cuanta sociedad de zoología se creara en los Estados Unidos. Dos años antes de morir Libbie, la nena que coleccionaba mariposas y polillas, la adolescente que fue castigada por querer ir a la universidad, la prestigiosa académica de Chicago que nunca quiso casarse, enfermó de Parkinson y tuvo que dejar la investigación. Apenas un poco antes había escrito en el prefacio del VI volumen: “Ahora me retiro del campo, convencida de haber logrado mi propósito original: estimular el estudio de los invertebrados”.

Más allá de la academia y de las medallas de oro que otorgan los museos, Liebbe se une al grupo de mujeres zoólogas que, como la belga Mathilde Henriette-Herlant-Meewis, la primatóloga, naturalista y activista inglesa Jane Goodall –que asistió al estreno en el 2010 de un documental sobre su vida (en el que aparecen Angelina Jolie y Pierce Brosnan)– o la eterna Dian Fossey (la Sigourney Weaver de Gorilas en la niebla) ganaron más que un espacio en el laboratorio, una entrada en las enciclopedias científicas o el nombre de un pabellón en un instituto de biología. Son nombres de mujeres que riman con la simetría que los animales proporcionan con serena beatitud científica mientras le reclaman al mundo lo que les corresponde. El petitorio lo firman todos, los que aúllan con cola anillada, y los que mantienen silencio, como el basenji, las hidras y los gusanos planos.

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