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Viernes, 30 de marzo de 2012
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rescates

La perfumista

Antoinette Nording

1814-1887

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No inventó nada pero muchos creyeron que sí lo hizo. Lo creyeron tanto como permitir que ella sola pudiera –gracias a su “descubrimiento”– crear un imperio comercial que iba a sobrevivirla. Nada le resultaba fácil a Antoinette en el Estocolmo comercial del mil ochocientos, otras ciudades suecas ganaban protagonismo económico y se convertían en las estrellas de la Revolución Industrial, Norrköping hacía gala de su influencia y Gotemburgo de su privilegiado puerto pero, a mediados de siglo, Estocolmo logró tener su revancha (una fuerte inmigración lo hizo posible) y se convirtió en la puerta principal de entrada a Suecia. Allí estaba Antoinette la vendedora, la mujer de negocios –aunque todavía no tuviera ninguno– entrando y saliendo del mercado vendiendo lo que podía. El aire viciado de olores de la feria iba a tener de pronto a su perfumista selecta. Una mañana Antoinette entró al templo de sus sueños con varios frascos de agua perfumada. Los vendió todos. ¿Había inventado el agua de colonia? ¿Había inventado ese aroma innovador para la época, esa fragancia fresca diferente a las cargadas esencias francesas? No, eso ya lo había hecho Juan María Farina (1685-1766) en la ciudad de Colonia, Alemania –de ahí el nombre que además está registrado como la marca de perfume más antigua del mundo–, pero los aceites etéreos diluidos en un solvente etanol de Farina tenían ahora una nueva hacedora en tierra sueca, una holmiense estaba mezclando agua con hierbas y frutas (la de Farina llevaba –además de un secreto mix de hierbas– aceites esenciales de naranja, mandarina, pomelo, limón, lima y cedro) y su mezcla acaparaba las narices de todos. Antoinette irrumpía el espacio aéreo con un nuevo aroma que iba a perfumar la vida cotidiana transformándose en un símbolo de reminiscencias y recuerdos. A diferencia del aire puro y frío de las altas cumbres –expresión del pensamiento heroico y solitario que hemos leído en San Juan de la Cruz o en Nietzsche–, el aire abarrotado de perfumes sólo sabe de pensamientos saturados de emociones y nostalgias y ese aire –correspondencias de olores y realidades– iba a ser patrimonio de Antoinette.

Las ventas aumentaban y los perfumes empezaron a comercializarse en gran escala, a las mezclas caseras se sumó el tubo de ensayo de las pociones químicas vainillina, heliotropina, ionona y los primeros aldehídos sintetizaban aquella estela primorosa del mercado y encabezaban la revolución olfativa. Estaba naciendo la perfumería moderna y definitivamente usar perfumes era ya un requisito estético imprescindible. La perfumista no dudó en fundar una sociedad comercial con su nombre. ¿Qué otro nombre podría ponerle? La sociedad de la tendera cruzó la barrera de los siglos y logró que la casa Nording fuera hasta fines del XX la casa de las fragancias de lujo más famosa de Estocolmo.

El agua colonia de las abuelas, las que se regalaban en los cumpleaños infantiles, las que se vendían en frascos de vidrio que emulaban el congelamiento de un freezer por venir (eran irresistiblemente frescas según el jingle), las que las tías rociaban en las sábanas cuando venían las visitas, las que quedaron en las vidrieras sin remodelar, todas, guardan restos diurnos de aquella mezcla de la vendedora y logran que cuando se desenrosca la tapa todo espejo ustorio encuentre su blanco pero esta vez sin estallidos mortales, que a las piernas cruzadas las pinte Magritte, que los encuentros no empalaguen demasiado y que los olores se exhiban como si vinieran en gama igual que un muestrario de telas o de colores porque a oscuras, a medias, a tientas, siempre se reconocen el revés y el olor.

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