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Viernes, 20 de abril de 2012
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Pasión por los detalles

Edith Wharton

1862 - 1937

Por Marisa Avigliano
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El dice Danielle Steel y se equivoca. Nunca leí a Danielle Steel, era La casa de la alegría de Edith Wharton, le responde la dama de honor suplente (Helena Bonham Carter) a Aaron Eckhart en Conversaciones con otras mujeres. Libro y autora ideales para citar en una película de sentimientos retenidos, porque Lily Bart, la protagonista de la novela que Wharton publicó en 1905, es de las que suspenden la pasión sólo para cumplir con lo que se debe hacer –y lo que se debe hacer en las historias de Wharton siempre tiene que ver con ahuyentar a la pobreza y dejar contenta a la sociedad mirona–. Sabía cómo contarlo, conocía muy bien las vistas fisgonas de la cofradía, ella misma había nacido y crecido en una de ellas, ¿qué secretos podían esconderle las masculladoras tazas de té? Ni uno solo. Edith Newbold Jones (el Wharton –como casi siempre– es de un marido que quedó en los créditos) nació en la New York de La edad de la inocencia (su libro más famoso y por el que ganó el premio Pulitzer en 1921) el 24 de enero de 1862, a los veintitrés se casó con Teddy Wharton (él tenía treinta y cinco) y juntos vivieron –muchas veces sufriendo ella tormentosas depresiones– las infidelidades públicas que pudieron durante casi tres décadas –él se enamoró de un rajá de la lejana Borneo y ella de un periodista del Times (William Fullerton), de una cantante de ópera (Ixo) y de una poeta (Mercedes de Acosta).

Edith empezó a escribir relatos y novelas a los once –muchos quedaban sin terminar– pero recién los publicó unos años antes de cumplir los cuarenta.

La amiga de Henry James, de Cocteau, Hemingway y Scott Fitzgerald, la que dejó su ciudad natal para ser la más europea de las neoyorquinas –por su participación en la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial, Francia le concedió la orden de la Legión de Honor y ya nunca más volvió a vivir en otro lugar, murió en Saint-Brice-sous Forêt, no muy lejos de París, en 1937– mantiene una eminencia estética difícil de igualar –sus historias tenebrosas dan miedo de verdad– y el don perfecto de saber cuánto le preocupa al cuento poder encontrar la situación narrada y cuánto a la novela, su personaje. Un don que, como la costura invisible, fue quizás el que le permitió ser una pionera del paisajismo –The Mount, la mansión que diseñó en Massachusetts, está abierta al público– y un referente delicioso para cualquiera que quiera conocer los detalles del arte de la decoración –cómo no recordar los ambientes de sus novelas, donde las telas y los empapelados pincelan el color de las tensiones: “sería un papel tan bonito... para el despertar de un bebé. Esto fue hace años, desde luego. Pero era un papel bastante caro, y no ha desteñido... (...) Se le ocurrió que tal vez intentara hacerle una broma; sabía que no hay nada más críptico que el humor de los que carecen de humor” (La misión de Jane)–.

Las veces que cruzó el Atlántico, sus escenas amorosas convertidas en ensayo social y su genialidad para develar el precio de la aristocracia hacen juego con un almohadón, una taza manchada por un secreto y un guante –naturalmente siempre es el guante el que más se ha estrujado– y exhiben –bien pueden agregarse las ilustraciones de Maxfield Parrish– que lo irresistible combina muy bien con el sufrimiento que sólo tiene aquello que no se muestra.

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