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Viernes, 13 de julio de 2012
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rescates > Sophie Taeuber-Arp (1889-1943)

La estudiosa

Por Marisa Avigliano
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Estuvo ahí, en las veladas nocturnas del Cabaret Voltaire, cuando los poemas se leían en tres idiomas al mismo tiempo y la elasticidad de la palabra ostentaba su temperamento estruendoso. Ahí, donde el papel rasgado espolvoreaba la sala y la improvisación marcaba el ritmo del poema gimnástico en medio de recitales, títeres y bailes que Tzara describía como un boxeo sideral: “Cada persona con su propio gran tambor en la cabeza, ruido (...), concierto de vocales, poemas susurrantes, orden químico de las ideas, (...) ropas de cartulina que provocan la avalancha de la audiencia sobre sí misma en la fiebre puerperal interrumpida”. Junto a los dadaístas Janco, Tzara, Ball y Arp, su futuro marido, Sophie “la estudiosa” desbordaba invención y extravagancia.

Sophie Taeuber nació en Davos, Suiza, el 19 de enero de 1889, estudió en la escuela de artes y oficios de Saint-Gall, en los talleres de aprendizaje y ensayo para artes libres en Munich y en la escuela de artes aplicadas de Hamburgo. Conoció a Jean Arp en 1915, en Zurich, se casaron siete años después y juntos vivieron un tiempo en Montmartre –compartiendo vida con Miro, Eluard, Ernst y Tzara– y en Estrasburgo. Cuando los alemanes invadieron París, se refugiaron en Grasse en la casa de sus amigos Alberto Magnelli y Susi Gerson, mientras planeaban un esperado viaje a los Estados Unidos, pero antes de abandonar el Viejo Continente volvieron a escondidas a las orillas de Zurich y una noche de enero, unos días antes de cumplir 54 años, mientras dormía, Sophie murió asfixiada por las emanaciones de monóxido de carbono de una estufa.

La alumna brillante del coreógrafo húngaro Rudolf Laban se había destacado en cualquier disciplina elegida –pintura, danza, tapices, diseño de muebles y de títeres, dibujo o fotografía– y en todas fusionó los extremos mutándoles la ajenidad, como si en un montaje perfecto hubiera escondido el falso empalme de las perspectivas piloteando los remolinos incomprensibles de las imágenes. Sus célebres marionetas (para Le Roi Cerf 1918), sus cabezas dadá, la renovación y transformación junto a Théo van Doesbourg del restaurante L’ Aubette, un manifiesto de la arquitectura moderna que ya no existe –y en la que cada artista había decorado una sala recubriendo las superficies interiores con relieves abstractos de colores atrevidos, en contraste con las líneas horizontales y verticales de la propia construcción, creando una sensación de movimiento–, la casa taller en Clamart, la revista Plastique (que dirigió durante dos años) o la exposiciones con los grupos Cercle et Carré y Abstraction Création dan cuenta de toda una obra en la que, como decía Arp, la poesía estaba omnipresente. Su imaginería era estrictamente geométrica y a la vez arrolladoramente alegre. Usando cuadrados, rectángulos, triángulos y círculos de colores siempre luminosos, desarrolló una sucesión de pinturas que, como un juego delineado por cuentas de cristal, era “sensiblemente poético”, aéreo e inagotable. En los años noventa París le dedicó una retrospectiva en el Museo de Arte Moderno a la que le siguieron varias en diferentes ciudades del mundo. De todos modos no siempre aparece su nombre en los libros de historia del arte –y si aparece son pocas las imágenes y las líneas que le dedican a su obra–, caprichos de los que buscan poco, olvidan el nombre de las mujeres y copian el índice onomástico de un canon ya establecido que todavía cree que el dadaísmo era un monstruo nihilista con intenciones destructivas.

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