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Viernes, 31 de agosto de 2012
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Lo que duele

Por Marta Dillon
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JUAN CARLOS CARDOZO, EL TRIPLE FEMICIDA DE BENAVIDEZ.

Primero fue la abuela. Una mujer de 76 que se movía con dificultad por las secuelas de un ACV reciente. El cuchillo de cocina, dentado y con las caries del uso, cortó sin resistencia la carne magra, los tendones cansados, las venas obturadas. Después siguió la hija, una nena de 6 asfixiada con un cable, tirada sobre el cuerpo de la abuela; dos bultos puestos a un costado para despejar el camino. La tercera se defendió: tenía tajos en las manos, un golpe de puño en la cara y un tajo abierto a degüello por el que se escurrieron los 15 años que alcanzó a vivir.

El asesino contó la secuencia con detalles, dicen las crónicas del día. El secreto de sumario cubre pudorosamente la enumeración. Pero la secuencia basta para hilvanar el crescendo del miedo, la consistencia gelatinosa de la sangre, la duda de los vecinos que optaron por llamar al 911 cuando escucharon los gritos. ¿Qué decían esos gritos?

La estadística de las víctimas de la violencia machista dio un pequeño salto esta semana. Así se puede explicar eso de “muere casi una mujer por día”. En uno mueren tres, en otros, pocos, todas sobrevivimos.

El asesino dijo en su confesión que tenía problemas psicológicos, tal vez con la asesoría gratuita que brinda la televisión y vuelve cotidiana una expresión técnica como “emoción violenta”. Tal vez porque en algún eco de su memoria el bisbís de algunos supuestos lo alentaba a ponerse del lado de las víctimas o al menos de los que no tienen opciones: su mujer se había ido con su hijo, no quería hablar con él, lo había denunciado. Y los celos ciegan, los machos tienen que defender su orgullo; ellas son todas iguales, todas putas.

Barreda lo había explicado bien en su momento y muchos, muchísimos, lo entendieron. Cómo iba a soportar que cuatro brujas le dijeran “conchita” y lo mandaran a hacer labores domésticas. Bien que se mereció esa estampita que todavía circula en la red con oraciones propias y todo. “San Barreda, te suplico, que este loro cierre el pico” es uno de los chistes que acompañan la imagen del cuatro veces asesino santificado. Un chiste, hay que entenderlo como tal, ni más ni menos que eso. De las cosas que hacen reír.

La mujer y las dos niñas asesinadas en Benavídez murieron porque eran mujeres. Según las crónicas que todavía pueden leerse en Internet, el asesino esperó para entrar hasta que se retiraron “los hombres de la casa”. Basta anotar la expresión para que salte a los ojos el sexismo que campea en el lenguaje cotidiano. Esos, “los hombres de la casa”, no son sólo los que la habitan, ni siquiera los que podrían haber tenido la fuerza para detener el brazo ejecutor, son los que tienen autoridad. Ellas murieron por ser mujeres encontradas en el camino del asesino hacia la presa que no encontró, la que había sido su mujer, la que le había dado un hijo, la que lo había abandonado. Mujeres, todas iguales, todas merecedoras del castigo “reparador” de un hombre de la casa destronado.

Así es la violencia de género, se ensaña en cuerpos particulares, pero las destinatarias somos todas. Y el bisbís del miedo habla en nuestros oídos cada vez que, por ejemplo, creemos que no podemos decir no si antes insinuamos un sí. El rumor de lo que deberíamos y tantas veces no podemos nos disciplina con más eficacia que cualquier reglamento. Y ahí están los comentarios al pie de las noticias en Internet sobre el crimen de Benavídez: “Si ya la había denunciado hace un año ¿para qué volvió?”, “los dos tenían una relación enfermiza, su propia familia lo dice”, y otros más virulentos propios de la impunidad que otorga el medio. Como los chistes, tampoco puede ser usado ese material como termómetro social, ¿verdad?

Pero las mujeres sabemos que la sospecha sobre la integridad de nuestros actos es como el vuelo bajo de un ave de rapiña que descubre dónde hincar el pico. Porque dejamos que las cosas fueran muy lejos, porque no supimos cómo librarnos del golpeador, porque estúpidamente creímos en su arrepentimiento cuando la vuelta de la espiral de la violencia nos arrastraba en la inercia del romance y el perdón.

La Presidenta de la Nación lo dijo hace una semana, apenas tres días antes de que una abuela, su nieta y su bisnieta dejaran su sangre sobre el piso de una casa al filo de la urbanidad en el norte del conurbano bonaerense. Habló por ella el sentido común, sin duda, la conmoción frente a un video en el que no sólo se veían los golpes a una mujer sino también a una niña siendo testigo de esa violencia. “Está bien, soy mujer y es terrible que te peguen, pero vos pensá un poquito en el chico que miraba eso, a la madre le pueden haber dolido los golpes, pero lo que ese pibe vio, ver al padre golpeando a la madre, no se lo olvida nunca más. Y esos daños en los chicos, en los nenes, pueden ser incluso más graves que un ojo en tinta de una mujer, que ya es una mujer madura, que puede decidir dejar a ese hombre.”

Cristina Fernández de Kirchner hizo hincapié en la necesidad de proteger, no sólo a las mujeres, a todos los miembros de la familia. Y sí, no puede ser más cierto a la luz de lo que pasó apenas tres días después de sus declaraciones, tomadas por asalto de un movilero a la salida de un acto que nada tenía que ver con la violencia de género. Pero aun así, aun a las apuradas, esas declaraciones también son dolorosas para las mujeres que no logran salir de la espiral de la violencia. Porque los golpes duelen, sí, pero eso no es lo peor. Lo peor es la lenta destrucción de la autoestima; lo peor es sentir, creer o saber que no hay dónde ir; lo peor es hacer carne la subordinación por puro instinto de supervivencia. Este gobierno promulgó una ley de protección integral contra todas las formas de violencia hacia las mujeres, en ese texto está muy claro que violencia no son solamente golpes que duelen un día y en el mejor de los casos cicatrizan. Es mérito de este gobierno la promulgación de esa herramienta pero está en su debe la implementación, el acceso a la Justicia, la información necesaria para que una mujer violentada pueda saber, creer, confiar en que hay salida. Que no tiene por qué avergonzarse de haber resistido más de la cuenta, por más que sea una mujer madura. ¿Y por qué pensar que todas las mujeres que sufren violencia son maduras? Según el mapa de la violencia de género que presentó APP (Asociación para Políticas Públicas), el 3 de agosto en la sede de la Defensoría General de la Nación, el problema crece entre las adolescentes. Niñas todavía y ya vulneradas por los estereotipos de género, por ese bisbís que dice que los machos tienen que cuidar su orgullo, que las mujeres son todas iguales; frente a la sospecha: culpables, todas putas.

La única sobreviviente del triple crimen de Benavídez, Romina Martínez, dijo que nunca pensó que su ex pareja podía llegar tan lejos. Lo mismo pensaron los vecinos de Lanús: que “era una pelea más” cuando vieron a un hombre perseguir a su pareja hasta dentro de un bar donde le disparó hasta matarla, dos días después de los hechos de Benavídez. El principal problema de la violencia de género es esa incredulidad frente a su poder destructor; es tan habitual que hasta que no se convierte en sangre no la vemos. Ni siquiera cuando se publica el número de mujeres muertas, cíclicamente, como un dato más de una realidad de otros o de otras. Ese número que circula y que suele brindar una ONG, que aumenta de período en período, sí es un diagnóstico social y una emergencia, aunque decir 282 muertas en 2011, 119 en lo que va del año oculte pudorosamente los detalles de un mazazo capaz de quebrar un cráneo, un cuchillo de cocina cortando tendones y venas obturadas, cientos de voces que no llegaron a pedir auxilio o que si lo hicieron fue como en los sueños, que se grita pero la voz no sale, no hiere los oídos como debería herirlos.

La Presidenta de la Nación sabe de violencia de género. La sufre cada vez que por lo bajo se sigue diciendo con desprecio “esa yegua”, cada vez que se habla de sus carteras y no de su idoneidad, cada vez que sus saberes se traducen como soberbia. Por supuesto que todo eso duele menos que los golpes, pero son esas frases las que rumorean en los oídos de quienes se convierten en ejecutores de la idea de que las mujeres deberían volver a su lugar, al de la subordinación, la disponibilidad, el objeto de goce. Sobre ese lecho de mugre se vierte la sangre de las mujeres reales, todos los días. O casi. Porque algunos, pocos, todas sobrevivimos.

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