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Viernes, 21 de septiembre de 2012
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visto y leido

Una de cal

En los versos de su último libro, La pared, Irene Gruss revela esta superficie como múltiple expresión de la historia cotidiana, personal, política: expresión de una estructura cultural difícil de contradecir.

Por Paula Jiménez España
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“Guay del que contradiga/ lo que la pared dice, el clavo/ que sujeta al espejo, la foto/ de mamá, sangre/ en el muro, la soga/ del ahorcado, la de la ropa”, advierte Irene Gruss en el poema número 13 de su último libro. “Rígida como es,/ no acepta tanto punto/ de vista”, escribirá inmediatamente después, en el poema 14 de La pared, su reciente título publicado por Nudista, un nuevo sello editorial cordobés. Después de La mitad de la verdad, el nombre de su obra reunida editada en 2008 por Bajo la luna, Gruss inaugura con La pared otra mitad de una verdad que –profecía de esta cronista– en su obra no terminará de revelarse. Y no lo hará, justamente, porque mientras su escritura siga urdiendo en las posibilidades del lenguaje y eludiendo todo vano intento de definición, lejos estará de aportarle a la poesía una verdad única y completa. Enhorabuena. “Para nosotros sólo es intentar. Lo demás no es asunto nuestro”, ha dicho Tomás S. Eliot en sus Cuatro cuartetos. El intento de Gruss en este libro es el de desentrañar, a través de versos sutiles, breves, cuasi volátiles, el alma de una pared en particular: la de su propio imaginario. A ella se aproxima a través de un rodeo, de un acercamiento a los temas que este significante privilegiado, musa inspiradora de The Wall y primera pizarra de la historia, aglutina.

“Le hablo a la pared”, dice en el poema inicial. Y este verso es, a todas luces, una bandera blanca, la declaración de un fracaso esencial: el de la comunicación. Pero el poema continúa y su sentido va desplazándose hacia lugares nuevos. En los versos siguientes descubriremos que, más allá de la metáfora de resonancia popular, la poeta ha buscado jugar con la literalidad y señalar una posible elección entre los dos senderos que en el habla se bifurcan: oralidad versus escritura. “Hay quien escribe poemas/ en un muro y luego se despide, tira/ la carbonilla a un lado./ Lo mío es hablarle a la pared,/ antes de que la derrumbe un fuego/ o el tiempo simple”. Entonces: hablar es entregarse en cierto modo a la fugacidad, no comprometer el alma ni el trazo con una escritura que, tras haber perseguido la permanencia, se hará humo, después de todo, como cualquier cosa dicha al pasar. La paradoja es haberlo escrito, claro. Pero Gruss es afecta a este recurso –la ironía– y en estos versos se muestra especialmente hechizada por la tensión de dos opuestos entre los cuales toda verdad, imposible, va y viene. “Ah, ilusa/ empecinada en atender lo que calla, lo que dice”, escribe para terminar.

Su poesía se torna especialmente conmovedora –y nostálgica– en el poema 17, donde de la pared hace metáfora del cíclico paso por la vida: “No volverán golondrinas/ ni padres ni el benteveo que percuta la divina partitura:/ haya paz,/ descansen, descansen en paz;/ la pared se derrumba al ritmo de un metrónomo”. Metonimia de la existencia, la pared es también en este libro tabla rasa sobre la que el tiempo inscribe sus acontecimientos. Un muro callejero es receptor y transmisor de lo íntimo y también de lo social, y sus graffitis a veces son escritos con una prosa clara y convencional y otras con un lenguaje interrumpido, brusco, apasionado. “La gota que horada la piedra:/ te amo clau/ evita vuelve/ boca putos racing/ corazón”, dice Irene Gruss en el poema 8. Los versos de una sola palabra o ciertos términos escritos intencionalmente con mayúscula inicial, cobran aquí una fuerza propia. Es el caso de No, palabra que, en su condición de límite, de impenetrabilidad, encarna la dureza y la impermeabilidad de la pared misma: “La cal es otro No de la pared,/ llanto, lluvia/ o simplemente sangre/ quedan como manchas, graffiti/ nada que no salga/ mañana o pasado/ mañana...”.

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