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Viernes, 28 de septiembre de 2012
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MUSICA

Soy lo prohibido

Sutil, Lucecita Benítez llegó como la tentación a los parlantes de los fanáticos del bolero y llenó sus corazones de una inquietud que no admite desengaños desde hace ya casi seis décadas. Con show propio todos los jueves en Clásica y Moderna, la puertorriqueña hito de la canción romántica repasa su vida: la amistad con Sammy Davis Jr., los Carnegie Hall, su repertorio y una trayectoria entera arrebatando con una voz –increíblemente– lozana, cálida, corpórea.

Por Guadalupe Treibel
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Al momento de escribir El bolero. Historia de un amor, la ensayista puertorriqueña Iris Zavala se lanzó a la sugerente tarea de comprender los discursos de la seducción del género porque, como allí inscribe, “el bolero es literatura de emoción, el arte moderno de amar en música y baile”. Lírica popular con ritmo, dirán algunos; o, a saber de la autora, “un lenguaje fascinado por lo que no está, por la ausencia, o por lo que está intentando ser; es, como lenguaje del conocimiento, una aspiración llena de grietas por las cuales se escapa el deseo”.

En el pasionario punto de fuga, son varias las pieles que han habitado letras inquietantemente eróticas y han sabido dar corporeidad y sentimiento a canciones que piden amor ávido, anheloso, desesperado. El trío Los Panchos, Toña la Negra, Ruth Fernández u Olga Guillot escalan fácilmente el podio de los memorables. Igual que Lucecita Benítez, la puertorriqueña que –hoy– con 70 años y poco menos de seis décadas de carrera, no sólo conserva la voz aterciopelada, el carácter indomable, la intensidad caribeña; también mantiene las ganas locas de ofrecer los clásicos a un público que la recela como la artista de culto que es y que la admira cada jueves a las 21.30 en una Clásica y Moderna llena, contenta y –¿por qué no?– enamorada.

“El bolero transmite pasión porque así es como una lo siente. Yo te estoy vendiendo a ti una historia de amor, con personajes, con diálogos y, a través de esa canción, te bordo a una persona... y la ves, llega un momento en que la materializa tu mente. Y cuanto te toco a ti es una sensibilidad muy pero muy íntima”, dibuja a Las12 quien naciera el 22 de julio de 1942 como Luz Esther y, con el devenir de la vida, recibiera el apodo La Voz Nacional de Puerto Rico. No es para menos, encarnando –con sus versiones– la ley del deseo, editando discos como Claro y musical, Traigo un pueblo en mi voz, Sin palabras, Es alma de barrio o Exitos callejeros, llenando tres Carnegie Hall, tocando con Sammy Davis Jr., presentándose en el Ed Sullivan Show. Y tanto más.

No por nada la mencionada Zavala le dedicó su libro y la garabateó con frases del tipo “Lucecita remodela los giros y registros del bolero y la canción romántica y la guajira y cuanto acorde exista” o “Intérprete innovadora de la canción popular, cruzada de las pasiones, gesto de la concordia de los amantes y amadores, fulcro emotivo en el bajorrelieve del bolero”. A ella, sin embargo, ya no la sorprenden menciones tan encomiásticas. “Mi vida se estudia en las escuelas”, dice. “Estoy en un libro de educación de mi país”, dice. “Soy la bandera de Puerto Rico”, afirma. Y, al momento, aclara: “Es grato saber que todo lo que sembré no fue en vano; que todas las que me hicieron pasar valieron la pena”.

Lucecita, ese torbellino que –alguna vez– fuera bautizado Reina de la Juventud, se refiere en tercera persona a su voz; y la llama “un don”, “un regalo divino”. Buena cocinera, asmática, naturalmente amable, con una risa amplia y valores férreos, la mujer comenzó su carrera en la era de la Nueva Ola y, desde entonces, no paró jamás. En el ínterin compartió escenario con Plácido Domingo, Sandro, Pablo Milanés, Rubén Blades, Mercedes Sosa y Danny Rivera, entre tantos otros. Tomó cursos en la Universidad de Sociales de su país. Se inclinó por la Nueva Trova y, cuando bregó por su patria, resistió el castigo: los mismos que una vez la habían comparado con Edith Piaf, le volvieron las espaldas.

“En los ’70 nos levantaron carpetas a todos los que creíamos en la independencia de Puerto Rico. Nos tacharon de comunistas, pero éramos patriotas que queríamos libertad. Fue una fuerza muy poderosa. Así se desarrollaron artistas que hoy son la patria, que sostienen la cultura nuestra y pelean por ver que la bandera se levante sola, sin ayuda de nadie”, recuerda quien aprendiera a manejar... ¡aviones! y se lanzase a lanchas para pescar. Y quien, en charla con Las12, reconstruye a tientas el mundo de su voz. Ese don.

Siempre mencionas a tu madre como primera influencia musical. ¿Cómo te acercó a la música?

–Mi madre fue una asidua cantante de la casa, de tangos y boleros. De Gardel y Libertad Lamarque todo me lo sé. Cuando tú ya estás en el vientre, sientes que tu madre canta; eso ya está integrado. Y el que lo hereda, no lo hurta. Por eso, de niña, ya había una nostalgia suya adentro mío; ya era una solemne romántica. En mi casa, la música fue desayuno, almuerzo y comida. También me enseñó cómo planchar y fregar, tareas que supuestamente son para las mujeres (con lo que estoy en desacuerdo) y que yo odiaba. Mamá me crió para casarme; la vida me crió para lo que soy.

¿Es cierto que ella te mandaba a audiciones sólo cuanto tu papá, que era marino mercante, estaba en alta mar?

–Oy, sí, porque él quería que estudiara en la universidad o me pusiera un salón de belleza. Entonces mamá me decía: “Espera que se vaya de viaje, Lucy, y hablamos”. Y así fue que un día mi hermano me llevó a un programa de radio (todavía no había televisión) llamado Buscando estrellas. Allí me pusieron sobre una cajita de madera para que alcanzara el micrófono y cuando canté “La barca”, el público se puso de pie. Del susto, me pasmé y me callé. Era una niñita pasando un trago amargo porque no sabía qué sucedía. Pero volví a empezar y, cuando terminé, el presentador me dijo: “Te ganaste la primera estrella; pero te voy a dar la segunda para que sigas viniendo a buscar el oro”.

¿Cómo fue tu debut oficial?

–En esa temporada llegó un señor llamado Paquito Mercado, que trabajaba en el teatro Puerto Rico, de Nueva York, donde se presentaban las figuras más grandes de habla hispana y le dijo a mi madre: “María, préstanos a la nena, que vamos a hacer un show con Celia Cruz, Rolando Laserie, Marco Antonio Muñiz y Armando Manzanero”. Con la condición de que parase en casa de mis tías, ella me dejó. En el show, yo era la niña nueva y me presentaron como tal: la niña nueva. A mí me decían Luz Esther; todavía no nacía Lucecita. Mira mi debut: en un teatro de cinco mil personas, con esos cuatro monstruos. Yo solita, menor de edad, acompañándome con la guitarra en cuatro temas. ¡Y el público se puso de pie! Aquello fue impresionante.

¿Y cuándo es que la niña Luz Esther finalmente se convierte en Lucecita?

–Cuando grabé mi primer disco e hice la versión en español de “I Only Want To Be With You”, de Dusty Springfield. Se llamó “Un lugar para los dos” y salió en los ’60 –para mí, la época musical más productiva y noble de la música–. De ahí para adelante empezaron mis grandes éxitos. Y mis grandes soledades.

¿Soledades...?

–Sí, mami. Cuando tú pegas de esa manera, no tienes tiempo para nada más que eso. Y cuando tienes hambre de éxito y te dan la oportunidad de hacerlo bien, la aprovechas.

En 1969, ganaste el primer Festival de la Voz y la Canción Latina, en México, con el tema “Génesis”. El triunfo, además de convertirte en una de las artistas más reclamadas del mundo y valerte el mote de La Voz Nacional de Puerto Rico, te valió una recibida histórica en tu país...

–El gobierno decretó una semana libre para festejar y el país completo me escoltó desde el aeropuerto hasta el centro de San Juan. Ni siquiera a los presidentes o a los papas se los ha recibido de esa manera. Yo les paré la venta a los Beatles en mi país, ¿ok? Y eso es muy fuerte.

¿Por esa época fue que cantaste con el enorme Sammy Davis Jr.?

–Sí; como él se presentaba todos los años en Puerto Rico, nos hicimos amigos. Cada vez que venía, me llamaba y yo tenía que estar con él, pasar toda la tarde y no faltarle nunca al show, donde me tenía una sillita preparada y una bandita para el pelo de regalo. Yo lo llevaba a pasear en mi auto y, aunque él les tenía pánico a los coches, conmigo iba. A la noche, ¡de fiesta al salón, a pasarlo chulo! En ese entonces, yo tenía mi programa (El show de Lucecita, que iba una hora todos los jueves, con bailarines, guionista, comedia, coreógrafos) y lo único que le dije fue: “Si quieres aparecer en tevé, tienes mi programa”; pero nada más. La próxima vez que vino me dijo: “¿Cuándo lo hacemos?”. Y cumplió, porque los más grandes no se la dejan en la mano a nadie. El fue mi gran maestro; Sammy es, para mí, el altar. Quiso comprarle mi contrato a mi manager para llevarme a Estados Unidos, pero él le respondió que no estaba en venta. Volar no ha sido fácil...

Otro hito de tu carrera fue tocar –en 1970– en el Show de Ed Sullivan, un clásico total. ¿Cómo fue esa experiencia?

–Pasó que la hermana de Ed Sullivan tenía una institución llamada Casita María, dedicada a ayudar a los menos privilegiados, y me llamó para tocar para ellos. Yo, encantada. Pero Paquito Mercado, mi manager, les dijo que yo lo hacía si me ponían en Ed Sullivan (esas cosas que se hacen detrás de ti...). Entonces nos fuimos a Nueva York, pero allí nos hicieron pasar de oficina a oficina hasta que, finalmente, nos dijeron que querían que cantara haciendo pantomima. Les dije que así no, que prefería cumplir mi compromiso con Casita María e irme, porque si me filmaban y no me dejaban presentarme en vivo, me engavetaban. Yo quería orquesta grande, con todas las de la ley y el respeto que me merecía. En el momento en que todo el mundo pagaba por salir en ese show, yo les dije: “Váyanse a cagar”, y me fui para Puerto Rico... A las dos semanas llamaron de nuevo. Para que veas tú que hay que hacerse respetar y pedir lo que una merece.

Dio sus frutos. Cerraste el show...

–Cerré el show y fui tratada como una estrella. Yo digo: “Por debajo de mí, nadie. Por arriba, el pelo”. Porque este ambiente, mami, es muy duro. Hay que tener una escala de valores muy fuerte, un norte muy claro, para no sucumbir.

El lunes 24 de septiembre se inauguró un museo dedicado a tu vida y trayectoria en Puerto Rico, ¿cierto?

–Sí, en el pueblo Caguas –lugar al que llaman El Nuevo País, porque tuvo un intendente extraordinario al que queríamos de presidente, pero murió–. De hecho, el museo fue un sueño suyo, de Willy Miranda Marín. El me hizo hija adoptiva de Caguas y quiso honrar mi voz separando un espacio en la Alcaldía de la Gobernación. Fue un hombre que respetó mucho el arte y, con él, perdimos un futuro bien importante para la patria.

Publicás en tu web que pronto saldrá tu biografía, que estás coescribiendo con Angel Opio, quien ha entrevistado a fans, fotógrafos, productores con tal objetivo. ¿Contará episodios de tu vida?

–¡Yo no sé realmente qué estoy escribiendo! (Risas) Lo único que sé es que estoy haciendo un libro. No es mi vida contada desde que nací; más bien es un recoveco de ideas, de cómo la historia afectó al ser humano y viceversa; de cómo se fue engranando Luz Esther en Lucecita y Lucecita en Luz Esther; de qué saca de ti la vida cuando te enfocas en el lado positivo. Aún está en proceso; no sé cuándo lo terminaremos. Un libro no se hace en un día... Una vida, tampoco.

Si bien has transitado distintos géneros musicales a lo largo de tu vida, en una nota reciente mencionabas que te reconocías en la balada...

–En verdad, donde mejor me siento es en los conciertos conceptuales que he preparado durante toda mi vida, sea “Lucecita canta a Joan Manuel Serrat” o a Víctor Manuel, a Silvio, a Pablo. La música artística y social es la que más me place hacer. Un Yupanqui, un Facundo Cabral, una Mercedes Sosa... Cuando yo me rebelé, con esa rebeldía vinieron todos estos poetas, este abanico de colores literarios que me formaron y le dieron un camino a mi forma de pensar y de ver la vida; de justificar por qué yo me sentía diferente. Allí encontré el verbo. Y el verbo se hizo canción. Yo brego mucho con mi visión social y mi visión artística; hay cultura dentro de lo que hago.

Hasta los primeros días de noviembre estás presentando Lucecita le canta al amor en Clásica y Moderna, con un repertorio volcánico de boleros como “Vete de mí”, “Delirio”, “Algo contigo”, “Tú me acostumbraste”, “Mis noches sin ti”, etc. ¿Cómo elegiste estas canciones?

–Es un show que ya tenía montado; lo hice en el Centro de Bellas Artes de Caguas, en mi país. Lo filmé, saqué el DVD, y cuando lo mostré en Clásica y Moderna gustó y lo traje para aquí. De allí el título: “Lucecita le canta al amor”. Pero Lucecita también ha cantado al tango, al malambo, a la salsa. Si me invitas a una bailanta, olvídate: te monto bailanta. No le tengo miedo a ningún ritmo; a todos los hago. Tengo esa versatilidad, ese don. Pero es un don que hay que saber cuidar.

¿Cómo has conseguido mantener la voz intacta después de tantos años de carrera?

–Pues, yo la llevo a la cama a dormir; no la llevo a bailes. No me amanezco; vivo encerrada. Mi voz es lo más potente que tengo... pero también lo más frágil. Porque con el sonido que yo tengo puedo tocar el corazón y la conciencia de la gente. Yo te canto, pero también te digo la canción; la visto para ti. Una cosa es cantar, otra interpretar, otra decir. Yo tengo una mezcla bien bonita, que es lo que a la gente le gusta escuchar aquí. Y me place su aplauso.

Uno de los momentos más emotivos del espectáculo es el cierre, cuando interpretás “Alfonsina y el mar” con un pianista invitado de lo más apropiado: Facundo Ramírez, hijo de Ariel Ramírez, compositor del famosísimo tema. ¿Cómo se concretó esa colaboración?

–¡Inesperadamente! Un día, en Clásica y Moderna, alguien pidió “Alfonsina y el mar” y como Roberto (Antier) no la sabía, subió Facundo. Parece que él tenía el disco de Carnegie Hall donde yo había grabado la canción y me dijo: “La aprendí como tú la cantas en ese concierto”. Ese tema –profundamente poético, profundamente difícil– tiene que ser tocado y cantado a la perfección, y ese niño lo lleva incorporado en el ADN, desde el parto.

Como intérprete, ¿es distinto encarar temas compuestos por boleristas mujeres que temas hechos por hombres?

–La única premisa que tengo es no cantar una canción si no puedo superar el original, porque quien lo ha hecho famoso, se lo ha ganado; a él le pertenece. Pero no me importa si quien la escribe es hombre o mujer; lo que a mí me importa es la canción. Tú vas buscando cuál se parece más a ti o a lo que quieres decir. Lo que sí: no te voy a vender ningún tema que yo no haya comprado antes porque no sabría cantártelo. Hay mensajes muy subliminales, muy serios en mis recitales; de la responsabilidad que he tomado con las cosas justas de la vida. Yo no vivo del chimento, yo vivo de la música y del arte.

En una entrevista publicada este año en Las12, la psicoanalista y escritora Laura Palacios, que trabajó específicamente sobre el tema, decía que el bolero –a diferencia del tango– no sólo enaltece a la mujer sin medida; también le permite amar libremente, sin ser juzgada. ¿Qué pensás de esta idea?

–El bolero permite que tanto la mujer como el hombre expresen su pasión desenfrenada porque tiene romance y dice con palabras sencillas, simples, que puede entender cualquiera. Es un lenguaje común que concierne a todo el mundo, como el blues o la música brasileña. Las músicas tienen un amplio margen de llegada; lo que pasa es que hay muchas manos que obstaculizan que lleguen a determinados oídos. El medio (la radio, la televisión...) siempre va a controlar, a direccionar tus gustos. Esto se llama penetración y es lo primero que se plantea en Ciencias Políticas.

¿Creés que esa simplicidad ayuda a que, aunque tenga épocas más y menos populares, nunca desaparezca?

–El bolero nunca va a desaparecer. Vino para quedarse porque mueve culturas. Es un poema que se baila, se canta y se dice.

En su libro, Iris Zavala hablaba sobre el carácter andrógino del bolero y hablaba del característico “tú” de muchas canciones como un “tú” prohibido que invita a la cooperación para construir y reconstruir las propias fábulas eróticas. Un claro ejemplo de esta ambigüedad es “Tú me acostumbraste”, de Frank Rodríguez, que incluís en tu set...

–Con la música, el sexo pasa a un segundo lugar. Hay que separar el trigo de la paja: la poesía es la poesía. Los prejuicios serán de los demás; yo soy muy liberada.

De hecho, en el arte de tapa de uno de tus discos, salías vestida de hombre y has dado tus buenas presentaciones de traje y pelo corto. Incluso se te bautizó La Marlene Dietrich de América Latina...

–Porque fui la primera, sí; yo usé de todo, según la época. Y me han bautizado de mil maneras, pero –ante todo– soy la Lucecita Benítez de Puerto Rico.

Has cantado en lugares icónicos como el Carnegie Hall o el Madison Square Garden. A la hora de dar un show, ¿preferís sitios imponentes o espacios pequeños e intimistas como Clásica y Moderna?

–Lo que siempre he preferido es cantar. Cada lugar tiene su ambiente, su gente y su música. Claro que, en estadios, la gente quiere bailar y no se interesa en pensar; no quiere que lo detengas. Cuando hay multitudes, es difícil crear silencios. Aunque se logra... Yo lo he logrado.

A fines de los ’80, Alberto Migré usó tu tema “Fruto verde” como cortina de su novela La cuñada. ¿Creés que eso te haya catapultado al reconocimiento definitivo en Argentina?

–Fue tan popular que por la calle no me decían Lucecita; me decían “Fruta verde”. Migré mezclaba los dramas y las situaciones con las canciones. Y resolvía problemas a través de la canción. A mí me tenía sonando todo el tiempo; entonces, ¿cómo no iba a pegar en todo el país? Hasta hice una participación: yo llegaba a la Argentina y la protagonista, que era tachera, me llevaba. Después me ofrecieron papeles en otras novelas, pero yo seguí en el canto, me fui a Puerto Rico y monté mi propia compañía discográfica. Tomé las riendas de mi vida. Como dice el poeta: “Desde la cima de la montaña vi al hombre / tal como nos ve el águila y supe / de nuestra pequeña estatura / Y ahí empecé a ser un gigante / Llamé al diablo para que dejara de ser lo que era / y el tiempo fue uno / y nosotros dos”. Esa es la profundidad de mi drama. Y eso no es comercial.

Pudiendo llevar tu show a cualquier sitio, ¿por qué elegiste este país para instalarte una temporada cada año, de 2012 en adelante?

–Yo camino por Argentina como si lo hubiera hecho toda mi vida. No tiene explicación, pero aquí me siento como en casa. Me siento libre, para nada oprimida. Y, lo más importante, tengo trabajo. El año que viene ya estoy contratada para tener mi temporada anual y lo seguiré haciendo mientras yo quiera y la casa también. De hecho, ya tengo mi próximo show armado; voy a hacer Exitos callejeros. Y seguiré volviendo. La mitad del año aquí, la mitad en Puerto Rico.

¿La distancia ha hecho que extrañes tu patria?

–Ya no extraño a nadie porque mi madre murió, mi padre murió, dos de mis hermanos murieron. Y lo que podría extrañar cabalga conmigo y es mi voz, mi trabajo, mi música. Es lo que me gusta. Es lo que me hace feliz.

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