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Viernes, 12 de septiembre de 2003
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Entrevista

La cumbia tiene su perla

Hasta que llegó Perla Quiroz, en la cumbia villera las mujeres estaban destinadas a bailar como autómatas o a hacer coros, en el mejor de los casos. Después de dos años y dos discos en el mercado, ella se puede jactar de ser la primera y la única que sin siquiera usar escotes tiene tantos fans varones como mujeres.

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Por Marta Dillon

Y por qué no, eh? ¿Por qué no? ¿Se creen que los pibes son los únicos que amanecen limados después de una noche “en el palo”? ¿Acaso a ellas no las dejaban pagando en la puerta de los boliches de Flores sólo por tener zapatillas? ¿Acaso ellas arrugan cuando pintan los guantes, eh? ¿Acaso se creen que las pibas son todas trolas? Está bien, si no queda otra, ella también se puede vestir de gato y menearse frente a las cámaras de la tele como si tuviera un balancín bajo las polleras. Y de hecho lo hizo. Dos años seguidos se bancó la minifalda y el top, la sonrisa estúpida que hay que dibujar cuando te regalan un primer plano, la cara de vaca mirando un tren mientras manos y caderas dibujan círculos imaginarios para ponerles color a las tardes tropicales de sábado, mientras los pibes se jactan de lo mucho que se drogan y de lo bien que las pibas les hacen “el pete”. Siendo mujer no le quedaban demasiadas chances para participar del mágico mundo de la cumbia. O se mezclaba entre la masa que llena bailantas y estudios agitando banderas y emitiendo grititos histéricos frente a hombres casi siempre pelilargos, o se resignaba al traje de gato que decora y sienta bien en cualquier escenario de cumbia. Pero no iba a ser para siempre. Perla quería cantar. Siempre le quedó “eso”, eso que se siente cuando te dicen que no podés. Que no, que a tu barrio, Fuerte Apache, el remís no entra. Que no, nena, que si querés algo tenés que bailar. “Y siempre pensaba que algún día iba a hacer un tema para decir todo esto. Pero nunca creí que se me iba a dar.” El deseo es así, su objeto siempre está más allá. Para Perla, estaba en el escenario. Entonces “iba vestida re-chonga, como siempre, llegaba y me producían”. Bailaba, estaba cerca de lo que más deseaba, se cambiaba y seguía intentando. Al fin y al cabo, ella sentía que tenía una llave para abrir la puerta de sus fantasías. Porque “yo siempre tuve buena comunicación con los hombres. Las demás bailarinas se creían re-estrellas, pero yo no, así que hablaba con ellos”. Igual que en el barrio, cuando “la vagancia se junta en el palo. Porque en la villa no hay esquinas, ¿entendés?, en la villa los kioscos ponen un palo en la vereda y ahí nos sentamos todos”. Y claro, cuando “surgió todo eso de la cumbia villera” ella no pudo evitar hacer notar cada vez que podía que en esa galaxia de pibes chorros, yerba brava y flores de piedra faltaba una piba. “Falta una piba, loco. ¿Vos quién sos, querés que te cante algo?”, le decía a cualquiera que pareciera tener alguna influencia. Hasta que un día alguien le preguntó si realmente se animaba a cantar.
–¡¿Cómo?! –dijo ella con ese tono que no sólo acepta el desafío si no que lo menosprecia.
Quien escuchó su respuesta era Horacio Giménez, un productor del ambiente que le puso un estudio, escuchó las historias de Perla y las transformó en canciones, la presentó a la discográfica DBN y en quince días se convirtió en su “dueño”. Así se les llama en el ambiente de la cumbia a los productores, sobre todo a aquellos que se apropian del nombre de fantasía del cantante, lo registran como propio, arreglan con las compañías y los boliches y les pagan un sueldo fijo a las estrellas del escenario. Sus empleados, sus posesiones. Si antes y después de Perla no hubo otras mujeres en el universo de la cumbia villera es porque los dueños, dice La Piba, no les tienen confianza. Por algo será, estarán pensando ahora los productores. La Piba se cansó demasiado rápido de esa historia del “dueño” y apenas un año y medio después de la primera caricia del éxito tomó sus historias y se marchó para ser dueña de sí misma.


“Como la varita mágica, así fue, muy rápido. Antes de que terminara de grabar el primer disco ya me estaba invitando para hacer una gira por Chile. Algo causó mi aparición en televisión. Yo creo que fue Dios, porque confío plenamente en él. Yo no voy a la iglesia porque no me hace falta,no entiendo por qué tiene que haber mediadores entre vos y Dios. Me gusta hacerlo más directo, ‘acá estoy, me mandé este moco, quiero esto’. Como si estuviera hablando con mi viejo”. Claro que el viejo tiene poco que ver con lo sagrado. El papá de Perla es policía. Ella misma se lo enrostró a Mauro Viale en un programa en que quisieron cuestionarla por ser menor de edad y cantar “aguante el vino, aguante la cerveza, aguante todo para estar de la cabeza”. Ese día, se acuerda, la presentaron como La Piba chorra. Y ella saltó. “Sí, porque me querían enfrentar con un comisario que había en el canal. Y yo soy La Piba, no chorra, ésa es su película. Y ahí le dije que mi viejo es policía y yo no canto en contra de la policía porque sí, hay garcas, hay ratas y hay otros que no. Porque hay gente a la que la gorra la cambia y gente que no. Pero es una cuestión de trabajo. Mi viejo trabajaba en una estación de servicio, pero tuvo cinco pibes y necesitó otro trabajo. No le quedaba otra. A nadie le gusta ir corriendo detrás de un pibe que afanó porque no tiene para comer.”
–¿Y como tomó tu viejo que salgas en la contratapa de tu segundo disco como si estuvieras fumando marihuana?
–Mi viejo ya conoce mis locuras. Además es un cigarrillo pero agarrado de otra forma. Él sabe que hay pibes que roban por necesidad, ni hablar. Pero no puede hacer nada porque es policía. Yo le digo que con él está todo bien porque es mi papá, pero si no, no. Siempre se lo digo. Él jamás se metió con mis amigos chorros, los conoce a todos de cuando vivía con mi mamá. Y nunca me pidió que no me junte con esa gente.
Papá está orgulloso de su hija famosa. Al principio, dice Perla, le costó aceptar que ella dejara la secundaria para ir a bailar a la televisión. Pero ella no encontró nada que le interese en el colegio. No era mala alumna, para nada. Hasta la habían becado en un secundario privado de Villa Devoto, un privilegio que abandonó en segundo año con el beneplácito de su madre que cada sábado la acompañaba al canal o a los bailes del Leader Café, en el Showcenter de Haedo. Tenía quince años entonces. A los 17 ya cultivaba su quinta en la tierra de la fama. Ahora que tiene 19 duda entre mostrar o no esa panza de cinco meses de embarazo que le abulta la camiseta de la Selección Argentina con la que suele cantar, exhibiendo una androginia que, al contrario de lo que sucede en ambientes más selectos, hace que las chicas usen los emblemas masculinos. El tiempo corre a su propio y acelerado ritmo cuando se crece en un barrio en el que los muertos adolescentes se anotan en las paredes para obligar a la memoria.
–Siempre es un shock cuando te dicen que alguien perdió o lo mataron. Pero es así. Vos lo vas viendo, algunos no se pueden rescatar porque están jugados. Yo me acuerdo del primer amigo que murió y del último. Pero trato de mantenerlos vivos de alguna manera. Cuando lo mataron al Lobi, que era un pibe que era re-amigo, no fui al velatorio, prefiero quedarme con otra imagen. Hablaba mucho con él, porque su señora murió en el parto y él se quedó con el nenito, entonces tratábamos de que se rescate, por el nene. Pero no podía. Y un día, dijeron, lo mataron al Lobi. Yo no lo creí, porque estaba como un matambre ya, hasta había sobrevivido a un itakazo en el pecho. Pero siempre hay una vez en que es cierto.
“No te pude rescatar”, es uno de los temas de ¿Y nosotras qué?, el primer disco de La Piba. “Cuenta la historia de otro amigo, el Cala, al que yo quería un montonazo. Lo habían tiroteado, cayó en el hospital. El chabón no tenía un mango, ni familia ni a nadie, no sé si tenía el bicho. Los médicos lo dejaron tirado, no sé si porque era de la villa, porque era fiero o por qué, pero lo dejaron tirado. Y yo quise hablar de él.”


“Muchos salieron a boquear con la cumbia villera, creían que iba a desaparecer, pero hace tres años que existimos y seguimos. Creo que va a quedar como un estilo más. Está la cumbia santafesina, que es más caliente, la colombiana, la bachata, la movida, la romántica. Lo que pasa es que los viejos están calientes porque ya no le pueden vender un disco ni a la madre. Hay que aceptar que todo cambia y no vamos a estar diezaños escuchando lo mismo. Ellos salen con sus trajes y les da miedo que estos pendejos en zapatillas les vengan a cagar el laburo.” Perla es de las que se enorgullecen de ese género que no hizo más que apropiarse de ese lugar en el margen que son las villas y convertirlo en una fiesta sólo por nombrar sin eufemismos los ritos clandestinos que cumplen los pibes, y las pibas, por supuesto. Lo gracioso es que cuando habla de “los viejos” con un dejo de cariñosa ironía, se refiere también a su compañero. Un hombre de pelo largo y renegrido que le lleva doce años y es la cara más visible del grupo de cumbia romántica Montecristo. Es divertido verlos torearse –él le dice pendeja, y ella, llorón, por lo romántico–, aunque Perla se acuerda con menos gracia del día en que le anunció que estaba grabando un disco. “Estaba fuera de sí, no lo podía creer. Para colmo estábamos en la casa de otros músicos de Nueva Luna y Ráfaga y todos puteaban a la cumbia villera. Porque algunos creen que somos una vergüenza para la cumbia, creen que hay que estar bien vestido para presentarse en público. Pero yo me siento bien vestida, yo voy a bailar así y canto así. En ningún baile vi a los pibes con esos trajes. Lo nuestro es más pueblo”.
–Y claro, cómo no íbamos a putear –dice él, Martín–, nosotros nos gastábamos hasta tres lucas en los trajes, le cantamos al amor, logramos ampliar el público de la cumbia y vienen éstos... con esas letras... Me costó, pero ahora lo entiendo de otra manera, porque viví con ella en el barrio.
No habrá sido fácil para un muchacho como él, con tres años de liceo militar en Bahía Blanca y un futuro de botas que sólo interrumpió cuando se dio cuenta de que también podía tocar la guitarra. Entonces todo cambió, un cambio un poco menos radical que el que siguió a ese beso que le robó a una nena de 16 que bailaba detrás de él en un show.
–Yo era una fan enamorada de Martín, pero les tenía miedo a los hombres porque no quería que nadie controle mi libertad. No lo hacían mis viejos, no lo iba a hacer mi novio. A mi hermana le pasó lo mismo que a “La Sandra” –el título de uno de sus temas–. Tenía quince cuando un tipo la dejó embarazada y tirada, así que les tenía un poco de cosa a los hombres. No me quería enamorar, quería dedicarme plenamente a conseguir lo que quería. Los novios son celosos y las mujeres un poco pelotudas, porque por ahí te encajetás y ya no querés hacer nada. Traté de esquivarlo, pero al final no pude. A la vez fue muy romántico, porque él habló con mis viejos cuando éramos novios y les dijo que se quería comprometer. Hicimos una fiesta con la familia y los amigos. ¡Con anillo y todo!


“Se hacen las buenitas y son las peores/ y les dimos masa/ les dimos para que tengan/ las rompimos todas/ porque son conchetas./ ¡Eh, cheta! ¡Andá a lavarte las tetas!” Ese es el estribillo de “Combate”, un tema que sienta las bases de la diferencia de clase por sobre cualquier alianza de género. Pero después de andar por muchos escenarios –de aquí, de Uruguay, Chile, Perú y Paraguay– Perla aprendió a ser más piadosa con esas chicas, “todas vestiditas, peinaditas”, que se “recopan” con su música.
–Porque por más que una piba sea cheta le pasa lo mismo que a nosotras. No le cabe que los pibes se la pasen hablando como si fuéramos todas trolas. Hacía falta una mujer porque antes no había en la cumbia una que pusiera los ovarios y dijera acá estamos. De nosotras se olvidaban. Por eso el primer disco se llama ¿Y nosotras qué?. Yo vengo a hacerle el aguante a todas las mujeres.
–¿Y sentís que a ellas les gusta lo que hacés?
–Me siguen mucho las mujeres, los chicos y hasta la gente mayor. Soy una piba común y corriente, supongo que es por eso. Yo quería abrir el espacio para que llegaran más, pero los empresarios le tienen miedo. El problema es que nosotras somos las boludas que compramos todo para todos. Eontonces se creen que para vender hay que poner en la tapa un carilindo. Conmigodebe haber pasado que se sintieron identificadas porque soy diferente, por tener un estilo nuevo: no salgo vestida de gato. Yo lo entiendo, porque si vas a un baile y ves una mina que se le ve la tanga y a tu novio baboseándose al lado tuyo, te molesta. Yo siempre fui muy normal, no salgo a gatear a nadie. Yo dejo los ovarios arriba del escenario.
–¿Y el resto de los grupos de cumbia villera como te tratan?
–La movida tropical es muy machista, todos son hombres, hombres. Las mujeres hacen los coros. Por eso La Piba, hay que hacerles frente y plantar la bandera femenina también. ¿O no hay mujeres en las villas? ¿O no hay mujeres en la cancha? Cuando cantan cumbia, las minas le cantan al amor romántico. Jamás nadie cantó una realidad que a las pibas nos gusta salir, fumar de vez en cuando, tomarnos algo. Si pintan los guantes, está todo bien.
–¿Quiere decir que si te tenés que pelear a las piñas lo hacés?
–Sí, igual a mí no es que me guste pelearme, pero si te vienen a apurar tenés que responder. Yo soy histérica pero no grito, es como que se me transforma la cara y aprieto los dientes, parece que da susto. Pero una sola vez me tuve que ir a las manos. Y eso sí, cachetadas no doy, porque eso es de trola.


Cuando era chiquita le decían que se parecía a Betty Boop, por esos ojos grandes y redondos sobre los que antes caían unos bucles largamente trabajados con los dedos. Y así, parecida a ese personaje es la muñequita que se tatuó en la pierna y que quienes fueron sus “dueños” soñaron con vender como parte del merchandising de La Piba. No sabe si por suerte o por desgracia, la devaluación arruinó los planes. Y ella aprovechó para quitarse de encima las exigencias de los productores que no la dejaban correrse ni un poquito del estereotipo que ellos habían construido para ella, lo más parecido a una piba chorra y sin matices. Pero Perla los tiene y no se va a privar de mostrarlos. En el disco que está grabando hay temas villeros, románticos, picarescos. Y no piensa entregar lo que le pertenece por más que le hagan juicio y le quieran quitar el derecho de seguir siendo La Piba sólo porque alguien se encargó de registrar ese nombre. La pelea tuvo su precio: ya no se la ve cantando los sábados en los programas de la tarde. Pero quién quiere eso si la llaman de tantos escenarios que casi nunca puede pasar un fin de semana completo con su amor. En Chile sigue tocando en estadios, en Uruguay la contratan cada quince días y cada vez tiene que hacer más de un show. Lo mismo pasa en el interior. Hasta tiene cinco clubs de fans, la mayoría integrados por hombres que a ella la enternecen con sus vinchas, sus remeras y las cartitas de amor que vuelan hasta sus pies cuando ella mueve su cuerpo como una sibilante letra s, con tanta constancia como falta de variaciones tiene la cumbia villera.
–A mi novio y a mí nos pasa. Hay veces que volvemos de los shows con los pelos inflados y el cuerpo lleno de huellas digitales. Pero no pasa nada. A veces se te sube alguna mina y te encaja un pico. Vos las ves y decís “qué lindas las fans”, pero después te comen la boca. Los tipos también. Una vez se me subió un patovica, en Uruguay, cuando cantaba ese tema que dice: “Dejá pasar patovica/ que aunque seas grandote/ la tenés chiquita”. ¡Y me hizo un strip tease en el escenario! Se sacó todo, pero yo miraba para otro lado. Es gracioso, porque yo canto eso y siempre hay un par ahí cuidando el escenario. Les encanta, me piden que la dedique, todo.
Las noches son largas para Perla, a veces demasiado. Sobre todo cuando la Trafic que la lleva de bailanta en bailanta la deja en una esquina cualquiera, como si a la hora en que se termina el contrato el carruaje se fuera a convertir en calabaza. Entonces ella tiene que buscar un taxi, un remís, alguien con el suficiente coraje como para llevarla al barrio. A Fuerte Apache, de donde nunca se termina de ir aunque esté montando un departamento con su novio a pocas cuadras de ahí. Qué importa el domicilio cuando ella tiene tan claro a dónde pertenece. Y a mucha honra.

Informe: Florencia Gemetro

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