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Viernes, 19 de abril de 2013
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Extraña belleza

Mariangela Melato (1941-2013)

Por Marisa Avigliano
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Un frenesí caoba se ahoga en los labios de lava o liquen como si hubiera perpetrado una íntima herejía de regularidad. Tiene el pelo corto, más corto que cuando era rubia y lucía un bikini negro en Insólita aventura de verano –la película de Lina Wertmüller de 1974 que protagonizó con Giancarlo Giannini–, está dando una entrevista, habla de lo que sabe y de lo que simula, está enferma.

Mariangela Melato murió a causa de un cáncer de páncreas el último 11 de enero y fueron sus amigos los que miraron a cámara para recordarla. Había nacido en Milán y antes de cumplir los veinte años, y después de pintar carteles, estudiar arte en la Academia de Brera y armar vidrieras, ya formaba parte de la compañía teatral de Fantasio Piccoli; se sumaron con los años los nombres de Dario Fo, Luchino Visconti, Elio Petri y Claude Chabrol. Ver su cara en la pantalla es ver una época. Hizo más de cincuenta películas: Mimí metalúrgico, Todo modo. Entre obituarios y semblanzas como si se oyera llover a la distancia y se hiciera de tripas corazón, la RAI mostraba escenas de su Medea, su amigo Giannini usaba la palabra tragedia mientras decía que él se había convertido en un espectador de su talento. Entonces irrumpe Lidia en la pantalla. Lidia es la mujer de Lulù Massa (Gian Maria Volonté) en La clase obrera va al paraíso de Elio Petri, está mirando a los compañeros de lucha de su marido que están escondidos en su casa porque los busca la policía, los mira y les dice que no los entiende, que sólo gracias a los patrones tendrán un porvenir seguro, “yo comunista no seré nunca”, grita Lidia (una Melato asustada en la exaltación), “me gusta el visón y algún día lo tendré”, y entonces instantáneamente su cara reluce belleza en medio del departamento oscuro, una belleza que ella misma negaba, decía que era extraña, nunca bella. Esto no lo entendería ni aceptaría nunca Mara, la jovencita de Caro Michele (película basada en la novela de Natalia Ginzburg) que Mariangela compuso con abrumador histrionismo. Su mamá era una italiana alegre y extrovertida, su papá un alemán duro (“sólo en apariencias” siempre aclaraba ella) con el que se sentía más cómoda y afín. Cuando Mariangela, una de las actrices más celebradas y populares de la península, la diva setentista, mueve la cabeza y se ríe con esa boca inmensa llena de dientes, un arsenal portuario de admiración se rinde ante el ventanal gigante de la espera, ese rictus es apenas un aviso, una sonora campanada final antes de que todos empiecen a correr por las calles del pueblo, van al cine donde a la tarde vuelven a dar una película de la Melato. ¿Se la verá como en Fedra o como en las comedias de Pirandello y Shakespeare? ¿Será la Salomé de Amor y anarquía? ¿O será la Nora de Ronconi, la Nora de Casa de muñecas, inquieta en la ingenuidad y profunda en la emancipación, perturbando cualquier hito y desmontando cualquier prejuicio? Todas esas juntas, dice una mujer sentada en la penúltima fila, porque la señora Melato podía ser tan cómica como oscuramente dramática, y lo podía ser porque su cara transmitía siempre una serena beatitud.

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