En siete años vivió una vida. La habÃa imaginado durante casi treinta, encerrada en una biblioteca. Debajo de su piel habÃa tantas hebras como tropas, sólo tenÃa que salir a campo abierto para que la turba que la habitaba levantara polvareda. Su mamá, Mary Bailey, era la cocinera inválida de los aristocráticos Kingsley. Su padre, George Kingsley, era médico y se casó con la criada unos dÃas antes de que Mary naciera. La orfandad paterna estaba resuelta, la diferencia de cuna, se la iban a señalar toda la vida. Ella decidió no ocultarlo, pasaba horas leyendo en la nutrida biblioteca familiar y hablaba como cualquier chica del suburbio más perdido de Londres. Dos en una. Mientras cuidaba a su madre y a su hermano menor –su padre recorrÃa el mundo y los dejaba olvidados en los cuartos de la mansión de Islinton– se perdÃa entre atlas y libros de viajes. Un encierro itinerante en la imaginación y en el deseo. Cuando tenÃa treinta años y mientras cumplÃa con los deberes que la sociedad victoriana les imponÃa a las mujeres solteras (quedarse en casa y cuidar a la madre enferma) sus padres murieron en menos de dos meses, George en febrero de 1892, Mary cinco semanas después. La señorita Kingsley ahora era libre. Su hermano Charles cobró la parte que le correspondÃa de la herencia y se fue a la China. Ella, con otros ojos imperiales y una renta anual de 500 £, eligió el aliento de Africa para fundar su anécdota. Pasajera de un buque carguero, zarpó de Liverpool en 1893. En el continente de ébano cruzó tierras que nadie antes habÃa cartografiado vestida como una aristócrata, llevando siempre su sombrilla y exagerando su lunfardo. Vivió en una tribu canÃbal, sorteaba su salud en el riesgo de contraer paludismo o fiebre amarilla y aceptaba la poligamia de su nueva patria enfrentándose a la Iglesia que buscaba a través de sus misioneros convertir a los nativos. Volvió a Inglaterra, escribió artÃculos que se convirtieron en libros (el primero y el que la hizo famosa, Viajes en Africa Occidental, de 1897 y Estudios de Africa Occidental, de 1899) que retomaban además viejos apuntes que encontró entre las cosas de su padre y pidió subvención para sus viajes en el British Museum, que alentaba el estilo de sus informes. VendÃa lo que podÃa vender (tabaco, telas, ron) para financiar su viaje y llegar hasta el Congo, donde denunció (ayudada por su amigo el periodista E. Morel) las violaciones, abusos y mutilaciones que, relacionadas con las plantaciones de caucho, fomentaba el reinado de Leopoldo II de Bélgica. La antropóloga autodidacta de Luanda (Angola), la ictióloga del Ogooué –el largo rÃo que cruza el oeste de Africa central– no perdÃa detalle y clasificaba peces hasta entonces desconocidos. Su mirada mostraba las impresiones de un continente devenido en confesión Ãntima. La aventurera que parecÃa no tener prejuicios y no le temÃa a nada –virtud que sorprendÃa e intrigaba a uno de sus admiradores fervientes, Rudyard Kipling– se oponÃa sin embargo al voto femenino (las activistas de la Unión Nacional de Sociedades por el Sufragio de la Mujer no pudieron reclutarla). Para sus lectores fieles, esos que valoran su inteligencia y su gran sentido del humor, era apenas un error que corregirÃa en cuanto avanzara el siglo, sólo una cuestión de tiempo.
Murió enferma de tifus en tierra africana el 3 de junio de 1900, se habÃa convertido en enfermera de urgencia para atender a los bóer. Era su tercer viaje. Un funeral en Sudáfrica inició los honores de la despedida y tuvo –como ella lo habÃa pedido– un entierro submarino.
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