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Viernes, 24 de mayo de 2013
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Semana Mundial del Parto Respetado

La violencia obstétrica es violencia de género

Invisibilizada aunque no invisible para quienes la soportaron, la violencia obstétrica es una práctica demasiado habitual: mujeres obligadas a parir solas –cuando la ley dice que tienen derecho a estar acompañadas por quien ellas decidan–, inmovilizadas, separadas de sus hijos en el instante siguiente al nacimiento, cesáreas innecesarias. Desde la comisión que elabora sanciones contra la violencia de género –Consavig– se puso a disposición un modelo de denuncia y un instructivo para terminar con la impunidad.

Por Marta Dillon

Jesica tiene 26 años, ha vivido toda su vida en La Boca y al momento de parir, todavía no hace un mes, fue al hospital Argerich, donde la atendieron desde el primer momento de un embarazo que no había buscado pero empezó a desear desde el mismo momento en que decidió, conscientemente, que quería que llegara a término. Es una joven aguerrida, no sabe quedarse callada, no quiere quedarse callada porque es así, hablando, gritando si es necesario, como supo resistir, siendo todavía una niña, a la violencia que su papá ejercía sobre ella. Y no iba a quedarse callada justo en el momento en que su hijo empezaba dentro suyo esa danza conjunta que es el proceso de parto y nacimiento. Estaba ansiosa cuando llegó al hospital. Había tenido algunas complicaciones en el último tramo del embarazo, así que el hospital se había convertido en algo así como su segunda casa. Por eso no era miedo lo que sentía sino ganas de atravesar ese momento intransferible aunque tantas veces relatado en la familia, entre sus amigas. Los dolores de parto ya se hacían sentir, distintos de cualquier otro, soportables hasta el momento de llegar a la guardia, cada vez un poco más intensos, arrasadores como una marea que la obligaban a agacharse, a masajearse la cintura, a colgarse del cuello de su compañero, mucho más temeroso que ella, silencioso frente a sus gemidos, sin más que hacer que darle algunos mimos, ni más ni menos que lo que Jesica quería, lo que Jesica necesitaba.

Eso fue lo primero que le arrebataron.

Apenas la internaron la dejaron sola en un cuarto sin ventana. “Me dijeron que él no podía entrar porque había otros partos”: Jesica se quejó, a voz en cuello, en el intervalo entre contracciones. “Fue peor, me dijeron que si no me callaba no iba a poder parir, que mi novio no había ido a ningún curso preparto ¡y yo tampoco porque no había vacantes! ¿Y qué?, ¿Me iban a dejar afuera de mi parto?” A ella, no; a él, sí. Ella intentó “portarse bien”, tal como le habían pedido. Se sometió a los tactos reiterados que multiplicaban el dolor a medida que los residentes hacían sus prácticas y se maravillaban de que a pesar de la eclampsia estuviera llevando el trabajo de parto adelante sin mayores complicaciones. Cada vez que se abría la puerta venía alguien a quien no conocía, con alguien más. Cada vez que se abría la puerta, ella preguntaba cuándo iban a dejar entrar a su pareja. Nadie sabía, nadie contestaba, apenas sabían su nombre porque lo leían en la historia clínica. Fueron seis horas en total. Nadie que le tomara la mano, nadie que la tranquilizara, la masajeara, le diera algo de afecto. “Después, la partera fue rebuena onda, pero esas horas eran interminables, mirando la pared, sin saber nada de mi familia, me trataron como si no existiera, como si yo fuera una concha que podían pasar y mirar y tocar, pero no me contestaban nada de lo que preguntaba, ¡mi cara no existía!”

Lo que Jesica sufrió se llama violencia obstétrica. Lo que hicieron las personas responsables de atenderla fue violar tres leyes vigentes: la 25.929, que protege los derechos de madres, padres y recién nacidos en el proceso de parto y nacimiento; la ley 26.061 de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres y la ley 26.529 que protege los derechos de los y las pacientes. ¿Y cuál es la sanción que reciben estos profesionales o practicantes? En principio, ninguna. ¿Quién podría denunciarlos? Jesica, una chica de 26 años que ahora está amamantando a su hijo Bruno, tarea que en parte curó esas heridas transitorias pero que no alcanzan para que se olvide de tanto maltrato. ¿Dónde podría hacerlo? Ella no lo sabe. No está muy claro todavía. De hecho, aun cuando la ley de protección integral contra la violencia hacia las mujeres tenga una serie de artículos específicos sobre violencia obstétrica y ésta se nombre explícitamente, todavía se están elaborando las sanciones para este tipo de violencia física –por los tactos innecesarios, por tomar a una persona sin su consentimiento como objeto de estudio aunque esto le provoque dolor– y simbólica –por la soledad a la que la sometieron en un momento tan delicado–. La abogada Perla Prigoshin, titular de Consavig, la comisión destinada a elaborar sanciones contra la violencia de género, asume que es una tarea que está pendiente. Para eso se creó la Consavo –comisión para la elaboración de sanciones sobre violencia obstétrica– que aún está en etapa de definiciones. Prigoshin, abogada feminista y mujer de acción por sobre todas las cosas, se remite a su propia experiencia: “Yo quisiera escuchar a los médicos para saber cómo justifican la rutina del parto que suele aplicarse en la mayoría de las instituciones. Sabemos, porque lo dice la OMS y nuestra propia ley, que la episiotomía no debería ser parte de la rutina, que acostar a las mujeres para parir es una forma de inmovilizarlas que complica el parto, que estar acompañadas es fundamental. Sin embargo, estas cosas tan sencillas no se cumplen y las mujeres que demandan son pocas porque todavía hay mucha desinformación. Yo tuve un primer parto acostada y un segundo en cuclillas mientras me querían aplicar todo el curso encima, diciéndome cómo tenía que respirar, cómo tenía que pujar como si en algún lugar las mujeres no lo supiéramos. Por eso lo que queremos desde la Consavig, en principio, es aplicar multas a los profesionales que no cumplan. Las prácticas que representan violencia obstétrica, por mucho que se vengan practicando, tienen que estar incluidas en el código de ética de los colegios médicos y de otros profesionales de salud, el mismo código de ética que se usa para sancionar a sus afiliados”.

Sol parió en Quilmes, en una clínica privada, en febrero. Tenía la ilusión de ser “la protagonista de mi parto”, de tomarse su tiempo, el tiempo que fuera para que su cuerpo sea el que hable. Paradójicamente, apenas tuvo tiempo para enunciar lo que quería. Separada de su pareja desde el primer momento, la atemorizaron de tal modo que sus ilusiones parecían caprichos frente a la posibilidad de que “algo malo” le pasara a ella o a su bebé. Llegó ansiosa a la internación, como la mayoría de las mujeres. La inmovilizaron, la conectaron al monitor fetal y en medio de una contracción sentenciaron que los latidos de su bebé estaban en zona de riesgo, que probablemente le faltara oxígeno. No le explicaron ninguna otra cosa, ni siquiera le proporcionaron oxígeno extra. A pesar de todo, ella resistió: “Siguiendo la indicación de la primera médica (que la atendió), empiezo a respirar tranquila y profundo y pregunto si siguen disminuyendo los latidos, a lo cual me responde que no, que los latidos se normalizaron; pregunto entonces si podemos evitar la cesárea, a lo cual la doctora (de guardia) me responde que no, cesárea. En minutos tenía cuatro personas encima, sacándome la ropa, pinchándome, afeitándome, yo lloraba, preguntaba por mi marido, y le pedía a la médica una y otra vez que quería entrar con mi marido al quirófano. A lo cual (la médica de guardia) me responde que no se puede. En simultáneo siento cómo se burlaban entre ellas de otra parturienta que ya aguardaba en sala de partos, ‘está descontroladísima’, comentan y en un momento oigo también cómo se burlaban de mí y mi requerimiento de que mi marido me acompañe (...)” El testimonio de Sol pudo leerse a principios de año en la Red Informativa de Mujeres de Argentina (RIMA), donde su carta llegó como un pedido de ayuda para que lo que había sufrido no quede impune. “A todo esto mi marido regresa de hacer los trámites –sigue la carta de Sol–, nunca lo reúnen conmigo, lo dejan en la sala de espera, desde donde me siente llorar y nadie le explica qué está pasando, finalmente increpa a una de las médicas y le exige que le explique qué ocurre, a lo que le responden que van a realizar una cesárea, que espere ahí, que ya lo iban a llamar (lo cual nunca ocurrió). El trato durante la cesárea fue horrible, fui llorando, muerta de miedo, los médicos se manejaron como si yo no estuviera allí, como si estuvieran manipulando un objeto, charlaban entre ellos y sólo se dirigieron a mí para decirme que deje de llorar (...) En un momento, sin decir nada, todo el equipo se había retirado a asistir el otro parto y quedé sola con una enfermera, me pasaron a una camilla, y de allí me llevaron a un pasillo, donde estuve sola cerca de media hora calculo. En un momento pasó la enfermera y ante los gritos de la otra parturienta me comento ‘Viste y vos querías parto natural’, luego de un rato largo y cuando volvió a pasar la misma enfermera pregunté por mi hijo a quien todavía no había visto, ‘¿es una nena?’ pregunto, “no, un varón”, ‘no sé, ya lo van a traer’”.

Separada de su hijo, de su marido, del contacto humano esencial en el momento del parto y el nacimiento, Sol tuvo la voluntad de escribir un largo relato sobre su experiencia. Pero al momento de escribir a RIMA, no sabía dónde presentar ese relato. Ni siquiera estaba segura de que podría tener carácter de denuncia. “No sólo se violan los derechos de las madres y padres, también los de los niños y niñas que están naciendo. Separarlos y dejarlos en una cuna es una violencia innecesaria y que puede provocar complicaciones”, dice Perla Prigoshin, que elaboró un instructivo para presentar denuncias, más un modelo de carta que quienes sufrieron violencia obstétrica pueden presentar a la institución en la que fueron víctimas, con copia al Inadi y a la Defensoría del Pueblo de la localidad que corresponda. Este material está disponible en la página de la titular de la Consavig –perlaprigoshin.com.ar– y en los sitios de Facebook de la ONG Dando a Luz y la Asociación de Puericultoras Universitarias.

Lo cierto es que más allá de las denuncias que se puedan hacer, los y las estudiantes de medicina aprenden el proceso de parto con la mujer acostada, inmovilizada, con la recomendación de no comer ni beber y sujeta a suero y monitoreo como práctica de “prevención”. “Por eso es que nuestra intención –dice Prigoshin– es que el parto respetado, tal como lo concibe la OMS y como está consagrado en la ley argentina, se incluya dentro de la currícula desde el inicio de las carreras médicas y en la licenciatura obstétrica.” Sin embargo, aun cuando la ley de parto respetado ya lleva en vigencia nueve años, desde su sanción, en 2004, su aplicación es completamente despareja y en muchos casos nula.

Más información: dandoaluz.org.ar
En facebook: Asociación de Puericultoras Universitarias Dando a luz

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