Regina MartÃnez habÃa arrancado tempranamente con su costumbre de hablar con los desposeÃdos, cuando en el Veracruz natal, el estado mexicano al que volverÃa años después, la pobreza era un zurco donde mujeres, hombres y niños caÃan como moscas. Cada uno de esos rostros, los brazos caÃdos, las protestas interminables, cubrió Regina, la espalda pequeña, la sonrisa ancha, los ojos achinados por desconfianza más que por fisonomÃa. Siempre temió que la traicionaran, si hasta su último novio habÃa resultado un informante del gobernador. Proceso, el periódico donde trabajaba, era uno de los medios veracruceños más perseguidos y censurados de la región. Las amenazas permanentes que sufrÃan sus trabajadores provocaron el fenómeno inesperado de periodistas desplazados hacia otros territorios por riesgo concreto de muerte. Por eso fue inadmisible y repugnante que la muerte de Regina, el 28 de abril de 2012, fuera interpretada como “un crimen pasionalâ€, expresión doblemente bárbara en una geografÃa donde los asesinatos masivos de mujeres dieron origen al término “femicidioâ€, que dÃas atrás explicara con brillantez su creadora, la antropóloga feminista Marcela Lagarde, en su paso por Buenos Aires. Hace tiempo, Lagarde habÃa realizado las pericias de los crÃmenes de Campo Algodonero, en Ciudad Juárez, donde también se pretendió enlodar mutilaciones, desapariciones y asesinatos de jóvenes y niñas con el mote de una saña pasional. La periodista Soledad JarquÃn Edgar, directora de la publicación Las Caracolas, fue clara en ese sentido al denunciar que Regina, “como otros muchos mexicanos y mexicanas, ha pagado con su vida el altÃsimo costo de la intolerancia de quienes advierten que decir la verdad les significa la pérdida de poder polÃtico y económico, la exhibición de su cinismo sin par y la molestia de una buena parte de la conciencia mexicana que no está adormecida y que rechaza esa condición (in)humana del ser polÃtico. Esas son las (sin)razones por las que se asesina a quien ejerce con profesionalismo la cada vez más peligrosa tarea de informar y de opinarâ€. A Regina la asesinaron por “ser buena periodista, dispuesta a decir la verdad, demostrar con hechos el abuso del poder polÃtico y económico: periodista incómoda para quienes corrompen al Estado mexicanoâ€, sentenció JarquÃn Edgar. Otra par que también debió exiliarse por las amenazas que venÃa sufriendo, Ana Lilia Pérez, suele recordar con amargura que en su querido México los verdugos tienen las manos sucias y la conciencia negra. En los últimos años, las represalias tomaron un matiz aún más oscuro contra las mujeres. En 2011, la periodista Yolanda Ordaz de la Cruz apareció decapitada porque sus investigaciones en Notiver, otro periódico de Veracruz, quemaban al establishment local. MartÃnez venÃa haciendo algo similar por principios y por indignación: unas 67 veces habÃa cubierto las mismas interminables manifestaciones de pobladoras originarias que la reconocÃan como una de ellas siempre y hasta a lo lejos los dÃas de lluvia, cuando con una mano se protegÃa de los gotones sosteniendo un ejemplar de Proceso y con la otra extendÃa el grabador para captar todas las palabras que al cabo incomodaron hasta matarla. “Los periodistas no podemos ser rehenes de nuestro miedoâ€, advirtió el escritor Juan Villoro cuando el mes pasado participó en Xalapa, Veracruz (considerada por Reporteros Sin Fronteras el área más peligrosa para ejercer el periodismo), de la marcha de protesta para exigir justicia por el asesinato de Regina. A ella, que no le gustaba llamarse a sà misma periodista porque le sonaba petulante, y preferÃa entenderse reportera de la realidad, “porque somos las mensajeras, no el mensajeâ€, el 7 de junio la honra desde ese violento oficio de escribir con todo el cuerpo y aún en ausencia, más presente que nunca.
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