TĂrenle la toalla y seguirá mojada, los ojos verdes que agradeciĂł el technicolor no perderán la humedad, el pelo recogido brillará más que el tocado de strass y la sonrisa dibujada domará al chorro furioso que le lancen sobre la cara. Nadie podrá nunca sacarla del agua untada desde donde entretuvo y embobĂł a una generaciĂłn de hombres –a más de una– mientras las mujeres haciendo piruetas en la pileta de lona preguntaban “¿no parezco Esther Williams?”.
La deportista que durante la Segunda Guerra no pudo competir en los Juegos OlĂmpicos de Helsinki fue cuatro años despuĂ©s (1944) la nadadora estrella de la popular Escuela de Sirenas (Bathning Beauty), la pelĂcula de la Metro Goldwyn Mayer que inaugurĂł el musical acuático, dirigida por George Sidney. Un gossip de la Ă©poca cuenta que en un primer momento sĂłlo la habĂan contratado para decorar las escenas de Red Skelton (el humorista estrella de radio y tv), pero que sus extravagancias acuáticas aumentaron su fina estampa y parieron al icono kitsch. El Rhett Butler de la pantalla la bautizĂł “sirena” y desde aquella agua bendita “sirena” es la palabra que más se usa para hablar de ella. Esther no era una mujer con escamas, era una sirena con piernas largas. ÂżFue esa esbeltez la clave de la admiraciĂłn? ÂżO fue su sincronizada destreza? MalĂsima actuando, incapaz de memorizar un parlamento, la mujer que no sabĂa hacer nada si estaba seca era inigualable cuando estaba empapada. “Disciplinada y aburrida como Vargas Llosa”, le escribiĂł Puig a Cabrera Infante. Esther dejĂł que el oleaje en intrĂ©pido marasmo marcara su destino, ella sĂłlo mostraba los dientes blancos, braceaba largo, sonreĂa de costado y convertĂa el agua en fuego cuando nadaba espalda. De su boca, burbujas mejor que palabras. Debajo del mar, Esther era la perla de la ostra, el figurĂn que daba vueltas carnero hacia atrás con Tom y Jerry o pataditas infantiles con una tortuguita animada y tambiĂ©n un cisne goloso que giraba alrededor de un caño tan blanco como su vestuario. Arriba, la trapecista de las cataratas, la esquiadora capaz de tirarse de una montaña mágica de agua sin otra alfombra que sus pies aleta.
FilmĂł más de veinte pelĂculas entre los años ’40 y ’50, muchas de ellas se confunden –o habrĂa que escribir “se desbordan”– hasta en la memoria emocionada de sus fanáticos, demasiada agua. MuriĂł a los 91 años mientras dormĂa (segĂşn dijeron las voces oficiales), en su casa de Bervery Hills, con un Rolls-Royce estacionado en la puerta y una pileta siempre climatizada –su obsesiĂłn Ăşltima–.
Se casĂł cuatro veces, tuvo tres hijos y cuando Hollywood le dijo adiĂłs –-aseguraba que vivir con un marido latino (el argentino Fernando Lamas) valĂa el no estar ya en la pantalla– la nadadora continuĂł su sueño americano fundando una empresa de piletas y otra de trajes de baño (se pueden comprar –hay fotos de todos modelos y gĂ©neros– desde su página oficial).
A lo largo de los años, la tĂa vieja de la pelirroja Ariel de Disney posĂł ante la cámara siempre con una cara nueva, como si el cloro en lugar de afectarle la vista le hubiera moldeado su rictus de estrella. Sin embargo, algo nunca cambiĂł en Esther –ni en la jovencita rodeada de flores de loto ni en la abuelita coqueta en silla de ruedas–: sus cejas. Las usaba altas, tan altas como le permitiera el contorno final de su cara, haciendo aĂşn más larga su silueta interminable. La bailarina hĂşmeda nunca mostraba las yemas de sus dedos arrugadas ni ferocidad alguna que pusiera en riesgo su maquillaje, quizás porque como habĂa nacido en la glamorosa dĂ©cada de Gatsby, supo desde siempre que sĂłlo tenĂa que mantener a salvo el fulgor de la perlas.
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