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Viernes, 26 de julio de 2013
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visto y leído

Las pieles que habito

Mudas, primer poemario de Flor Codagnone, propone un juego de lectura bifurcado, donde conviven la desnudez y el silencio.

Por Carolina Selicki Acevedo
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El primer libro de poemas de la periodista Flor Codagnone (1982) llega luego de sus publicaciones centradas en la música, en la investigación, aunque sin perder su relación con la literatura. La autora participó de la antología Rock del país (Universidad Nacional de Jujuy, 2010); escribió junto a Nicolás Cerruti Literatura y Psicoanálisis: el signo de lo irrepetible (Letra Viva, 2013); tradujo con Luciano Lutereau Los Beatles y Lacan: Un réquiem para la Edad Moderna (Galerna, 2013). Actualmente, además de escribir en diversos medios gráficos, trabaja como editora y correctora, y está a cargo de la materia “Rock y Comunicación Social” en la Universidad del Salvador.

Mudas (editorial Pánico el Pánico) resalta un permanente juego con el lenguaje. Desde el título nos conduce por un camino bifurcado que se desdobla semánticamente y que no nos obliga a elegir uno; los dos pueden transitarse a la par. Podría decirse que conviven en una doble dimensión sólo posibilitada a través de las palabras.

Por un lado tenemos las mudas de piel, de ropa, de máscaras, pero también el cúmulo o restos de los otros que viven dentro de ella (“Mi piel no me protege de tus fantasmas/ –¿cuáles de ellos están aquí hoy?– / soy inmune a ciertos giros, a algunas palabras, pero no puedo / con el silencio, tus caricias / remueven el polvo / de mis verdades”), la duplicidad a través del espejo, pero también un tercero, ese otro que la permite constituirse, y en ese otro se incluye al lector/a. Por otro lado, la imposibilidad de nombrar, el límite de las palabras, los silencios que dan lugar a los gestos y al mirar, al fluir de la conciencia (“¿Me decís el nombre de lo que nos une?”).

El dolor por una pérdida irreparable recorre el conjunto de los 33 poemas, como también recorre y atraviesa su cuerpo de mujer (“Se están borrando las cicatrices / que me recuerdan que falta algo, mejor, / que hay algo enlazado, anudado / en el interior de mí”). Más adelante dirá: “Y sin embargo, acá estoy / sola, aunque haya alguien, / desnuda, aunque haya alguien, / ciega; aunque esté yo”.

Pero pese a aquello que no termina de nombrarse, y que no obstante, duele, emerge constantemente aquel que la ha acompañado y la acompaña (“Vos estabas ahí / desde siempre, / me sostenías, / eras el único que sabía / de mis ganas de llorar / y de mi pesadilla. / Podías tocarme/ y hacerme bailar. / Y yo deseaba / volverme canción”, La música, así, ingresa en sus poemas, también en referencias a compases y a sus compositores preferidos como Lennon, o el disfrute frente a melodías francesas. La música como arte necesaria frente a la palabra que ametralla: “Tenés razón, / podría explicarte cómo crujen mis ovarios, / pero, igual, no entenderías (...)”, o cuando afirma: “¿Pensás decir? / De nada sirven las palabras / ni los abrazos / ni la ceguera. / No se puede mirar una caricia / sin una lengua”.

Todo podría resumirse en la ilustración de tapa realizada por Juan Rux. La mirada que sobresale detrás del pasamontañas y unos zapatos con tachas y tacos altísimos, de esos con los que nadie querría ser pisado. La mirada desafiante que interpela, se combina con la desnudez. Entonces, cuando parece no haber lenguaje posible, cuando ella se quita sus ropajes, quedando desnuda frente a su mirada, que parece más potente que la que los otros puedan posar sobre ella, emerge la posibilidad de volver a construirse, mediante el amor, mediante el arte, convertirse en aquello que se desea, convertirse en canción.

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