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Viernes, 20 de septiembre de 2013
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La mamá de Wanda

Por Flor Monfort
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“Yo también soy machista”, le decía Beatriz Regal a este suplemento en agosto de 2010, seis meses después de la muerte de su hija Wanda, una muerte que puso el contador en cero de los femicidios, inaugurando una forma de castigo que se replicó hasta el hartazgo: hombres que prenden fuego a mujeres y alegan amor extremo, locura pasional, negligencia de ambas partes. Crímenes que quedan impunes por reinar sobre ellos el beneficio de una duda que, a partir de ahora, empieza a quebrarse. La sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal dispuso revocar la pena original que pesaba sobre Eduardo Vásquez de 18 años de cárcel y lo condenó a prisión perpetua bajo la figura de homicidio agravado por el vínculo, sin el atenuante de emoción violenta que había considerado el tribunal de primera instancia.

Beatriz Regal se acusaba de machista pero no en plan culpógeno sino como quien revisa paso a paso las lecciones de una vida, los dichos al pasar aparentemente inofensivos, la relación de cuatro décadas con su compañero, “el roble de la casa”. Era consciente de que sería difícil desandar ese automatismo que implicaba pensar en ellos como pilar y en nosotras como sostén, pero decía que no era tarde para aprender algo del dolor, algo que dejarles a sus nietos (dos de ellos hijos de Wanda y testigos claves de la causa), una herencia simbólica, una enseñanza. Lo primero que hizo fue reavivar el caso de su hija, que estaba a punto de cerrarse con la declaración del único testigo adulto de aquella historia: Eduardo Vásquez dijo que todo se trató de una pelea doméstica, de un ataque de celos, de un accidente como cualquier otro, y atrás de él fueron varios con el mismo cantito de la botella de alcohol tras la típica discusión de madrugada. Cuando tuvo fuerzas para pedir justicia por su hija, encontró el impulso para pensar en las otras hijas de alguien, mamás, hermanas, mujeres muertas por la violencia de todo un aparato tan bien pensado que denunciarlo suena tantas veces ridículo, loco, fuera de lugar: “¿Quién se puede creer que un tipo que entra hecho un santito a un tribunal, de la mano de su psicóloga, que llora cuando nombra a los hijos, que perdió a su mamá en una de las mayores tragedias de nuestra historia, le va a prender fuego a su propia esposa? Nadie lo cree porque su palabra, aparentemente debilitada, tiene la fuerza del género masculino, y eso es histórico”, decía el año pasado tras la condena ahora revocada, y contaba la infinidad de veces que le escuchó usar como amenaza “te quemo, te prendo fuego, te incendio”. Porque la violencia alejó a su hija Wanda del entorno familiar, pero nadie imaginó la saña y mucho menos las mentiras que después intentaron tapar la verdad: Wanda Taddei se murió consumida por las heridas más dolorosas, las que borran el perfil singular del cuerpo de una mujer: quemada de frente y sin posibilidad de defenderse, Wanda agonizó en carne viva perdiendo sus rasgos, su pelo largo, sus pechos, su sexo.

Beatriz pidió por la declaración de la Emergencia nacional de femicidio y estuvo ahí cuando la letra se hizo ley, acompañó y acompaña a otras en su dolor y las asesora en la lucha, porque los pasillos de tribunales no se transitan solamente de la mano de una causa justa, sino haciendo ole a ese monumento que es el patriarcado y que manda incluso desde el lenguaje: homicidio marca desde su raíz la muerte de un hombre, nunca la de una mujer. No tiene referentes, no admiraba a las Madres de la Plaza porque su lucha le era ajena y no se avergüenza en decirlo: fue la muerte de su hija la revelación de un mundo. Ahora puede y quiere trabajar para las más de 70 que murieron quemadas desde Wanda y dice que lo de descansar en paz es un cuento: la paz es una ilusión de juventud y el descanso quedará para la tumba; mientras tanto, desarmar las estructuras sin dejar de pedir justicia.

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