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Viernes, 17 de enero de 2014
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Violencias

Ningún monstruo

Dos niñas fueron asesinadas a golpes la semana pasada dentro de sus propias casas; sus madres están incriminadas como victimarias. Luciana tenía tres años; Prisila, siete; el Estado no veló por ellas, no escuchó las alertas de otros familiares o vecinos ocasionales que pidieron ayuda. Ni siquiera tenían documentos. Los medios se apuraron a describir el perfil de las agresoras: monstruosas, enfermas, drogadictas, prostitutas. Calificativos que pretenden poner a salvo a unas y estigmatizar a otras, motes que ocultan más de lo que develan: que una madre no es una postal estática de abnegación y sacrificio, que no necesariamente son las personas que desearíamos que fuesen sino personas que también pueden ser crueles y destructivas. Y que la violencia no es un problema individual, sino social con el que todos y todas lidiamos.

Por Luciana Peker y Romina Lascano
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Prisila Leguiza tenía siete años y Luciana Rodríguez, tres. Las dos son víctimas de violencia familiar. Las dos murieron. Prisila fue encontrada en un arroyo de Berazategui. Luciana fue dejada en la puerta de un hospital de Mendoza. Silvia Lafuente, la mamá de Prisila, está detenida acusada de su asesinato y su pareja, Pablo Verón Bisconti, de encubrimiento. La mamá de Luciana, Rita Rodríguez, también se encuentra presa por homicidio agravado por el vínculo junto a su pareja, Jorge Orellano.

La inseguridad íntima les cobró la vida en golpes, maltratos y descuidos a Luciana y Prisila. Las puertas para adentro de sus casas fue su lugar más hostil. Sus madres son retratadas como monstruos por la prensa. Pero hay rastros más allá del espanto. Ellas no son monstruos. Ni diabólicas, como también parecen querer exorcizar de toda responsabilidad social –para hacerla hervir en el infierno de lo ajeno– a la madre de Prisila por su supuesta pertenencia al grupo religioso Ejército de Dios.

Prisila y Luciana son víctimas del maltrato infantil, una forma de violencia que responde a un problema tolerado por las familias, los vecinos o la escuela y que –también– es responsabilidad del Estado. No se trata de un ataque monstruoso, casi extraterrestre y fuera de la órbita social, sino de dos muestras dramáticas de la zona de riesgo en la que crecen muchas niñas y niños.

La abuela de Luciana Rodríguez había pedido su tenencia. Un cuidacoches la llevó a la policía para mostrar que estaba desnutrida y con marcas de abandono. El Estado no actuó. Y, después de su muerte, quedaron imputados seis trabajadores –desde un operador telefónico hasta una psicóloga– de la Dirección de Niñez, Adolescencia y Familia de Mendoza. Más allá del camino procesal, el primer paso de la Justicia muestra que el Estado es responsable por acción o inacción cuando el maltrato acorrala a una niña.

En esta misma semana hubo también ataques de padres hacia sus hijos. Por ejemplo, se conoció que en Córdoba, el 8 de enero, un hombre de 28 años, que ya tenía antecedentes de maltrato infantil contra un hijo le fracturó el fémur y la clavícula a su beba de un mes. Mientras que el 10 de enero, en Santiago del Estero, Hernán Exequiel González, de 33 años, roció con nafta a su pareja, Emilse Maldonado (que murió, finalmente, el 15 de enero después de agonizar), y a su hijo, Felipe González, de un año, que permanece internado en grave estado. Sin embargo, estos casos no tuvieron repercusión en los medios de comunicación ni en la opinión pública.

Las mujeres asesinas generan más efecto indignación. La madre maléfica es un personaje nefasto que se opone a la idea de madre benévola que fomenta la sociedad (cuando, en realidad, la mayoría de las madres no son ni ángeles ni asesinas). Aunque, más allá de las maniobras mediáticas, no se trata de negar las historias que develan las muertes de Prisila y Luciana. La violencia por parte de las propias mujeres contra sus hijas interpela.

La violencia en las mujeres

“Las madres suelen ser muy crueles con sus hijas mujeres”, dictamina Cristina Fernández, coordinadora de Chicos Perdidos, dependiente de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. “Lo vimos, por ejemplo, en una adolescente que eligió ser lesbiana y la madre se ensañó con ella. Sufrió encierros, cadenazos, cortes de pelo. Pero no es una loca aislada, perversa, sin llegar al extremo se ve mucho la violencia como una constante”. La explicación es más profunda: “El patriarcado se encarna en el padre o en la madre. Muchas mujeres también son portadoras del modelo de familia en donde el más fuerte manda y hace lo que quiere con sus hijos”. La violencia machista se ensaña con las mujeres porque hace valer la ley del más fuerte. Pero, en una casa, también esa asimetría de vulnerabilidad y poder entre una adulta y una niña puede mostrar su costado más endeble.

El encadenamiento de la violencia no tiene justificación. Pero se puede advertir que otra de las razones que redoblan el juicio social ante madres asesinas es que de una madre se espera puro sacrificio. “La maternidad parece sinónimo de abnegación y abnegarse es negarse a sí mismo en beneficio de otro. Y la maternidad no es necesariamente igual para todas las mujeres. Estos casos son excepcionales, pero también muestran al límite lo extremo”, enmarca la abogada Natalia Gherardi, directora ejecutiva de ELA.

Según datos estadísticos de violencia familiar pertenecientes al programa Las Víctimas contra las Violencias, dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, y referidos a la actuación de la línea telefónica 137, del total de 3207 casos atendidos por la Brigada Móvil en el 2013, 1563 fueron víctimas de la violencia ejercida por sus propios padres. De esa última cifra se desprende que 803 víctimas fueron mujeres y 760 varones y que en 1449 de los casos el agresor fue el padre mientras que en 114 ocasiones quien agredió fue la madre. “Es habitual que padres y madres, cualquiera sea la clase social, castiguen a sus hijos con violencias, salvando las excepciones. Violencias físicas y psicológicas. Existen homicidios de niños y niñas en el mundo en manos de sus padres porque un padre y una madre no necesariamente son aquellas personas que desearíamos que fueran. Son personas que transportan en sí crueldades y pulsiones destructivas que ejercitan contra los hijos e hijas”, explica la coordinadora del programa Las Víctimas contra las Violencias, Eva Giberti.

La psicóloga y directora del Hogar Convivencial de Tratamiento Espcializado María del Rosario de San Nicolás, Paula De Martini, reflexiona: “La madre que no pudo ver a esa hija que denuncia una situación de abuso y violencia es violenta de por sí. Es más, es más traumático muchas veces que la madre no le crea o que no haya podido cuidarla”.

¿Cómo evitar la violencia que pueden ejercer las madres si cuando se pronuncia la palabra “madre” acude de inmediato a la mente la imagen cristalizada y estigmatizada de la madrecita que se inmola por su progenie? ¿Cómo hacer visible que detrás del estereotipo de la abnegada hay mujeres reales que tienen que tramitar sus frustraciones, su deseo, su violencia? Sin ver a las personas que dan relieve al rol, no puede protegerse a los hijos e hijas, los más vulnerables.

La periodista Flavia Tomaello indagó en los claroscuros de muchas mujeres en el libro Mala madre, lanzado el año pasado por la Editorial Urano, en el que se muestran cincuenta casos donde la postal feliz colapsa. “Se ha creado una fantasía idealizada del vínculo madre e hijo con esa imagen de mujer preñada balanceándose en una poltrona mirando su panza mientras la acaricia. Las madres tuvieron una historia, una madre, crecieron en un cierto ámbito social. Es dable desmitificar la figura de heroína o diosa que se crea en torno de la mujer que pare y cría. Se trata de individuos falibles, difíciles, incompletos, temerosos, incapaces, malos, atormentados, sin aspiraciones, poco preparados, fríos, apáticos, dolidos, crueles, tristes, envidiosos, inseguros... como todos los demás.”

El morbo show

Claro que la idea de exacerbar detalles morbosos o de hacer un identikit monstruoso de las asesinas proviene del morbo mediático que se genera con el shock de la muerte de dos niñas. En Mendoza, además, los medios construyeron de inmediato un perfil de la victimaria buscando razones de su conducta donde no las hay: “Se dedicaba a la prostitución, era adicta a las drogas”, repitieron los periodistas frente a cámara como si esos dos datos fueran un canal de vía única al maltrato infantil, salvando así a las que no entran en esa categoría, estigmatizando a las demás; levantando muros artificiales entre santas y pecadoras, muros que no dejan ver que la violencia es un problema social demasiado tolerado.

Cynthia Ottaviano es defensora del Público de Servicios de Comunicación Audiovisual y confirma las críticas al show televisivo: “No bien comenzó la cobertura periodística del asesinato de Prisila recibimos dos reclamos que hacían hincapié en que no se respetaban los derechos de los niños, niñas y adolescentes. Un visionado inicial permite reconocer, una vez más, que el morbo es casi una constante, que la falta de información se suple con imaginación y que hay un abuso sistemático del potencial para hacer afirmaciones concluyentes y que no tienen, necesariamente, vínculo con el expediente judicial. La espectacularización televisiva parece haber triunfado frente a la precisión informativa y el olvido de las prácticas periodísticas más elementales”.

Un Estado responsable

Las responsabilidades del Estado en estos casos son muchas. En principio, en ayudar a las niñas. Pero también a sus madres. Rita Rodríguez se encontraba en situación de suma vulnerabilidad social. Y ahora, en la cárcel, se le efectuó un análisis por el que se comprobó que está embarazada. ¿No se la pudo ayudar nunca antes? Silvia Lafuente tiene once hijos, un bebé murió por asfixia, parió a Prisila a bordo de un patrullero de la policía. ¿Nadie pudo acompañarla en su maternidad y orientarla a gestionar siquiera el DNI de su hija que murió sin estar documentada?

Además surge la gran deuda pendiente: la falta de aplicación de la Ley de Educación Sexual Integral cuya gran virtud –y el problema para quienes no quieren comprometerse en enseñarla– no es que lo que dice, sino lo que obliga a escuchar. “¿Cómo me gustaría ser tratado por los adultos en mi casa, el barrio, la escuela?” es la pregunta clave que pide que respondan los alumnos/as en el cuadernillo de Educación Sexual Integral para la escuela primaria. “El objetivo de esta actividad es que las niñas y los niños puedan reconocer y utilizar herramientas de protección frente a posibles situaciones de maltrato y/o abuso procedente de adultos en el contexto familiar”, grafica el manual del Ministerio de Educación de la Nación. ¿Qué hubiera pasado con esa pregunta en el oído de Prisila y con su boca alentada a pedir ayuda?

El despliegue del Estado para frenar esta problemática no se limita sólo a herramientas como las líneas telefónicas 137 y 102, a la oficina de violencia doméstica de la Corte Suprema o a la intervención policial. La escuela y los hospitales conservan un lugar privilegiado para la detección de estas situaciones. Silvina Gvirtz, doctora en educación y profesora de la Universidad de San Martín, subraya: “En general los chicos hacen algún tipo de exteriorización y muchas veces se pueden detectar algunos casos. O se vuelven muy introvertidos o sin amigos o muy sensibles y están todo el tiempo muy dolidos. Cuando el docente nota que hay una anomalía en el comportamiento o en la conducta de un chico o una chica tiene que derivar el caso a los especialistas”.

Los servicios de salud también son instituciones clave para la prevención. El Hospital Garrahan atiende las situaciones que se presentan, ya sea por demanda espontánea de los padres o madres o por la alarma de profesionales que estén atendiendo al paciente por otra cuestión. “Contamos desde el 2005 con un protocolo establecido. Ante la detección de cualquier profesional de alguna situación de la que pueda inducirse que existe violencia familiar o abuso sexual se convoca al servicio social y al servicio de salud mental, quienes establecen una estrategia para intervenir en estas situaciones”, detalla Susana Quintana, jefa del Servicio Social del Hospital Garrahan. Por su parte, María Inés Pereyra, coordinadora del Comité de Niños y Adolescentes en Riesgo del Hospital de Niños Dr. Ricardo Gutiérrez, remarca que una de las señales que sirven para ubicar estos casos es que “normalmente hay una discrepancia entre la respuesta que da quien trae a la persona, respecto de la lesión que uno observa”.

Los laberintos de las denuncias

Prisila y Luciana son dos niñas. ¿Casualidad o víctimas más vulnerables? La marca de género también deja su huella en la infancia. El 70 por ciento de quienes se escapan de sus hogares son niñas y adolescentes y el 30 por ciento varones, según los indicadores del Programa Chicos Perdidos.

En relación con la estadística existente, Pablo Navarro, secretario de Niñez y Adolescencia bonaerense, remarca que la provincia de Buenos Aires tiene un sistema que es el Registro Unico de Niñez y Adolescencia, en el cual se produce la carga de legajos virtuales a partir de las situaciones que se van denunciando en los distintos servicios locales de los 135 municipios. “Hoy, en la provincia de Buenos Aires se toman dos clases de medidas: la primera relacionada con derechos que son vulnerados, que pueden resolverse en el marco del ámbito familiar. Y las medidas que son más graves, que se llaman medidas de abrigo. Por ejemplo, de los tres mil casos que tuvimos el año pasado el 45 por ciento de las medidas estuvo relacionado con el maltrato infantil y con el abuso sexual infantil. Esto significa que, en alrededor de 1500 casos en la provincia de Buenos Aires, la Secretaría de Niñez y Adolescencia –a través de los servicios locales– tuvo que apartar a un niño de su contexto de familia. En el 90 por ciento de las intervenciones, porque habían sido víctimas de maltrato, el 10 por ciento restante había sufrido abuso sexual”, precisa.

Sin embargo, las denuncias en esta materia todavía son escasas. Así lo manifiesta Analía Monferrer, secretaria letrada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación a cargo de la Oficina de Violencia Doméstica (OVD). “Tenemos personas que se presentan como afectadas por hechos de violencia, pero a veces del relato surge que también están en riesgo otras personas. Por ejemplo, una mujer relata hechos que la afectan a ella, pide una privación de acercamiento para ella, pero resulta que también los niños están en riesgo. Muchas veces las mujeres no detectan como un hecho de violencia que, por ejemplo, las hayan golpeado frente a los niños”, indica y resalta la poca participación de terceras personas en la denuncia de esta problemática. Asimismo, remarca que del total de las personas atendidas en el mes de noviembre de 2013, el 68 por ciento fueron mujeres, el 13 por ciento fueron niñas, el 12 por ciento fueron niños y el siete por ciento, varones adultos. En ese global, la relación filial entre afectado y la persona denunciada representa el nueve por ciento. Además, cuando los varones denuncian, en muchos casos, lo hacen para pedir quitarle la tenencia a la madre porque la mujer –según su visión– no se ocupa del hogar.

“El tema del maltrato en la infancia es una problemática viejísima; desde siempre los niños fueron víctimas de maltrato y de abuso, socialmente fueron situaciones muy solapadas y me parece que hay que derribar ciertos mitos. Hay mayor visibilización de la problemática y esto hace que la gente se anime y pueda denunciar”, expresa Alejandro Del Corno, director del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, quien precisa que en el 2013 hubo 4800 llamadas con chicos involucrados y 1600 estaban relacionadas con situaciones de maltrato infanto-juvenil.

Cómo frenar la espiral de violencia

“La violencia se aprende como una forma de resolver las cuestiones. Entonces, eso, además de ser un problema individual, inmediatamente pasa a ser un problema social”, sintetiza el psicólogo Jorge Garaventa. La terapia grupal e individual se muestra como esencial en el tratamiento de las víctimas. “Abordamos el trabajo de la violencia a través de terapias grupales. En las chicas violentadas y abusadas se repite que han desestimado por mucho tiempo la situación, han armado un mecanismo defensivo que en algún momento colapsa porque finalmente terminan denunciando a la familia. Lo que nosotros tratamos en estos espacios grupales es hacerlas pensar en estas situaciones”, precisa Paula De Martini. Ella retrata también las dificultades a las que se enfrentan en el tratamiento: “A veces tenemos inconvenientes con los organismos en el sentido de que hay muchas familias violentas o abusadoras, pero esto es ignorado en nombre de la revinculación familiar. Y a nosotros no nos parece apropiada la vinculación. Esto pasa incluso cuando hay lesiones físicas que son minimizadas o evaluadas por organismos de control o servicios de salud como manipulaciones de las adolescentes”.

El Estado tiene que estar más presente. María Elena Naddeo, ex presidenta del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes de la Ciudad de Buenos Aires, apuesta: “Desde hace años se reclama para las áreas de infancia la creación o ampliación de programas de fortalecimiento de vínculos, básicamente equipos que concurran a los domicilios de chicos o chicas cuyas familias atraviesan situaciones de vulnerabilidad, o que han tenido episodios de violencia. La responsabilidad del Estado es volcar mayores recursos humanos y presupuestarios en llegar a todos los barrios y a generar acciones de acompañamiento familiar cuando hay dudas sobre situaciones de peligro psíquico y físico”.

El universo de la protección

Una de las iniciativas para sumar protección es un proyecto de la diputada nacional Diana Conti (Frente para la Victoria), que completa la Ley de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, que fue presentado a fines del 2013 y podría convertirse en ley en las primeras sesiones del 2014 con apoyo de todos los bloques. “La idea es especificar que el maltrato no está permitido nunca. A veces, padres y madres, porque el hijo o la hija se portó mal, dan un cachetazo o un chirlo en la cola. Está naturalizado que un tirón de orejas o zamarrear en el brazo son educativos cuando, en realidad, todo maltrato físico o psicológico tiene que ser ilegal.”

“El castigo físico se adopta como una forma de disciplinar a niños y niñas y termina siendo poco eficaz y muy riesgoso. El castigo no es proporcional a lo que ha hecho el niño, sino que se relaciona con el stress y la ansiedad del adulto”, delimita el médico Ennio Cufino, coordinador de programas de Unicef Argentina que, además, explicita que el maltrato atraviesa todas las clases sociales también en forma de negligencia (desentenderse de los problemas o buscar soluciones fáciles, por ejemplo, pensando que todo se arregla con el consumo o con un tratamiento psicológico). Por eso, la propuesta es efectuar una campaña de promoción del buen trato. “Por supuesto, hoy en día existe el subsidio monetario –la Asignación Universal por Hijo–, pero eso nunca será suficiente. La Secretaría de Niñez, del Ministerio de Desarrollo, quiere incentivar la educación para el buen trato como algo fundamental para el desarrollo y el bienestar”.

Fernández, de la Secretaría de Derechos Humanos, también pide apostar a la concientización: “Creo que por suerte se logró visibilizar de una manera muy fuerte la violencia contra las mujeres, pero, en el caso de los chicos, no se ha conseguido todavía y llega a situaciones extremas de muerte. En el Estado nos debemos campañas masivas. Tenemos que trabajar muy fuerte en la prevención con los propios chicos y chicas, para que llamen –por ejemplo, al 142– si sufren maltrato o que la sociedad alerte a las redes de protección locales”.

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