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Viernes, 21 de febrero de 2014
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entrevista

Qué culpa tiene el tomate

La pérdida de diversidad en los alimentos, el aumento exponencial del uso de agroquímicos, la producción de semillas transgénicas en manos de seis empresas en el mundo que también monopolizan los venenos y fertilizantes que deben aplicarse para el cultivo a gran escala, son todos efectos de una supuesta “revolución verde” que empezó a forjarse en los ’70 con la ilusión de terminar con el hambre y que, 40 años después, parece amenazar con terminar con el suelo y con el clima global. La investigadora Silvia Ribeiro explica por qué la tecnología aplicada a la producción de alimentos sólo genera desigualdad, pobreza y peores alimentos, mientras llama a defender la semilla nativa y las experiencias e iniciativas en relación con la soberanía alimentaria.

Por Claudia Korol
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Silvia Ribeiro es investigadora uruguaya. Vive en México hace varios años y participa del Grupo ETC –Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración–, que se dedica a la investigación y análisis de la información tecnológica. La consigna de este grupo es “vigilar el poder, monitorear la tecnología, fortalecer la diversidad”. Como directora para América latina de este grupo, Silvia impulsó campañas sobre diferentes temas ecológicos, y siguió las negociaciones de tratados ambientales de Naciones Unidas. Es columnista del diario La Jornada en México, y forma parte del comité editorial de la revista latinoamericana Biodiversidad, Sustento y Culturas, y de la revista española Ecología Política.

La relación entre tecnología y poder es uno de los temas que necesitamos dilucidar. ¿Cómo te ubicás en estos debates?

–Las tecnologías nunca surgen fuera del contexto socioeconómico y político en donde se crean. Las nuevas tecnologías que surgen en una sociedad injusta aumentan las injusticias, porque se acentúan las diferencias de acceso a las mismas, a quiénes favorecen... Lo que hoy vivimos es claramente una muestra de ello. En este momento se está exacerbando la idea de que puede haber soluciones tecnológicas para todo: desastres ambientales, clima, hambre. Es una creencia muy útil para los que tienen el poder, porque así no tienen que revisar nada de lo que pasó, no se va a las causas, y se afirma que con una nueva tecnología se va a poder arreglar lo que no está bien. Eso significa en realidad una nueva fuente de negocios, vender otra nueva tecnología. El papel que la tecnología siempre ha tenido en el capitalismo es proporcionar ganancias extraordinarias.

Alrededor de los años ’70 empieza a hablarse de la “revolución verde”, en referencia a un modelo agrícola-industrial basado en el monocultivo a gran escala y el uso intensivo de insumos (fertilizantes químicos sintéticos, agrotóxicos, un alto grado de mecanización), que terminaría con el hambre en el mundo. ¿Se puede hacer ya una evaluación de esa promesa?

–Claro, se habla de “revolución verde” cuando en la agricultura se empiezan a usar semillas de laboratorio, junto con una gran cantidad de fertilizantes sintéticos y agrotóxicos, para combatir cualquier planta que no sea la que uno quiere que crezca, y el uso de maquinarias. Es una manera de “petrolizar” la agricultura, con tecnología y petróleo. Se suponía que a partir de allí se iban a producir grandes volúmenes de cultivos, y que se iba a dar de comer a mucha gente. Sin embargo, la “revolución verde” ya estuvo en el mundo unos 50, 60 años y podemos ver sus resultados. Es interesante tener en cuenta que la “revolución verde” como concepto sale de Estados Unidos, para combatir a la “revolución roja”. Se partía de la idea de que la gente hace revoluciones porque tiene hambre, y entonces hay que darle de comer a todo el mundo para evitar nuevas revoluciones. Eso sale de la Fundación Rockefeller. ¿Qué pasó con todo eso? Ahora hay más hambrientos de los que había al principio de la “revolución verde”, pese a que se ha expandido por muchos países, y además ha significado un aumento exponencial del uso de agroquímicos, de fertilizantes sintéticos. En este momento, el sistema alimentario agroindustrial es el principal causante de los gases de efecto invernadero y del cambio climático, y no cumplió el objetivo proclamado. Hoy en día más o menos la mitad del mundo come muy mal: alrededor de mil millones de la población en el mundo son hambrientos, otros mil millones son desnutridos, tienen deficiencias, y más o menos 1300 millones son obesos. La obesidad, que antes relacionábamos con la riqueza, ahora es un fenómeno de la pobreza, de la mala alimentación de los pobres. Eso es lo que produjo en realidad la “revolución verde”.

¿Qué significan los transgénicos en los cambios en la agricultura y los modos de alimentación y de vida campesina?

–Una de las razones por las cuales hay más hambre en el mundo es la gran concentración corporativa que permitió la agricultura industrial. Antes estaba más descentralizada, y había muchos más agricultores chicos y medianos. Ahora muy pocas corporaciones dominan desde la semilla hasta los supermercados. Son unas veinte las que controlan la mayoría en casi todos los mercados. Entre las actuales compañías semilleras, Monsanto es la mayor del mundo. Luego le siguen Dupont, Syngenta, Basf, Bayer y Dow. Las seis son productoras de veneno desde hace más de 100 años. El veneno es el negocio de ellos, las semillas son sólo una parte. Pero la semilla es la clave, porque es la llave de toda la cadena alimentaria. Los transgénicos son semillas adictas a los agroquímicos, porque para que la semilla dé su potencial hay que ponerle una cantidad enorme de agroquímicos, de fertilizantes, etcétera. Además, como no es un cultivo natural sino que está hecho en laboratorio y está inventado, lo patentan, y el agricultor no lo pueda volver a plantar. No puede hacer algo que es un acto básico de la agricultura, que es tomar una parte de la cosecha y guardarla para semilla para la próxima estación. Si eso se hace con transgénicos, es un delito. Los transgénicos son lo que querían las corporaciones para promover la dependencia, el mercado cautivo y la venta de veneno, que es su principal negocio.

Esto produce impactos negativos en la salud de las poblaciones.

–Los cultivos transgénicos tienen impactos muy fuertes en la salud, desde el momento en que se siembran hasta que se consumen. A nivel de la siembra, por la cantidad de agrotóxicos que se utilizan, produce impactos en las poblaciones cercanas, por las fumigaciones. Pero aunque no se fumigue, en lugares donde hay cultivos grandes de soja, los porcentajes de leucemia y de otras enfermedades, abortos espontáneos, problemas en las embarazadas, son altos, porque por la cantidad de tóxicos que usan dejan un residuo mucho mayor en la propia semilla, y eso hace que vaya a toda la cadena alimentaria, incluso en los alimentos procesados. Hay un estudio de un científico francés, el Dr. Pilles-Eric Séralini, que muestra que el consumo de maíz transgénico produjo tumores en ratas. Es un estudio que la industria quiere borrar, incluso le han hecho una persecución, una verdadera caza de brujas. El estudio muestra que incluso puede haber efectos muy graves, no sólo por los agrotóxicos sino por el propio transgénico. Este tipo de cosas nos hace pensar para qué queremos transgénicos, por qué tenemos que ponernos en el riesgo de que tengan efectos graves para la salud. Los transgénicos siguen estando, porque es el control de las corporaciones sobre la producción agrícola y sobre las cadenas alimentarias.

¿Hay chance de pensar la agricultura sin transgénicos?

–Hay otro mito todavía, que es que los transgénicos están para quedarse, y que no hay vuelta atrás. Esto no es verdad. La verdad es que más del 90 por ciento de los transgénicos se produce en diez países, entre ellos la Argentina y Brasil. Por eso, mirado desde el Sur, se puede tener la sensación de que es muy impresionante, pero la verdad es que no han logrado difundirse en todo el mundo porque, a diferencia de la “revolución verde”, la gente en la mayor parte del mundo prefiere comer otra cosa. Europa no autorizó ningún tipo de cultivo transgénico. En España tienen algunos cultivos experimentales. Desde el año pasado, la Comisión Europea paralizó la liberación de maíz transgénico. Esto demuestra que los transgénicos no se necesitan.

El alimento no debería ser mercancía; sin embargo, es uno de los negocios más grandes del mundo...

–Todo el sistema agroalimentario, desde la agricultura hasta los supermercados, forma el mercado más grande del mundo. Desde el año 2009 superó al mercado de la energía. La buena noticia es que, pese a esto, el 70 por ciento de la alimentación del mundo es producida por pequeños agricultores, por campesinos. La agricultura industrial solamente alimenta al 30 por ciento, aunque lo que produce son volúmenes muchísimo mayores. El nivel de desperdicio en la cadena alimentaria industrial es enorme. El 50 por ciento de la comida que se produce en el sistema agroalimentario se tira. Producen más en volumen, pero la gente se alimenta con el 30 o 40 por ciento de la alimentación que producen campesinos y pequeños agricultores. Del 5 al 10 por ciento viene de la pesca artesanal, hay entre un 10 y un 15 por ciento que viene de huertas urbanas, que en general son orgánicas. Hay entre un 5 y 10 por ciento que tiene que ver con la recolección, la caza. En total da como el 70 por ciento. Quienes viven en las ciudades pueden tener la imagen de que sin la agricultura industrial y sin los supermercados no vamos a hacer nada. Sin embargo, incluso en una ciudad como México, las ferias y los mercados son muy importantes. La agricultura en pequeña escala no es sólo que sea buena porque es descentralizada, también porque usa menos tóxicos, es mucho más diversificada. La principal ganancia económica directa que tiene la siembra de transgénicos es la eliminación del trabajo rural. La agricultura no empresarial, pequeña, da más trabajo a mucha gente, además de llegar más directo a la alimentación, y ser una alimentación con menos agrotóxicos y más nutrientes. Lo de los nutrientes tiene que ver con algo que se llama “efecto dilución” en la agricultura industrial. Si en una hectárea sacás tres o cuatro toneladas de maíz, que es lo que da una semilla criolla, campesina, o si sacás diez, vas a usar la misma cantidad de nutrientes que se reparten entre todos. La agricultura industrial reparte los nutrientes de la tierra en un volumen mucho mayor, y por lo tanto la cantidad que tienen los alimentos industriales es mucho menor. Por ejemplo, la espinaca industrial tiene casi el 80 por ciento menos del hierro que tiene una espinaca sembrada en una huerta. Es un método alimentario que, en realidad, desalimenta.

Las organizaciones campesinas, y muy especialmente las mujeres de la Vía Campesina, llevan adelante estrategias de acopio y cuidado de la semilla nativa, como parte de la lucha por la soberanía alimentaria. ¿Ves eficaces estas propuestas y acciones?

–Definitivamente sí. La agricultura campesina, la forma de vida campesina y las semillas son fundamentales. En México trabajo con la Red en Defensa del Maíz. Tener las semillas propias es fundamental, porque es la llave de toda la red. Es una forma de producción que genera alimentos más sanos, que llegan a más gente, que dan más trabajo, que no producen dependencia. Además, la agricultura campesina combate el cambio climático, baja la temperatura, porque la tierra tratada sin fertilizantes sintéticos y sin agrotóxicos absorbe muchísimo más los gases que hay en exceso y los retiene. No es que sea un instrumento de secuestrar carbono, sino que es algo natural del proceso, que hace que no haya este exceso, porque no se usa el petróleo y porque se absorbe mucho más. Tiene tantas soluciones que tenemos que pensar cómo una posición política puede favorecer la agricultura y las formas de vida campesinas.

Justamente otros de los mitos que analizás son las propuestas de geoingeniería, de intervención del clima.

–El tema del cambio climático es muy grave. Lo vivimos por los desequilibrios, los veranos con temperaturas extremas, los huracanes, las inundaciones, las sequías. Y hay que saber que gran parte de la deforestación en el mundo, si no la mayoría –es un dato del Movimiento Mundial de Bosques– va para producir empaques y propaganda para los supermercados. Frente a esto, el capitalismo hace propuestas de manipular el clima global para bajar la temperatura. Una de las propuestas es tapar el sol: crear nubes volcánicas artificiales sobre el Artico, para enfriar el Hemisferio Norte. Hay científicos de Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, que dicen que con esta nube volcánica sobre el Artico se podría bajar la temperatura, y aunque sería tóxica y moriría mucha gente, se moriría menos gente que la que lo haría con el cambio climático. Si lograran hacerlo, desequilibrarían el sistema de lluvias del planeta y afectarían los trópicos y los subtrópicos, reduciendo las lluvias. Hay otras propuestas: por ejemplo, fertilizar los mares con urea y con hierro para que florezca más plancton. Eso absorbería dióxido de carbono que iría al fondo. Son propuestas tecnológicas que están englobadas en la geoingeniería. Sería tan grave si algún país o grupo de intereses económicos las desplegara, que ya hay una moratoria contra la geoingeniería en Naciones Unidas desde 2010, en el Convenio de Diversidad Biológica. Sin embargo, la siguen empujando, porque el discurso es que como no va a haber una solución en las negociaciones políticas de cambio climático, tendremos que usar la tecnología. Los países que dicen que no van a modificar nada en las negociaciones de cambio climático son los mismos que proponen este tipo de tecnología. Como paradigma es brutal, porque no afecta para nada las causas. Muestra la locura del sistema, que piensa que la tecnología puede venir con soluciones que les permitirían seguir con el statu quo.

Suena a ciencia ficción lo que estás describiendo...

–Todas las formas de manipulación climática que se conocen vienen de los ejércitos y se desarrollaron como formas de ataque. Estados Unidos lo usó en la guerra de Vietnam, haciendo llover durante meses para inundar los cultivos de arroz, los caminos y las cuevas donde estaban los campesinos que llevaban la resistencia. Además usaron el agente naranja como defoliante, para terminar con el medio ambiente, el que produce Monsanto. Estados Unidos, a fines de los años ’90, publicó un documento que se llama “Cómo poseer el clima en el año 2025”. Es un documento oficial del ejército, donde plantea varias de las formas de geoingeniería que ahora se están proponiendo para el cambio climático, pero en realidad las planteaban como armas de guerra. Los geoingenieros lo presentan como guerra al cambio climático, pero es una guerra contra el resto de la humanidad. Es muy importante que la geoingeniería se prohíba, porque por lo menos no tendrán la justificación pública y el descaro de seguir desarrollándola como si fuera algo que va a salvar al planeta.

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