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Viernes, 25 de abril de 2014
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Letra y música

Alice Cogswell. 1805-1830

Por Marisa Avigliano
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El retrato más conocido de Alice Cogswell es de la silueta de una cara que posa de perfil. Una cara sin rasgos. Desde la planicie de una viñeta –como el logo de un Creeper en el álbum de Minecraft–, Alice Cogswell es un símbolo. Su rostro impenetrable eterniza la celebridad de su biografía: la de la nena sorda que a los nueve años inspiró una escuela y la de la hija que murió de tristeza cuando murió su padre. Alice –que llevaba el nombre de su abuela paterna– nació en agosto de 1805 en Connecticut. A los dos años una meningitis la dejó sorda. Sorda y muda, porque Alice casi no había hablado mucho antes de enfermar. En la casa grande la nena con muchos hermanos siempre jugaba sola. Mason Cogswell, el papá de Alice, un médico reconocido precursor en cirugía oftalmológica, siempre alentaba los bordados de su hija y su entretenido silencio, pero fue otro hombre, un vecino, el que le brindó a esta Alice un país de maravillas como el que tuvo su homónima desde Oxford. Ese hombre se llamaba Thomas Hopkins Gallaudet. Curioseando diversión ajena desde el jardín de su casa, Thomas no entendía por qué esa nena de nueve años nunca participaba en alguno de los juegos infantiles que se organizaban detrás de la ligustrina. “No juega porque es sorda”, fue la respuesta inmediata a su pregunta y el disparador para que Gallaudet hiciera suya la causa lúdica. Desde aquella tarde los silencios de Alice entre bastidores e hilos de otro mouline se disfrutaron de a dos. Antes de aprender las señas de la lengua nueva, Alice y Thomas pasaban juntos muchas horas pintando debajo de los nogales negros –ahora son pareja de bronce inseparable en los jardines de la Universidad Gallaudet–. Maestro y alumna se miran, él está sentado y ella parada, se apoya sobre él. Tiene un brazo extendido y con el otro sostiene un libro que posa en su pecho. En las clases improvisadas, Thomas le dibujaba letras en la tierra, palabras sueltas y su nombre, quería enseñarle a leer y a escribir, pero los sordos –casi enfermos mentales en el 1800, un castigo divino de otra época– no iban a la escuela, no tenían escuela a donde ir. Alice creó la suya desde la inspiración de Gallaudet. En 1917, la escuela para sordos (que empezó casi como asilo en Hartford, Connecticut, y luego se convirtió en una institución pionera) tuvo a Alice primera en una lista que apenas llegaba al número seis. Con dinero del doctor Cogswell y fondos del Estado, Gallaudet –que había estudiado para ser hombre de leyes– viajó a Europa para aprender lo que no sabía enseñar. Primero fue a Inglaterra a la Academia Braidwoods para Sordomudos y después al Institut Royal des Sourds Muets de Paris. El vecino fisgón tramó su futuro de maestro y regreso a los Estados Unidos junto a Laurent Clerc, un médico del instituto parisino. Algunos años de escuela después, Alice –que bailaba con música propia y ya pronunciaba algunas palabras– recorría ciudades y escuelas normales abriendo los oídos sordos de los que no lo eran con algunos de los artículos que ella sola había escrito. Pero sus años de graduada fueron años cortos. Murió de tristeza apenas unos días después de la muerte de su padre, en diciembre de 1830.

Siglos adelante, el perfil de Alice como un cuarteto de neones de Warhol se convirtió en estampita de comunicación nueva. Aquella Alice sorda que se escondía debajo de un sombrero como el elefante de Saint Exupéry –cuentan las voces de la hazaña que sombrero fue una de las primeras palabras que aprendió– cambió el gesto del diálogo. Sabemos que la lista del decir siempre es caramelo surtido, lo sabe Ada cuando se come las uñas en la novela de Nabokov, lo sabe la voz sorda de Brando cuando se arroja sobre Maria Scheider y lo saben los que afinan con rigor ajeno el sonido a tientas. Una lista infinita que nos deja leer de oído un texto de memoria nunca escrito.

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