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Viernes, 2 de mayo de 2014
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rescates

La sepulturera

Veena 1923-1976

Por Marisa Avigliano
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Nació casi en el Mar Arábigo de tan cerca, y ahí se quedó toda su vida. A los catorce años ayudó a su madre a cavar una tumba y ya nunca más dejó de hacerlo. La tierra abriéndose al foso fue herencia y vocación. Desde aquel día en el cementerio costero la tradición materna marcó en convivencia de días su destino y su lugar social en el pueblo. Durante casi cuarenta años, Veena fue las manos de las exequias –fue ella quien enterró a su madre– y la mujer que supo hacer el trabajo que muchos hombres no se animaban a hacer. Un servicio benéfico, una manera humilde de acompañar el dolor, decía la sepulturera cuando le preguntaban por su trabajo, olvidando su terror de infancia entre huesos, jirones de ropa, hedores y pestes. Los seis pies bajo tierra fueron su dominio cuando la muerte dejó de sorprenderla: había enterrado a muertos sanos, a muertos bebés. Después, no mucho más que unir las rupias ganadas por hoyo con las que ganaba limpiando sepulcros. La Veena arábiga cavaba un foso, embolsaba restos y se multiplicaba como si ella sola fuera todas las mujeres que en el viento manchego lustran bronces y cambian flores en la primera escena de Volver.

Los hombres siguen diciendo que ser sepulturero es un trabajo de hombres y que definitivamente no es un trabajo para mujeres. “No saben, no sirven, no les gusta, no tienen fuerza”, dicen mientras las ven cargar por las calles internas del cementerio baldes de agua, arena, cemento, pala, carretilla y escoba. Son pocas las Veenas en el mundo. México cuenta las propias y las muestra con las manos ásperas partiendo cajones antes de las exhumaciones, construyendo lápidas y rezando como hadas protectoras la historia de todos los del camposanto, mientras una recuerda el aguardiente que calmaba los primeros miedos y otra cuenta que su bisnieto quiere ser enterrador como ella. En tierras colombianas, una técnica forense sepulta ella misma a los muertos que nadie reclama, y al otro lado del canal ancho del Atlántico una fosera del Ayuntamiento de Fasnia reclama sus horas de tierra estremecida y culpa a los machistas que la despidieron sólo por ser mujer. “Yo quise ser sepulturera después de la emoción que sentí en el entierro de mi abuelo”, desafiaba la espeleológica Angelina Jolie desde una entrevista. Pocas en la vida, muchas en la pantalla recurren a la pala de la desesperación como lo hicieron las amigas peluqueras en Pensamientos mortales, Bárbara Mujica en un setentista Bioy televisivo, Penélope Cruz con el ojo de Almodóvar cerca, o con la misma desesperación pero sin pala como lo hizo la tenaz Beatrix Kiddo de Kill Bill, que se desenterró solita sin ayuda del sepulturero gracias a sus dedos y a las enseñanzas de Pai Mei. ¿Y en los libros? En Antígona, claro, y en Dickens y seguramente también en Evelyn Waugh y hasta en La historia de una madre de Hans Christian Andersen.

Una vocación de servicio, decía Veena, un trabajo que te deja ver cómo se completa el catálogo de infortunios, la escena final del cuerpo en armas ya sin disponibilidad. Eso, una última escena, como escribió J. P. Donleavy en su Cuento de hadas en Nueva York: “Tendrá que disculparme, señor. Sé que en estos momentos no estará usted con ánimo para que le hagan preguntas. Pero si se toma la molestia de acompañarme, procuraré ahorrarle tiempo. Es sólo un trámite”.

“Un día me quedaré en mi lugar de trabajo”, le decía Veena a su hija, robándole, sin saberlo, metáforas carnívoras a Lezama Lima.

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