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Viernes, 9 de mayo de 2014
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cine II

No tan distintas

Mujeres con pelotas, un documental sobre el complejo e incómodo arte de las mujeres que aman jugar al fútbol.

Por Marina Yuszczuk
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Fútbol femenino es un oxímoron. No importa si eso está bueno o es un desastre, pero las cosas son como son: después de un siglo y monedas de historia del deporte, no debe haber práctica más férreamente masculina en el imaginario contemporáneo. Se dice “fútbol” y automáticamente se convoca una serie de términos relacionados que tienen que ver con hombría, músculo, fibra, aguante, testosterona, fuerza y un largo etcétera. Cosas que los varones tienen y las mujeres, se supone, no. Como si todo eso fuera poco, la parejita estrella en nuestra sociedad del espectáculo es la del futbolista con la botinera, así como en otro tiempo habrá sido el rockstar con la modelo. Los papeles están repartidos, entonces. Los nenes pueden aspirar a la gloria deportiva desde que, todavía bebés, empiezan a patear una pelota; a las nenas les queda la esperanza de ser bellas y acompañar al ídolo, como Wanda con Maxi López o Icardi. Donde ellos hacen, ellas son. Donde ellos valen por la destreza y el coraje en la cancha, en ellas la destreza es sacarle provecho al culo más pomposo y tener el coraje de mostrarlo.

Tal como están las cosas, que una mujer quiera ser protagonista y adueñarse de ese territorio con identidad varonil es un escándalo, una monstruosidad. Si el monstruo es monstruo porque mezcla partes de varias criaturas y se vuelve inclasificable, la mujer que juega al fútbol tiene tetas pero quiere lucir las pantorrillas, tiene pies que les escapan a los tacos, el pelo corto o atado para que no moleste, los rasgos femeninos confundidos con el short y la casaca calcados de los del varón, que ni siquiera se tomaron el trabajo de adaptar a pollerita (por suerte todavía no se lo tomaron), como en el tenis o en el hockey. Por todo esto, una mujer que juega al fútbol confunde, cuestiona, desorienta. No importa si juega bien o mal, ni siquiera importa por qué juega: el solo hecho de patear una pelota y calzarse los botines la convierte en invasora de un territorio que la rechaza, que no le pertenece. La vuelve orgullosamente queer. Mujeres con pelotas, el documental de Ginger Gentile y Gabriel Balanovsky que se estrenó ayer después de pasar por el último Bafici, se hace cargo desde su mismo nombre de esa monstruosidad, no gambetea la cuestión sino que se mete con un tiro de media cancha en el centro del problema.

Porque sí, jugar al fútbol es un deseo y un placer, pero también es un problema para las chicas entrevistadas en el documental, para sus padres, novios y maridos, incluso para sus hermanas y sus madres (y es que uno de los puntos más complejos que plantea la película es el de ese otro oxímoron que lo es sólo en apariencia: el de la mujer machista), que deben enfrentarse a cuestiones tan antiguas y presentes como si la chica que juega al fútbol es torta, si es marimacho, o se volvió loca, o qué cuerno le pasa que no puede quedarse en el molde y hacer cosas de mujeres. Pero también es un problema para los clubes, que muchas veces no quieren darles un lugar, pero otras veces quieren y se enfrentan con la ausencia de rédito económico de un deporte que no vende, no se promociona, no se televisa. Con música de esa maravilla monstruosa que es Kumbia Queers, Mujeres con pelotas sigue en particular a Las Aliadas de la 31, un equipo de la Villa 31 que intenta, con más problemas que otra cosa, hacerse desde abajo y llegar a jugar en Brasil para el Mundial de los Sin Techo. El documental quiere abarcar un espectro amplio de voces que incluye a las chicas, las entrenadoras, los dirigentes de los clubes, Víctor Hugo Morales, algunos relatores deportivos y otros ejemplares de la fauna futbolera. Pero en medio de esa selva discursiva donde la práctica y el placer del juego parecerían quedar atrapados irremediablemente en torno de cuestiones como si la feminidad en la cancha se pierde, si las chicas pueden jugar tan bien como los varones, y otros asuntos que se plantean siempre desde la comparación y la mirada masculina, aparecen las chicas jugando. De lejos parecen chicos. De la rodilla para abajo y con botines, no somos tan distintos.

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