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Viernes, 13 de junio de 2014
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rescates

Maestra y chambeadora

Isabel Hernández 1912-1951

Por Marisa Avigliano
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Si la mujer entra en la mina el oro se va, dice el eco de las voces sepultadas en los túneles húmedos del Potosí mexicano. El mismo eco dice sin embargo que una de ellas fue famosa y envidiada por ser chambeadora y muy buena para encontrar las mejores vetas. El retumbo histórico no revela el nombre de la minera, sólo su leyenda. Mientras se borran razones de bautismo algunas otras mujeres –también primeras pobladoras del Cerro de San Pedro en San Luis Potosí– tienen mejor suerte y el relato del camafeo las llama por su nombre, Isabel la maestra, Aurora la partera y Doña Quirina, la que todo lo curaba. Sin embargo, el nombre como apodo no cambia mucho el destino cuando gana invisibilidad. El plural de uso “las mujeres” continúa avivando el silencio asegurado. Entre las que cruzaron la historia con nombre propio gracias a la oralidad de los descendientes está Isabel, la jovencita de pelo corto (raya al costado para una melena ondulada que terminaba casi en el medio de los cachetes y que usaban las mujeres modernas), la maestra normal que enseñaba en zonas rurales y que tenía unos pocos años más que sus alumnos. Cuenta el cuento que Isabel estaba a cargo de un grupo de alumnas (durante los primeros años de la educación federal el sexo del maestro designaba el sexo de sus alumnos: maestro varón, alumnos varones) hasta que tuvo que hacerse cargo de un grupo de muchachos durante una deserción de hombres frente al aula.

Isabel, que apenas estaba por cruzar los veinte, tenía alumnos de quince y dieciséis años. Pese a su fama de aguerrida, su destiempo con los modales de la época y la valentía de su vestuario (blusas livianas con breteles finitos) fue –por tener que obedecerla– blanco certero para el ataque. Sobre su piel y entre las tiras blancas de su blusita diaria apareció una víbora. Uno de los alumnos –alentado por el resto– fue al monte, buscó una culebra de treinta centímetros y la lanzó puntual e infalible sobre el pecho semidesnudo de la maestra. Después de los gritos y de la yugular desvanecida de la señorita Isabel, hubo cárcel, quince días de encierro en la cueva municipal para el herpetólogo amateur. En los rumores de un pueblo acostumbrado a la afonía de las mujeres, aquella piel fría del reptil enlazada en la piel encendida de Isabel le corrió centímetros a la línea del deseo. La anécdota de los compañeros llevándole agua y comida al arquero eficaz completaron el cuento y ensancharon el temple profesional de aquellas primeras maestras (minoría acostumbrada a enfrentar los prejuicios que ponían en duda su capacidad intelectual) en la leyenda azteca. Isabel nunca dejó de dar clase. Fue maestra normal y maestra rural –formó parte de un plan sui generis de alfabetización de mineros– hasta que murió en un accidente en las afueras de Divisadero (una pequeña localidad en el municipio de Cerro San Pedro). Si el suceso de Isabel no fuera una realidad acallada en la escena escolar mexicana –podemos extender fronteras latinoamericanas sin cometer injusticias– y una muestra precisa de las arenas movedizas que tuvieron que esquivar aquellas mujeres sin nombre propio en el listado de la historia, la culebra sin disección en una clase que no era de zoología podría ser un capítulo protagonizado por “los proscriptos” en la saga de Guillermo El Travieso, de Richmal Crompton (1890-1969).

Pero esa es otra historia, otra pandilla y otra maestra.

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